Entre la realidad y lo que una persona cree que es la realidad, puede haber un auténtico abismo. Cuando ya ha desaparecido el consenso acerca de lo que es cierto y comprobable, lo que nos queda son historias, relatos, muchas veces diseñados para crear confusión y ruido. Historias que nos cuentan otros, o que nos repetimos para jugar a que la vida tiene el sentido que hemos decidido que tenga.
Vivimos en una época en la que generar contenido impactante y agresivo se ha convertido en una profesión. Ya no importan las ideas genuinas, el debate respetuoso, la lectura reposada o la verdad de los hechos, sino el dominio de la conversación pública y la propaganda a gran escala. En ese aspecto, multiplicar el efecto de un meme o una noticia falsa se ha vuelto una costumbre, sobre todo cuando se ajustan a nuestros prejuicios. Como veremos, este proceso es abrasivo para la democracia, y conduce a la simplificación moral, a la mediocridad, a la estimulación de nuestros peores instintos y al constante enfrentamiento con esa parte de la sociedad a la que, por una razón o por otra, nos hemos empeñado en demonizar.
En 2012, un equipo internacional de psicólogos, dirigidos por Stephan Lewandowsky, de la Universidad de Australia Occidental, publicó un estudio sobre los procesos que rigen la propagación de información falsa en nuestra sociedad, ya sea de forma voluntaria o inadvertida.
Según dicho estudio, cuando una información contiene una carga emocional importante para cierto número de personas, éstas no dudarán en compartirla con sus allegados sin pasarla por filtro alguno de pensamiento crítico. La popularidad de una noticia no depende entonces de su contenido de verdad, sino de la respuesta afectiva del público, de la capacidad de un bulo para provocar sentimientos de alegría, enfado, indignación, esperanza, refuerzo de creencias, etc.
Según señala el estudio de Lewandowsky, nos basamos en cuatro cuestiones para devorar esos contenidos y digerirlos de buen grado:
- ¿Es la información compatible con lo que creo?
- ¿Es coherente la historia?
- ¿Procede la información de una fuente creíble?
- ¿Creen otras personas lo mismo?
Otro estudio de la citada universidad australiana –éste publicado en 2014– va un poco más allá y concluye que, incluso cuando una noticia ya ha sido desmentida, el bulo continúa propagándose como si nada. Quienes lo extienden son aquellas personas a quienes la noticia falsa reafirma en sus ideas preconcebidas. Inevitablemente, se negarán a aceptar el desmentido porque eso endurece su fanatismo o porque creen que vale la pena alimentar el resentimiento público.
La tendencia, entonces, es dar por buena la mayor parte de la información manejada en cualquier conversación cotidiana. Para desconfiar y volverse crítico, es necesario un esfuerzo consciente y contra natura en el mismo momento de recibir una noticia sin confirmar. Y ya sabemos que salir de esa burbuja no es lo habitual.
En términos generales, no existe diferencia entre la verdad y la «ilusión de verdad», proceso por el cual tendemos a identificar lo verdadero con lo que nos resulta familiar y lo falso con lo extraño: si es fácil de asumir, entonces es verdad.
No sólo resulta difícil cambiar el juicio personal sobre una noticia que ya ha sido asimilada –los debates ilustrados, donde la mente es receptiva y no reactiva, son un sueño al alcance de muy pocos—. Además, es muy fácil expandir información falsa con sólo añadirle unos cuantos datos coherentes y ciertas cargas emocionales.
Cualquier bulo, propagado por una fuente concreta e interesada, se disuelve en la masa y se transforma en voz anónima con carácter ultraterrenal. A esto le llamamos opinión pública.
Lo expuesto hasta aquí es algo que Walter Lippmann, periodista y consejero informal de varios presidentes de Estados Unidos, subrayaba en 1921 en su libro Public Opinion, donde explica que el éxito en la transformación de una idea con autoría concreta e interesada en “opinión pública” radica en explotar los entornos de confianza.
El mensaje, dice Lippmann, ha de ser considerado por cada individuo como una idea propia e importante para su círculo. Para ello, es necesario establecer una relación de confianza con el público. La ficción, por tanto, debe impregnar los escenarios sociales en que se mueven los ciudadanos, donde estos discuten y opinan entre iguales, donde se mezclan las ideas, se juzga, se rechaza y se acepta la vida en su aspecto emocional y de relaciones humanas. Como dice Lippmann, esos ambientes donde el mensaje pierde su origen y se usa la expresión “dicen que…”.
La ignorancia pluralista
La propagación masiva de un determinado contenido en las redes y en los medios de comunicación es un mecanismo clave para persuadirnos y manipularnos. Esto origina la llamada «ignorancia pluralista»: una actitud que, por miedo al ridículo o por no contradecir a la mayoría (aunque esta mayoría sea solo aparente), nos «obliga» a alinearnos con lo que creemos que es el pensamiento del colectivo con que emocionalmente estamos involucrados.
De este modo, se puede llegar a una circunstancia muy peculiar: que una mayoría acepte una historia sólo porque así lo cree su grupo social, cuando ninguno de los individuos que forman el grupo creía por sí sólo en la información proporcionada hasta que supo que era aceptada por el resto. «Si el resto lo cree así, mejor me callo y sigo la corriente».
Como ven, el truco es perverso. ¿Quién fue el primero en aceptar la opinión del grupo, si todavía el grupo no se había formado opinión alguna? Bastaría seguir el mensaje hasta su origen y descubrir el medio que lo propagó, y cuáles fueron los pasos seguidos para su caída en el anonimato de la “opinión pública”. En una sociedad contaminada de información como es la actual, el rastro se pierde con demasiada facilidad.
Es necesario distinguir aquí entre la aceptación de información falsa, tal y como se expone en el estudio de Lewandowsky, y la ignorancia. Ésta, aunque poco recomendable —como todo opioide, es muy agradable a corto plazo, pero de consecuencias nefastas a la larga–, todavía permite al individuo reconocer su falta de información y le da la oportunidad de corregir su punto de vista.
El problema en este caso reside en las ganas de emprender dicho proceso, puesto que, si en algo tienen éxito los sistemas masivos de adoctrinamiento –televisión y redes sociales, fundamentalmente–, es en convencernos de lo contrario.
La democracia dirigida
La legitimidad de una democracia recae sobre la capacidad de las personas para pensar por sí mismas y elaborar criterios razonados a partir de la información que manejan. En principio, esta debe ser una exposición fiel de los hechos; de lo contrario, las decisiones avaladas por el pueblo serán erróneas por necesidad.
Con lo que había aprendido en materia de propaganda y desinformación, Lippmann, demócrata convencido, concluyó que el gobierno del pueblo era una imposibilidad: ni el ser humano, social y emocional por naturaleza, alcanza a elaborar criterios propios racionales, ni la información que maneja puede ser nunca fiel a los hechos.
En su opinión, la única salvación del sistema pasaba por que los “buenos” supieran manipular a las masas antes y mejor que los “malos”.
En cualquier caso, la manipulación era inevitable. Esa fue la advertencia de Edward Bernays a los gobiernos a los que aconsejó en materia de adoctrinamiento social. En su libro Propaganda, publicado en 1928, leemos lo siguiente: «Ningún sociólogo que se precie puede pensar todavía que la voz del pueblo expresa ideas divinas o particularmente sabias y sublimes. La voz del pueblo da expresión a la mente del pueblo, que a su vez está dominada por los líderes de grupo en los que cree, y por aquellas personas que saben manipular a la opinión pública. Se compone de prejuicios heredados y de símbolos, lugares comunes y latiguillos que los líderes de opinión suministran a la gente. Por fortuna, el político de talento y sincero es capaz de moldear y formar la opinión de la gente sirviéndose de la propaganda como instrumento”.
Bernays supo entender que el éxito del adoctrinamiento debía residir en que éste fuera deseado, no impuesto. Saber dirigir los instintos básicos de las personas, aquellos más difíciles de ser controlados por uno mismo, era el objetivo clave.
En la feliz década de 1920, se asentaron las bases para conceptos como mercadotecnia –o marketing—, relaciones públicas y opinión pública, todos derivados para referirse a otra idea ya existente pero que estaba marcada por el tabú belicista: la propaganda.
La nueva forma de control y apaciguamiento iba a consistir en fomentar el deseo de una forma de vida que hasta entonces había sido tachada de frívola, pero que a partir de ese momento se iba a convertir en la nueva regla: el consumismo compulsivo, sin reflexión.
En 2000, el francés y publicista arrepentido Frédéric Beigbeder decidió revelarle al mundo las verdades de su profesión en el libro 11,99 euros: “Nadie desea vuestra felicidad, porque la gente feliz no consume. Vuestro sufrimiento estimula el comercio. En nuestra jerga, lo hemos bautizado «la depresión poscompra». Necesitáis urgentemente un producto pero, inmediatamente después de haberlo adquirido, necesitáis otro. El hedonismo no es una forma de humanismo: es un simple flujo de caja. ¿Su lema? «Gasto, luego existo». Para crear necesidades, sin embargo, resulta imprescindible fomentar la envidia, el dolor, la insaciabilidad: éstas son nuestras armas. Y vosotros sois mi blanco”.
Ochenta años antes de que Beigbeder escribiera estas líneas, cuando todavía la economía se movía por necesidades y no por seducciones, Lippmann y Bernays coincidían en una ley general sobre cómo habría de funcionar la nueva sociedad dirigida por lo que luego se llamaría marketing: quien tiene el dinero se cree libre, pero la única y verdadera libertad es la de quien decide qué hará esa persona con su dinero. Es decir, la libertad de quien le aconseja, le sugiere y le enseña cómo y dónde gastar.
Por supuesto, estos defectos de forma no fueron descubrimientos del siglo XX. Ya los conocía Platón cuando advertía en La República de que, con hacerle creer al pueblo que su impulsividad era sinónimo de virtud, la democracia quedaba desposeída de todo valor, pues ya no habría lugar para el perfeccionamiento del ser humano, sino que la vida social consistiría únicamente en premiar la parte animal del individuo para que así unos pocos, los sofistas no encontraran obstáculos a su ambición: “Que cada uno de los particulares asalariados a los que esos llaman sofistas […] no enseña otra cosa sino los mismos principios que el vulgo expresa en sus reuniones, y esto es a lo que llaman ciencia. Es lo mismo que si el guardián de una criatura grande y poderosa se aprendiera bien sus instintos y humores y supiera por dónde hay que acercársele y por dónde tocarlo y cuándo está más fiero o más manso, y por qué causas y en qué ocasiones suele emitir tal o cual voz y cuáles son, en cambio, las que le apaciguan o irritan cuando las oye a otro; y, una vez enterado de todo ello por la experiencia de una larga familiaridad, considerase esto como una ciencia, y, habiendo compuesto una especie de sistema, se dedicara a la enseñanza ignorando qué hay realmente en esas tendencias y apetitoso de hermoso o de feo, de bueno o de malo, de justo o de injusto, y emplease todos estos términos con arreglo al criterio de la gran bestia, llamando bueno a aquello con que ella goza, y malo lo que a ella molesta”.
Homo videns
A los sueños de una sociedad consumista y saciada, sin interés por las verdades del mundo y dispuesta a aceptar las mentiras que la complacen, se suma la peculiar y simple manera con que se percibe la realidad a través de los medios de comunicación de masas, que han transformado a buena parte de la especie homo sapiens en homo videns, según indicó Giovanni Sartori en los años 90.
El italiano escribía con pesimismo sobre una sociedad que ha dejado de pensar por sí misma, y que ha legado sus capacidades cognoscitivas a las pantallas que la rodean, en una ingenua creencia de que pueden cumplir las mismas funciones de una reflexión activa durante un proceso de lectura e investigación personal y solitaria.
Su tesis central es que la imagen como medio de comunicación empobrece las habilidades de comprensión del ser humano, hasta el punto de anular el pensamiento complejo e impedir la articulación coherente de ideas. La única función de las imágenes, según Sartori, es determinar una conducta maleable.
Sartori dice que una de las cualidades de la era de la video-política es la enorme carga emocional que la televisión inyecta en la esfera pública, creando “una política dirigida y reducida a episodios emocionales”. Por un lado, abundan las historias lacrimógenas y los sucesos conmovedores. Por otro, margina cada vez más el discurso especializado que razona y discute los problemas.
Más allá de la televisión como medio manipulado por intereses privados con una agenda determinada, Sartori incide en sus efectos sobre la capacidad cognitiva del individuo: «Empobrece drásticamente la información y la formación del ciudadano. […] el mundo en imágenes que nos ofrece el vídeo-ver desactiva nuestra capacidad de abstracción y, con ella, nuestra capacidad de comprender los problemas y afrontarlos racionalmente. En estas condiciones, el que apela y promueve un demos que se autogobierne es un estafador sin escrúpulos, o un simple irresponsable, un increíble inconsciente».
En definitiva, dice Sartori: «mientras la realidad se complica y las complejidades aumentan vertiginosamente, las mentes se simplifican y nosotros estamos cuidando –como ya he dicho—a un vídeo-niño que no crece, un adulto que se configura para toda la vida como un niño recurrente. Y este es el mal camino, el malísimo camino en el que nos estamos embrollando».
Dados por inevitables la desinformación voluntaria, la ignorancia bien recibida y el pensamiento simple adquirido por evolución natural, dice Lewandowsky que la ignorancia es un mal menor en comparación con la aceptación de información falsa, puesto que la ignorancia, en su apatía, raramente conduce a apoyos incondicionales y fuertes. Por el contrario, la desinformación puede crear grupos con convicciones firmes y actitudes hostiles, que canalizan energías en direcciones no sólo erróneas, sino insospechadas para los propios individuos.
Hacia la distopía
Si hacemos caso a las novelas distópicas, éstas siguen la idea platónica sobre la evolución de los sistemas políticos: las democracias degeneran en tiranías por un proceso de renuncia voluntaria al pensamiento crítico, a cambio de un ideario hedonista. En ese punto, el pueblo sólo piensa en un caudillo que solucione sus disconformidades e incomodidades particulares. Asimismo, el pueblo se muestra ajeno a los proyectos a largo plazo e incapaz de prever, en su simplicidad crítica, las consecuencias de su dejadez. “De la extrema libertad sale la mayor y más ruda esclavitud”, como dice Platón.
El término “distopía” se suele referir a una sociedad ficticia en la que un poder estatal manipula la realidad y adoctrina a sus ciudadanos-esclavos bajo una fachada de benevolencia.
En 1895, el protagonista de La máquina del tiempo, de H. G. Wells, viajaba al futuro para comprobar, horrorizado, que los habitantes de la Tierra se habían convertido en seres desprovistos de generosidad, capacidad de esfuerzo e inteligencia. La vida no tenía más sentido para ellos que el disfrute y la despreocupación.
El encumbramiento del hedonismo, con su pereza por los asuntos elevados y un conformismo que se limita a escarbar sin ir más hondo, es, desde los comienzos de la ficción distópica, el gran peligro para la sociedad. El fundamento de este pensamiento es que la felicidad y la libertad son incompatibles, aceptando aquí el concepto de felicidad a la manera occidental: obtención de placer y bienestar material –en otras culturas “felicidad” es un estado de paz mental muy lejano a esa idea—. Lo mismo pensó Aldous Huxley en Un mundo feliz: “Nuestro Ford mismo hizo mucho por trasladar el énfasis de la verdad y la belleza a la comodidad y la felicidad. La producción en masa exigía este cambio fundamental de ideas. La felicidad universal mantiene en marcha constante las ruedas, los engranajes; la verdad y la belleza, no. Y, desde luego, siempre que las masas alcanzaban el poder político, lo que importaba era más la felicidad que la verdad y la belleza. A pesar de todo, todavía se permitía la investigación científica sin restricciones. La gente seguía hablando de la verdad y la belleza como si fueran los bienes supremos. Hasta que llegó la Guerra de los Nueve Años. Esto les hizo cambiar de estribillo. ¿De qué sirven la verdad, la belleza o el conocimiento cuando las bombas de ántrax llueven del cielo? Después de la Guerra de los Nueve Años se empezó a poner coto a la ciencia. A la sazón, la gente ya estaba dispuesta hasta a que pusieran coto y regularan sus apetitos. Cualquier cosa con tal de tener paz. Y desde entonces no ha cesado el control. La verdad ha salido perjudicada, desde luego. Pero no la felicidad. Las cosas hay que pagarlas. La felicidad tenía su precio”.
En las visiones distópicas, las tiranías culpan a los aspectos más humanos de la sociedad de ser los causantes del mal: rasgos como la sensibilidad y la individualidad son los más peligrosos para el orden. Hay que regular los apetitos y encauzar las emociones hacia objetivos concretos e inofensivos: que todo sea predecible, controlable y, por tanto, asegurable.
El mundo distópico es un mundo presente que se ha llevado al límite de lo hostil y exagerado con respecto al nuestro, pero en el que podemos rastrear nuestra propia evolución e intuir las semillas de verdad que generan la ficción futura.
Con todo, resulta complicado, quizás imposible, detectar a tiempo la inmersión de una sociedad en la distopía. De hecho, en sus formas más sutiles, el orden autoritario no es impuesto, sino aceptado por los propios ciudadanos. En otras palabras, es probable que a través de ciertos vehículos culturales, dominando la conversación mediática y digital, una nueva era se abra para esta sociedad tan propensa al contagio emocional. Una sociedad infantil, polarizada y cautiva del deseo, cada vez más irreflexiva y adicta a los iconos interactivos.
¿Quién sabe? Puede que no haga falta recurrir a más ficciones distópicas para mostrar este peligroso camino.
Imagen superior: versión teatral de «Un mundo feliz», dirigida por James Dacre © Royal & Derngate, Northampton. Fotografía de Manuel Harlan.
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