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Fantasías oscuras en la obra de Lovecraft: la arqueología del horror cósmico

El terror lovecraftiano desafía las leyes de la razón humana, trasladándonos a un abismo donde habita lo desconocido

Junto a los Episodios nacionales, el corpus completo de un autor que me causó una impresión más duradera, que aún persiste, fue la obra entera de Howard Phillips Lovecraft (1890-1937), un norteamericano que nació en Providence (Rhode Island) cuarenta años después de la muerte de Edgar Allan Poe, probablemente para que lo macabro continuara disponiendo en la tierra de su sumo sacerdote.

Según los relatos de Lovecraft, en tiempos aún más remotos que los antiguos tiempos interestelares, antes de que hubiera brotado el más mínimo antecedente de humanidad, el mundo estuvo poblado por una raza superior —la de los Seres Antiguos— que, habiéndose dejado llevar por la soberbia, fue abatida en su poderío, desposeída de sus conquistas, expulsada de la Tierra y relegada a momentos del espacio o ángulos del tiempo incomprensibles, por los Dioses Mayores, situados más allá de la muerte y por encima del bien y del mal, representantes del orden y de la luz, que aplastaron esa rebelión.

Pero los Seres Antiguos anhelan regresar, se preparan para recobrar sus posesiones eternas y acechan desde el exterior, regidos por el dios idiota o ciego Azatoth, amorfa plaga que blasfema y parlotea en la confusión de los mundos abismales; Cthulhu, que, mantenido en un mágico estado letárgico, espera surgir otra vez de la cósmica R’lyeh, sumergida en las profundidades del océano; Yog-Sothoth, el todo en uno, el uno en todo, no sujeto ni a las leyes del tiempo ni del espacio, coexistente con el tiempo y coaniquilante con el espacio; Hastur el Innombrable, señor del espacio interestelar, exiliado en las Hyades; Shub-Niggurath, la Cabra Negra de los Bosques con mil crías…

Las puertas del abismo: literatura y temores ancestrales

En la Tierra, ese panteón delirante prolongó tanto su influencia que los seres humanos padecieron el hechizo de sus vestigios.

Las pretéritas visitas de esas divinidades malignas están atestiguadas en restos arqueológicos de ciudades de geometrías anormales, antieuclidianas y alucinantes: una torre de Kadath tenía una ventana con arcos tan singulares y un trazado tan inexplicable que resultaban absolutamente desconocidos en la tierra; la acrópolis de R’lyeh sugería esferas y dimensiones distintas de las nuestras; había superficies cóncavas que, al segundo vistazo, se convertían en superficies convexas; había puertas que se desplazaban en diagonal y no respetaban ninguna de las reglas que gobiernan la materia y la perspectiva.

La guarida del horror

Incluso las localizaciones cotidianas de los hombres, la misma Nueva Inglaterra donde se instalaron los primeros peregrinos británicos y donde Lovecraft vivía y sitúa sus relatos, componen una geografía extraña de resonancias míticas: Arkham, Dunwich, Innsmouth.

En los largos inviernos de sus montañas o bosques podías toparte con razas prehumanas e híbridas o ser atrapado por miembros de sectas que te ofrendaban a deidades cuyo atributo es el horror, como si en esas malezas laberínticas, grutas crípticas o colinas susurrantes pervivieran las fuerzas ocultas de aquellos malvados dioses arquetípicos y primigenios.

El Necronomicón: el libro maldito que define el universo de Lovecraft

El culto ignoto que se les rindió pervive, además, en rituales escalofriantes y doctrinas esotéricas que tienen seguidores sombríos, pero aparentemente anodinos, y harías bien en no atreverte a hojear las obras litúrgicas de esas religiones macabras, los recónditos libros que contienen sus saberes arcanos: Los Manuscritos Pnakóticos, el Texto de R’lyeh, el Libro de Eibon, los Cánticos de Dhol, los Siete Libros Crípticos de Hsan, el De vermis Mysteriis de Ludvig Prinn, los Fragmentos de Celaeno, los Cultes des Goules del conde d’Erlette, el Libro de Dzyan, pero, sobre todo, el Necronomicón, del árabe loco llamado Abdul Alhazred, quien tras visitar las ruinas de Babilonia y los subterráneos secretos de Menfis, tras pasar diez años en el gran desierto, el Espacio Vacío del sur de Arabia, habitado por malos espíritus y perversos monstruos venidos desde más allá de la muerte, tras haber visto la fabulosa Irem, Ciudad de los Pilares, en donde acaso convivió con una raza más antigua que la humanidad, fue a parar a Damasco con el tiempo justo para escribir ese libro impío: al concluirlo, fue atrapado por un monstruo invisible, a plena luz del día, y devorado con horror ante gran número de aterrados testigos.

Lovecraft y el miedo a lo inconcebible

En las crónicas lovecraftianas de ese mundo de pavor cósmico, gélido e inquietante como los espacios interestelares, asistes al proceso por el que un niño, adoctrinado por su abuelo hechicero en las artes de la brujería, crece, se convierte en adulto y se metamorfosea gradualmente en un monstruo cuyo cuerpo se recubre de vello caprino que, sin embargo, no es un mero demonio, porque también le brotan tentáculos.

Acompañas a científicos que acaban atrapados por la locura, como aquel que obtiene, como resultado de sus investigaciones, concluir con su cuerpo hibridado con organismos de saurios impensables y antiguos, o como ese estudiante de matemáticas alojado en Miskatonic en una casa cuya verdadera propietaria, una bruja que consiguió hurtarse a las ejecuciones de Salem merced a su conocimiento de la geometría no euclidiana, usa las puertas existentes en las dimensiones paralelas para acechar al joven y poblar sus pesadillas.

También puedes seguir la carrera de un artista afamado, que logra el éxito gracias a sus retratos blasfemos de monstruos imposibles, hasta que él mismo se torna una criatura demoníaca y obscena.

O descubres horrorizado, por el aspecto que va apoderándose de tu rostro, de tu piel, de tus extremidades, hasta hacer de ti una mezcla delirante de ser humano y criatura abisal, que eres descendiente de hombres que, en la localidad de Innsmouth, rindieron culto a una grotesca raza marina, de la que obtuvieron riquezas y longevidad a cambio de sacrificios humanos y de acceder al mestizaje.

También, de modo más prosaico, podrás conocer a Herbert West, un obsesivo estudiante de medicina expulsado de la universidad, entregado a la elaboración de la fórmula química que le permitirá resucitar cadáveres (el relato fue llevado al cine en 1985 con el título de Re-Animator, en una película dirigida por Stuart Gordon, que a mí me pareció ridículamente divertida, que luego he sabido que se convirtió en un filme de culto para los amantes de la comedia gore).

Con Herbert West: reanimador, de Lovecraft, se ha sugerido que nació el género zombi, a condición de que no olvidemos el Frankenstein de Mary W. Shelley, o la leyenda del Golem, por supuesto.

Entre la locura y la cosmología

“Cuando me aproximé a la ciudad sin nombre, comprendí que estaba maldita. Recorría un valle terrible y reseco a la luz de la luna, y la vislumbré a lo lejos, resaltando de forma increíble sobre la arena, tal como los miembros de un cadáver podrían sobresalir de una tumba poco profunda”. “Me veo precisado a hablar porque los hombres de ciencia se han negado a seguir mi consejo…”. “Siete años habían transcurrido desde la desaparición de su abuelo Whipple cuando Ward Phillips recibió la lámpara…”. “Es cierto que he atravesado con seis balas la cabeza de mi mejor amigo, pero, admitido esto, confío poder demostrar que no puede culpárseme de su asesinato…”. “Me había propuesto no volver a hablar o escribir sobre la casa Charriere tras mi huida de Providence en la noche del horrible descubrimiento…”. «Me piden que explique por qué temo las corrientes de aire frío, por qué tirito más que otros al entrar en una habitación fría..». «He examinado varios planos de la ciudad con suma atención, pero no he vuelto a encontrar la Rue d’Auseil…» «Los acontecimientos relacionados con el extraño destino de mi amigo el fallecido escultor Jeffrey Corey —si es que el término ‘fallecido’ se ajusta a la verdad— se iniciaron…» son frases con las que se inician varios relatos lovecraftianos.

Nadie negará su magnetismo, la inmediata atracción con la que incitan a continuar la lectura. Antes aun de la primera frase, hay títulos que ya anticipan de un modo lúgubre el escalofrío que nos provocará el relato: El que acecha en el umbral, La sombra del desván, Las ratas de las paredes, Los que vigilan desde el tiempo, En las montañas de la locura, El color surgido del espacio, El que susurra en la oscuridad.

Sumérgete en Lovecraft, hijo, pero sabe que una vez que te cojas de la mano del narrador (el propio Lovecraft o el personaje interpuesto) y te dejes llevar por él, te sentirás dominado por una singular expectación, una progresiva y turbadora sensación de desasosiego, avanzarás por sus páginas con el aliento contenido, impaciente y temeroso a la vez, intuyendo que caminas succionado hacia el centro de una fatalidad que no por sospechada se te revelará menos estremecedora. Te lo advierte Francisco Torres Oliver, el primer traductor español de Lovecraft.

Lovecraft y el lenguaje del miedo

En la fantasía en Lovecraft, de manera gradual, conforme uno avanza en el cuento, lo indecible va ganando terreno, adquiere una presencia obsesionante cuando los sustantivos desaparecen y son sustituidos por inconcretos pronombres, luego los adjetivos se van haciendo más y más abstractos, hasta que por fin llega la gran noche de Walpurgis de los adverbios, cuando «desquiciadamente», «abominablemente», «inexorablemente» y «enloquecedoramente» se hacen dueños de todo el campo verbal, como señala Savater.

Lovecraft nos transmite la impresión de presenciar y palpar el horror sin llegar nunca a describirlo: lo hace mediante velados comentarios, alusiones a sensaciones incomprensibles e intransferibles, conjugando de modo desconcertante cierta indeterminación con el empleo de hipérboles o cierta inconcreción con una desmesurada multiplicación de atributos, incluso recurre a onomatopeyas para expresar en fonemas humanos los sonidos guturales de los monstruos babeantes que pueblan su cosmos (pueden parecernos ridículas, pero bastante tenemos con lo que estamos experimentando para demorarnos a considerarlo así), como apunta Juan Antonio Molina Foix.

Dioses aberrantes… y tentaculares

Todo esto, que es justo lo que siempre se ha reprochado a Lovecraft —ser un escritor corto de recursos, con un desgalichado uso de la lengua—, es la clave, porque lo que consigue Lovecraft es que ninguna imagen puede separarse de la intensidad emotiva que la acompaña y le da su sentido, como afirma Savater.

En definitiva, la razón del estilo lovecraftiano es que los monstruos de Lovecraft solo pueden describirse mediante una escritura que se despliega en la hipertrofia y el delirio, según Michel Houllebecq.

El propio Lovecraft definía el efecto que pretendía lograr como «un terror desbordante y absorbente que va enrollándose en una bobina, más tensa a cada vuelta». Y si bien es cierto que las descripciones que Lovecraft nos procura de sus dioses aberrantes —El Que Vendrá de los Abismos del Océano, El Que Acecha en el Umbral, El Que No Debe Ser Nombrado, El de Vida Prolongada, El Asiduo de las Tinieblas, El Caos Reptante, El Que Aúlla en la Noche, El Ciego sin Rostro— nos permiten deducir que estamos ante seres gelatinosos, viscosos y de repugnantes tentáculos, que presentan un indudable parecido con los equinodermos, también es cierto que, durante la lectura, jamás nos demoramos en representarnos visual o gráficamente los detalles de esos monstruos anómalos, porque no nos lo permite el horror que estamos experimentando.

Pasiones atávicas y presagios amenazantes

Y, sin embargo, Lovecraft debía de tener identificadas con detalle sus peculiaridades, semblantes o atributos, porque dejó escrito cuánto le hubiera complacido saber dibujar bien, aunque por mucho que perseveró nunca consiguió más que patéticos resultados; le hubiera gustado poder representar de forma adecuada las cosas que soñaba o que se le pasaban por la cabeza, sin tener que recurrir al trabajo de los ilustradores profesionales, cuyos resultados siempre le parecían anodinos. La razón es que para definir a «los Innombrables»,

Lovecraft sabe que las palabras no bastan, y que lo importante de ellos no son sus formas, su color, su número de cabezas o la materia de que están hechos, sino el conjunto de pasiones atávicas que simbolizan, los presagios amenazantes que en ellos se cifran. Igual que, conforme enseña el psicoanálisis, si en un sueño la aparición de un perro negro me angustia tanto que luego me resulta imposible desgajar el perro de la angustia que me provoca, pues el perro negro es mi angustia —me angustio en forma de perro negro—, así, cuando en Lovecraft aparece la Bestia, ya no hace falta describirla, porque no es más que lo que el lector está sintiendo en ese preciso momento de su lectura. El truco, en definitiva, consiste en que el monstruo lo pone la imaginación del lector —que siempre consigue imaginar lo que más le asusta—, como indica Savater.

Así que, si leemos a Lovecraft, pese a su lenguaje barroco, desquiciado, confuso y aglomerado, o precisamente gracias a él, es porque consigue expresar y transmitir vivencias numinosas que nos pertenecen a todos.

Lo válido en Lovecraft no es la forma, sino el terrible contenido universal y arquetípico; leer su cosmogonía es bucear en el mundo sin luz del inconsciente colectivo, liberar el caos profundo de nuestras profundidades abismales. Leer a Lovecraft no es una evasión, sino una invasión, como afirma Rafael Llopis.

Cómo acceder al mundo lovecraftiano

Para hacerlo, para leer a Lovecraft, puedes recurrir a los numerosos volúmenes del corpus sacramental lovecraftiano que atesoro desde mi temprana propensión a los cuentos de miedo.

Antes de Lovecraft, te recomiendo la Antología de la literatura fantástica, compilada por Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo; te complacerás en el escalofrío y te ayudará a entender mejor lo que Lovecraft supuso en la historia del cuento de horror.

Mi todo Lovecraft está en la colección El Libro de Bolsillo de Alianza Editorial, en traducción de Francisco Torres Oliver y prólogo de Rafael Llopis —quienes introdujeron en España a H. P. L.—, con las cubiertas de Daniel Gil que, de suyo, ya constituían la mejor introducción al universo lovecraftiano: la imagen de un individuo con traje y corbata cuya cabeza es, sin embargo, una cabeza de batracio dibujada al modo puntillista; un ojo en blanco y negro, desfigurado, agigantado, que puede ser un ojo de pez o de una criatura acuática menos cotidiana; una gárgola o un llamador de puerta de bronce con forma de cabeza de duende o gnomo o en cualquier caso de enano perverso, con una sonrisa sardónica, que mira desafiante a quien osa atreverse a abrir el libro al que sirve de portada.

Sería un secreto gozo para mí verte con ellos entre las manos, acaso porque sería como verme a mí, transportado a mi dorada adolescencia.

Bienvenidos al círculo de Lovecraft

Yo descubrí a H. P. L. a los catorce años, y, como confiesa Michel Houllebecq, «como impacto, fue de los fuertes. No sabía que la literatura podía hacer eso. Y, además, todavía no estoy seguro de que pueda. Hay algo en Lovecraft que no es del todo literario» (El subrayado es del propio Houllebecq, pero no hay aficionado a Lovecraft que no lo suscriba).

Así que estoy convencido de que para ti el disfrute estaría garantizado. Además, Lovecraft podría luego conducirte, como a mí, a quienes fueron sus más influyentes predecesores, Arthur Machen y Lord Dunsany, y también a alguno de sus devotos acólitos, August Derleth, Clark Ashton Smith, Frank Belknap Long, Robert Bloch, pero de algún modo su mejor secuela fue hacer que me interesara por Robert E. Howard —el epígono que más se separó literariamente de ese círculo lovecraftiano—, de quien todavía me atrapa con una fuerza telúrica su Conan —que supuso mi puerta de entrada al género de la fantasía heroica o de espada y brujería— y de quien me sedujo su atormentado y glacial Solomon Kane.

Copyright del artículo © J. Miguel Espinosa Infante. Este artículo es un fragmento del libro Mapa del tesoro I (Fragmentos para mi hijo). Publicado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

J. Miguel Espinosa Infante

Escritor. Como oficial de notaría y licenciado en Derecho, es autor de varias publicaciones jurídicas. En los libros que integran la serie 'Mapa del tesoro', quiere visitar para su hijo la historia y la política, el arte y la música, la ciencia y la religión, y redescubrirle a don Quijote y a Shakespeare.

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