Robert Anson Heinlein fue un autor de ciencia ficción social que no tuvo miedo a la hora de expresar sus opiniones políticas en sus novelas; opiniones que fueron variando con el tiempo y que incluso llegaron a defender posturas opuestas en distintas obras. Es cierto que mantuvo a lo largo de toda su vida una línea libertaria, pero su postura al respecto tenía poco que ver con el culto feroz al individualismo o un egoísmo solipsista.
En muchas de sus novelas y cuentos, como Tropas del espacio, Ruta de gloria, Lógica del Imperio o Coventry, Heinlein imaginó modelos futuristas de sociedad cortados según patrones que él consideraba más o menos deseables. Pero fue quizá en Más allá del horizonte, su segunda novela publicada por entregas en Astounding Science Fiction (la versión en libro debería esperar hasta 1948) donde con más claridad expresó sus preferencias.
Esta sociedad del futuro está gobernada por una doctrina eugénica que ha conseguido incrementar la longevidad, salud e inteligencia de sus miembros: “Los tiempos fáciles para los individuos, suelen ser malos para la raza en conjunto. La adversidad es una dura prueba que rehúsa a los mal preparados. Pero en nuestros días no se conoce la adversidad. Conservar a la raza tan fuerte como lo es y hacerla más fuerte requiere una cuidadosa planificación. El técnico genético elimina en el laboratorio los inconvenientes que antiguamente se eliminaban por la selección natural”. Es una “manipulación genética” totalmente mendeliana, basada en la selección de individuos según sus genes: los futuros “padres” eligen en un banco genético y de acuerdo a sus preferencias el esperma y el óvulo de ascendencias bien determinadas y que darán como resultado en embrión deseado.
Esta utopía emergió en realidad de una sociedad eugénica anterior que sí modificaba la estructura genética de los humanos, esto es, manipulando los embriones para crear ciertos rasgos y características en lugar de aislarlos mediante cruces: “Los escritores románticos de los primeros días de la genética soñaron con muchas posibilidades fantásticas: niños fabricados en tubos de ensayo, monstruos formados por mutaciones artificiales, niños sin padres, niños ensamblados pieza a pieza con trozos de cien padres diferentes y así. Todos esos horrores son posibles, como demostraron los genetistas del Gran Khan; pero nosotros, ciudadanos de esta República, hemos rechazado tal dislocación con nuestro torrente vital. Los niños nacidos con la asistencia de la técnica de selección de genes neo-Ortega-Martín son niños normales, obtenidos de un plasma germinal normal, nacidos de mujeres normales, en la forma usual. Difieren en un respecto solamente de sus predecesores raciales: ¡son los mejores niños que sus padres pueden producir! «.
No puede uno sino preguntarse si la inspiración para el gran villano de la franquicia Star Trek, Khan Noonian Singh y sus guerras genéticas, provino de estas páginas: “El Imperio del Gran Khan fue una reversión a una forma pasada de moda: el totalitarismo. Sólo bajo el absolutismo, los experimentos genéticos pudieron haber sacado a la luz al homo proteus, ya que se requería una total indiferencia al bienestar de los individuos (…) Hicieron seres humanos a la medida, si así puede llamárseles, de igual forma que nosotros construimos edificios. En tal situación, justo poco antes de la Segunda Guerra Genética, engendraron unos tres mil tipos distintos incluyendo a los hipercerebros —unos treinta tipos—, las matronas casi desprovistas de cerebro, los inteligentes y repulsivamente bellos ejemplares de vacas hermafroditas y los neutros “mulos”.”
Aparte de mejorar al propio ser humano mediante la genética, esta utopía ha eliminado la pobreza y la mayoría de la gente decide no trabajar ya que pueden llevar la vida propia de un acaudalado sin hacerlo –Heinlein introduce varios pasajes expositivos “explicando” cómo esto es posible‒. Como era de esperar, el principal problema al que deben hacer frente esos ciudadanos de utopía es cómo emplear su tiempo y la consecuencia es una decadencia que se manifiesta, por ejemplo, en que todos los ciudadanos – aunque no sea frecuente entre las mujeres‒ portan armas personales como signo de dignidad y valor personal y se enzarzan en duelos por cosas nimias. Si alguien decide no ir armado por la cuestión que sea, está obligado a portar en lugar visible una “placa de paz”, lo cual conlleva cierta rebaja social. Existen también ciudadanos que no son producto de la selección genética: los “controles naturales”, llamados así porque sirven de base mínima sobre la que comparar las mejoras del resto y que es una minoría considerada casi como seres inferiores pero a la que se trata con exquisito cuidado: “Es preciso tener un cuidado impresionante para manejarlos. ¡Pobrecitos! Están sujetos a infecciones. No nos atrevemos a dejarles que se revuelquen por el suelo con los demás. Cualquier rozadura y puede ocurrir algo peligroso. Tenemos que esterilizar hasta el alimento que toman” “¿Y por qué molestarse? ¿Por qué no dejar que los débiles desaparezcan?”, se pregunta el protagonista.
El autor también especula acerca de las habilidades y talentos cuya consecución sería la meta de la eugenesia y, naturalmente, esa elección es muy personal, destacando aquellos de gran valor para un intelectual como el propio Heinlein, como la memoria fotográfica: “El joven Félix sabía lo que quería hacer. Sería un sintetizador enciclopédico. El mundo entero sería su objeto de investigaciones. Todos los hombres realmente grandes habían sido sintetizadores. ¿Quién merecía, si no, la oportunidad de ser elegido para un puesto en la gran política? ¿Qué gran especialista hubo que no obedeciese las órdenes de un sintetizador? Ellos eran los verdaderos caudillos, los hombres que lo conocían todo, los reyes-filósofos con quienes habían soñado los antepasados”. El pensamiento crítico o la creatividad no parecen contarse entre el repertorio de virtudes deseables en esa sociedad del futuro ideal de Heinlein.
La trama está protagonizada por Hamilton Félix, uno de esos individualistas libertarios de salud perfecta tan apreciados por Heinlein. La cuidadosa selección genética planificada a lo largo de cinco generaciones le ha convertido en alguien extraordinariamente inteligente, algo cínico, muy observador, resistente a las enfermedades, físicamente fuerte… pero que no puede evitar vivir con una vaga inquietud que le impide ser feliz. «Por alguna razón, Hamilton se rebelaba contra la idea de que un hombre fuese, necesaria e irrevocablemente, el resultado de lo que hubieran realizado sus planeadores genetistas”. Éstos, por su parte, saben perfectamente que Hamilton es el humano más perfecto que ha conseguido crear su ciencia hasta el momento, aunque le falta un rasgo necesario para alcanzar el máximo rango, el de sintetizador: la memoria eidética. Así que lo que quieren de él está claro: un hijo con una pareja de la que éste sí pueda heredar esa virtud faltante. El problema es que en los planes de Hamilton no entra la vida familiar y no siente necesidad alguna de propagar sus genes por el bien común. Prefiere pasar su tiempo jugando a ser millonario (su gran inteligencia le facilita ganar mucho dinero en el juego y los negocios).
Heinlein va intercalando discursos que revelan sus propios puntos de vista políticos y sociales en una trama que se centra en su primera mitad en una conspiración que descubre Hamilton y que pretende recuperar el ideario del mencionado Khan, a saber, producir superhombres modificando los embriones y eliminar a los “normales” o utilizarlos para experimentos. Incluso su mejor amigo es seducido por el mensaje de esa organización sediciosa, el Club de los Supervivientes, en la que Hamilton, aburrido de una sociedad que le ofrece poco riesgo y aventura, decide infiltrarse para desarticularla.
La segunda parte de la novela explora la relación de Hamilton con su predeterminada consorte, Longcourt Phyllis, la mujer perfecta a ojos de los planificadores genéticos…y que para colmo lleva su propia pistola. La actitud inicial de Hamilton hacia una mujer sin complejos refleja la que podía tener un varón de mediana edad de los años cuarenta…o, desgraciadamente, de muchos de nuestro propio tiempo: “Ya conozco tu tipo de mujer. Eres una de esas «mujeres independientes» ansiosas de reclamar todos los privilegios de los hombres, pero ninguna de sus responsabilidades. Sí, puedo verte dando vueltas por la ciudad, ufanándote de llevar ahí esa pistola al costado, pidiendo todos los derechos de un ciudadano armado y buscando pelea con la serena conciencia de que nadie responderá a tus bravatas. ¡Puaf! Me pones malo sólo de verte”. Pero Phyllis acabará demostrándole lo erróneo de sus prejuicios, probando estar a su altura ya sea disparando o utilizando su inteligencia. Hamilton, como era de esperar, termina enamorándose de ella, accediendo al matrimonio –institución que sigue vigente en esa sociedad- y teniendo ambos un hijo, Theobald, al que pronto se le descubren poderes telepáticos. Al final del libro, Félix Hamilton ha encontrado un propósito a su vida y deja atrás su apatía y cinismo iniciales.
Como muchas novelas de Heinlein, Más allá del horizonte se divide claramente en dos mitades: una, la de la conspiración, el intento de golpe de estado y la desarticulación de la misma, con más ritmo y orientada principalmente a la acción; y otra más lenta, donde predominan las conversaciones y los pasajes expositivos. Según los gustos de cada cual, disfrutará más con una o con otra.
Heinlein escribió la primera bajo encargo de John W. Campbell, el famoso editor de Astounding Science Fiction y su estructura y atmósfera son claramente deudoras del estilo pulp. También de Campbell procede la idea de que “una sociedad armada es una sociedad educada”, una noción bastante extraña que se intenta justificar con un puñado de anécdotas y frases como “La policía de un estado nunca debería ser más fuerte o estar mejor armada que los ciudadanos”.
Con todo lo insensata que pueda parecer esta postura, Heinlein trasladó tan bien la idea de su jefe que esta parte de la novela ha sido citada por legisladores estatales de Tejas y Florida para proponer que todos los ciudadanos vayan armados. Como sería de esperar –y así lo hace ver también Heinlein‒ esto conduce a lo contrario de lo previsto por Campbell: en primer lugar, que cuando la gente reacciona de forma violenta bajo los efectos del alcohol o cuando pierde el control de sus nervios, utiliza las armas en lugar de los puños; y, en segundo lugar, que aquellos que portan armas se consideran más valientes y, por ende, mejores, que quienes deciden no llevarlas abriendo de esta forma una brecha social. De todas formas, este es un tema en el que, quizá por no comulgar con sus ideas y no querer contrariar a su editor, el escritor prefiere no profundizar y lo deja de lado a mitad de trama.
La bisoñez de Heinlein como escritor de relatos largos en este punto de su carrera se hace dolorosamente evidente en la falta de cohesión general de la novela, la introducción de un clímax a mitad de trama y la prolongación forzada de la historia a partir de ahí y hasta su conclusión. Heinlein trató de abarcar demasiadas cosas y de forma un tanto desordenada: el sentido de la vida en un régimen utópico, la influencia del gobierno en el mercado, el gasto gubernamental, la política eugenésica y sus dilemas éticos, la telepatía y la reencarnación, los duelos de honor, un romance poco convincente, una conspiración sin demasiado fundamento, un hombre que llega del pasado conservado en un campo de éxtasis… Es como si el escritor hubiera decidido encajar aquí un montón de ideas sobrantes que le resultaban atractivas pero con las que no conseguía elaborar un relato entero.
En general, Heinlein era un maestro a la hora de imaginar conceptos e ideas sobre los que arrancar un libro, pero los argumentos se alargaban en exceso, el clímax llegaba demasiado pronto y la parte final consistía en un a menudo pontificador discurso admonitorio o acusatorio. Curiosamente, en el caso de Más allá del horizonte, ocurre lo contrario: la primera parte, más dinámica, ha envejecido muy mal y resulta hasta tediosa; la segunda, eminentemente conversacional y argumentativa, contiene observaciones más interesantes de lo que cabría esperar habida cuenta del tiempo transcurrido desde su publicación. En mayor medida que en otras de sus novelas más conocidas como Tropas del espacio o Forastero en tierra extraña, Heinlein plasmó aquí su filosofía política, desde luego ni tan fascista ni tan retrógrada como muchos críticos han querido ver.
De hecho, el famoso libertarismo de Heinlein tenía límites y estaba moderado por la compasión, el pragmatismo y una profunda fe en la capacidad del ser humano para mejorar individual y colectivamente, poco a poco y apoyándose en su buena voluntad, su adaptabilidad e ingenio. Se trata del tipo de libertarismo pragmático y humano propugnado por pensadores como Adam Smith y no en la línea de lunáticos como Ayn Rand.
Más allá del horizonte fue escrito tan sólo diez años después de Un mundo feliz, de Aldous Huxley, y su influencia resulta evidente. En ambos casos se presentaba una sociedad basada en la manipulación genética y cómo podía afectar el desarrollo de esta ciencia, en manos de una élite, a toda la comunidad. Conviene también recordar que el libro fue publicado en plena Segunda Guerra Mundial, y que puede que al menos parte de su intención consistiera en refutar las teorías del racismo elitista y el superhombre propuestas por Nietzsche, y llevadas a la práctica por los nazis. En los propios Estados Unidos existía una parte considerable de la población que no hacía ascos a las políticas eugénicas, aunque los métodos de Hitler pudieran resultarles repugnantes. Heinlein volvería sobre este tema en varias ocasiones, sobre todo en Los hijos de Matusalén y Tiempo para amar.
En Más allá del horizonte, Heinlein propone una forma de afrontar los dilemas morales que genera la ingeniería genética, a saber: que las parejas puedan seleccionar para su combinación esperma y óvulos producidos naturalmente pero prohibiendo alterar el genoma del embrión. Es una solución de compromiso en la que el niño resultante, aunque esté mejorado en muchos aspectos (por ejemplo, libre de enfermedades hereditarias) seguirá siendo uno que la pareja podría haber tenido de forma natural. Es, por supuesto, un plan a largo plazo, que abarca generaciones y que iría mejorando la especie humana de forma gradual sin ninguna intromisión agresiva. No se trata aquí de crear superhombres o individuos con poderes y capacidades especiales; eso puede llevar a graves anomalías y desequilibrios que generen tensiones sociales y guerras, como ocurrió bajo el régimen del ya mencionado Khan. La eugenesia aquí consistiría en algo tan sencillo como que cada generación de niños sea lo más inteligente, sana y fuertes que sus padres pudieron haber engendrado. En una palabra, forzar la ley de probabilidades a favor del individuo.
En lo que se refiere a política, la sociedad que imagina Heinlein es, naturalmente, un derivado futurista de todo lo que amaba y deseaba potenciar. La América de Más allá del futuro ha evolucionado en dos direcciones opuestas pero simultáneas. Por una parte, todo lo relacionado con el ámbito privado, ya sean los negocios o el arte, es muy competitivo y carece de regulación, sin privilegios heredados ni presunciones basadas en el género, la raza o la clase social. Pero cuando se trata de las necesidades colectivas, la política es abiertamente socialista. Sorprendido, un personaje llega a decir: “¡Naturalmente que la comida, la vivienda y la educación son gratis! ¿Por qué tipo de gente nos ha tomado?”. Es más, el gobierno alberga una influyente burocracia que aconseja y guía a la sociedad en aras de, como he dicho, mejorar la especie. Nada de esto tiene cabida en el dogma ultralibertario de Aynd Rand, por ejemplo. Si Heinlein era un liberal, lo era de una modalidad sutil y propia, más compasiva, y gracias a su experiencia en política y su amplia cultura, menos ingenua que la de muchos seguidores de esa doctrina.
Mucho más que la previsible trama y la floja caracterización propia de un escritor que aún trataba de encontrar la forma de hacer funcionar los relatos largos, lo más interesante de esta novela es el desafío intelectual que Heinlein propone al lector, animándole a que examine sus tesis y propuestas y las someta a debate. Esta llamada a la reflexión con el fin de hallar el mejor camino hacia el futuro es el corazón de la genuina ciencia ficción, una opción mucho más sofisticada y meritoria que la miríada de distopías simplistas y escenarios apocalípticos repletos de tópicos y que sólo son excusas baratas para poner en peligro al “elegido” de turno. Por eso fue Heinlein tan grande y por eso sigue siendo un autor tan necesario revisitar.
Es esta una obra, ya lo he dicho, muy primeriza dentro de la extensa bibliografía de Heinlein, y como literatura de evasión, quizá sólo pueda recomendarse a los más rendidos fans del escritor. Pero está claro que sigue gozando de un gran predicamento, como lo demuestra que ganara un Premio RetroHugo en fecha tan reciente como 2018. Supongo que en buena medida se debe a lo interesante de su controvertida filosofía política, cuyas raíces encontramos aquí aun cuando en el futuro la desarrollaría con mayor eco en otras novelas bastante mejor estructuradas. También pueden acercarse a ella, por supuesto, aquellos que gusten de la ciencia-ficción de la Edad de Oro de corte más político-social, siendo este un ejemplo, con todos sus defectos literarios, bastante superior a la mayor parte de lo que entonces se publicaba en el mundo de las revistas pulp.
Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.