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Masanobu Fukuoka: cuando el huerto se convierte en un ecosistema

Supongamos por un momento que las formas geométricas desaparecieran de nuestros huertos. Imaginemos que ese espíritu cartesiano, arquitectónico, no fuese la norma en su diseño. ¿Qué sucedería si, en lugar de surcos perfectos encontrásemos una floresta similar a la que prosperaría en la naturaleza?

La idea de una explotación agropecuaria con esas condiciones ha sido explorada por botánicos e ingenieros agroforestales como Robert HartMartin Crawford o Ken Fern. Sin embargo, uno de los principales pioneros en este original acercamiento a los cultivos es un japonés de marcada personalidad, que ha inspirado a toda una generación de agricultores, Masanobu Fukuoka (1913-2008)

Fukuoka nació en Iyo, Ehime, en el seno de una próspera familia. Su padre, además de alcalde, era propietario de una explotación, así que parecía inevitable que Masanobu acabase estudiando la disciplina familiar en el Instituto Agrario de la Prefectura de Gifu. Allí se adiestró en áreas como la edafología, la fitopatología o la microbiología, que luego le permitieron profesionalizarse como inspector en las aduanas de Yokohama.

Corría el año 1937, y todo parecía indicar que el futuro de Fukuoka iba a consistir, hasta su retiro, en analizar verduras en ese centro aduanero. Una grave neumonía vino entonces a demostrarle que la vida es imprevisible. Durante su larga convalecencia, reflexionó sobre los métodos de cultivo que había conocido desde su infancia. A través de sus conocimientos científicos, con una inquietud filosófica muy profunda, comprendió que las cosas debían cambiar, y regresó a Shikoku, donde estaba la granja familiar.

Allí emprendió una febril investigación, con la idea de consolidar un método de cultivo lo más respetuoso posible con la naturaleza. Paso a paso, comprendió que una menor intervención del agricultor en los procesos naturales conducía a mejores resultados.

En 1940, contrajo matrimonio con su mujer, Ayako. Juntos tuvieron cinco hijos. Tras la guerra, abandonó su puesto en la Estación de Investigación de la Prefectura de Kochi, donde, por cierto, llegó a ser investigador jefe de Control de Insectos y Enfermedades, a cargo de un proyecto para mejorar la producción agroalimentaria durante la contienda.

La prosperidad familiar se vio amenazada por las leyes de la posguerra. La autoridad estadounidense quería acabar con el caciquismo latifundista y forzó una redistribución de las tierras de cultivo. Eso dejó a Fukuoka con una pequeña parte de lo que había sido la heredad familiar.

En 1947 publicó su primer libro, en el que reflejaba los beneficios de su filosofía agraria, basada en una mínima intervención humana. De ahí en adelante, distintas publicaciones llevaron su firma, aunque quizá la más conocida sea La revolución en una brizna de paja (1978).

Los estudios de Fukuoka fueron tenidos en cuenta en áreas muy diversas: desde la permacultura hasta la lucha contra la desertificación impulsada desde las Naciones Unidas.

En términos filosóficos, Fukuoka llamó a su práctica agraria shizen nōhō (cultivo natural). Sin embargo, sus seguidores y el mundo académico en general prefieren hablar del «método Fukuoka». Éste se basa en cinco principios:

1) El arado está contraindicado, en especial si se utiliza maquinaria para ello, porque modifica negativamente las características del suelo.

2) Los fertilizantes y los abonos son innecesarios, al igual que lo son en la propia naturaleza. La biodiversidad logra ese mismo efecto sin una intervención química. En todo caso, la paja, el abono verde o la gallinaza pueden sustituir al compost o a los abonos comerciales.

3) El control de las malas hierbas y el uso de herbicidas son innecesarios, y llegado el caso, solo ha de hacerse con animales que causen una mínima molestia al cultivo. Por otra parte, la cantidad de malas hierbas decrece cuando se abandona el laboreo.

4) El empleo de pesticidas químicos también es innecesario. La presencia de una variedad de insectos y de otras especies animales pueden lograr ese efecto sin necesidad de tales productos. Las plantas siempre crecerán vigorosas en un entorno equilibrado.

5) La poda de los árboles frutales es asimismo innecesaria. Hay que dejar que crezcan como lo harían en estado salvaje, respetando los ciclos naturales del ecosistema.

Para la siembra, Fukuoka recomienda el uso de bolas de arcilla (nendo dango), con una mezcla de semillas, barro y abono natural. La paja y otras substancias naturales contribuyen a tener bajo control las hierbas y asimismo a esos pájaros que, lógicamente, quieren picotear las semillas.

Quienes critican la perspectiva de Fukuoka destacan que su sistema es muy sofisticado, y requiere un grado de conocimientos científicos del que, en el terreno práctico, muchos agricultores carecen. También indican que la transición desde los métodos habituales al método Fukuoka acarrea un descenso en la productividad.

Sería fácil argumentar que el agricultor moderno debe conocer los principios de una explotación sostenible a largo plazo, y en este sentido, no debería olvidar que este método influye decisivamente en la calidad organoléptica de frutas y hortalizas.

No solo eso: también garantiza su salubridad, contribuye a conservar los suelos, exige una menor dedicación, nos libra del efecto contaminante de fertilizantes y plaguicidas, preserva la diversidad genética y es incomparablemente más respetuoso con el ambiente.

Para poner el debate en una mejor perspectiva, recordemos que el sistema actual, contra el que Fukuoka se rebeló, está excesivamente condicionado por la mecanización, por el transporte a grandes distancias y por el control genético de las multinacionales. Hablamos de un sistema basado en los monocultivos, y asimismo marcado por una sobreexplotación que conduce a que se tiren los excedentes hortícolas, a que desaparezcan las variedades locales y a que el suelo se deteriore cada vez más.

En todo caso, no hemos de olvidar que aquí también hablamos de una filosofía. Frente a la aproximación de Bill Mollison a la permacultura, basada en la ciencia y en la reflexión, Fukuoka recomienda un trabajo más intuitivo, sin estrategias, con la menor participación humana posible. Es el ecosistema, en su diversidad, el que toma las riendas.

«En mi juventud, ya estaba persuadido ‒escribe en La revolución en una brizna de paja‒ de que las plantas crecen por su cuenta y no requieren de un trabajo de cultivo. Sin embargo, durante una primera etapa, creí que debía dejar que la naturaleza siguiera su curso. Pero si uno sigue ese criterio de forma repentina, las cosas empiezan a complicarse muy pronto. Eso equivale al abandono, y no tiene que ver con la agricultura natural. (…) Fui encaminándome hacia la ruta del no hacer en las tareas agrícolas (…) Al final, comprobé que no era preciso arar, ni emplear abono, ni hacer compost, ni recurrir a pesticidas. A medida que iba profundizando, comprobé que son pocas las prácticas agrarias realmente necesarias. En realidad, técnicas mejoradas por el ser humano parecen necesarias, pero ello se debe a que el equilibrio natural ha sido alterado de una forma tan grave por esas mismas técnicas que la tierra se ha hecho dependiente de ellas».

«Cuando las ramas de un árbol crecen naturalmente ‒añade‒, se extienden alrededor del tronco y las hojas reciben de forma uniforme la luz solar. Cuando rompemos esa tendencia, las ramas pierden esa pauta, se superponen y se enredan, con lo cual se marchitan las hojas allí donde no alcanza la luz solar. Esto provoca la llegada de los insectos, y convierte la poda en imprescindible al año siguiente, si no queremos que se sequen más ramas. (…) Al entrometerse, los humanos se equivocan. El daño que han causado ya no tiene remedio, pero van acumulándose las complicaciones, y siguen trabajando sin descanso para corregirlas.»

En fin, ya ven que se trata de unos consejos con una lógica muy sólida. Como bien dice Mollison, la filosofía del método Fukuoka se resume en un solo principio: trabajemos con la tierra, y no contra ella.

Copyright del artículo © Mario Vega. Reservados todos los derechos.

Mario Vega

Tras licenciarse en Bellas Artes por la Universidad Complutense de Madrid, Mario Vega emprendió una búsqueda expresiva que le ha consolidado como un activo creador multidisciplinar. Esa variedad de inquietudes se plasma en esculturas, fotografías, grabados, documentales, videoarte e instalaciones multimedia. Como educador, cuenta con una experiencia de más de veinte años en diferentes proyectos institucionales, empresariales, de asociacionismo y voluntariado, relacionados con el estudio científico y la conservación de la biodiversidad.