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Los reyes nunca mueren

A rey muerto, rey puesto, reza un refrán. Más científico y documentado que esta intuición popular, hay un clásico de la historia política y jurídica, Los dos cuerpos del rey de Ernst Kantorowicz. Estudia cómo, desde la teología, la teológica Edad Media inventó el concepto de que los reyes tienen dos cuerpos: uno mortal, de carne y hueso, y otro inmortal, desencarnado, espiritual y, si se quiere, fantasmático.

Esta construcción puede parecernos anacrónica pues ya, salvo excepción de alguna monarquía teocrática ajena a Europa, nadie reina en nombre de ningún dios y los monarcas se reducen a representar la unidad del Estado, quedando exentos de las tareas de gobierno, la legislación y la justicia, como en tiempos del absolutismo. Se podría decir que el rey es el primer funcionario del Estado, un profesional hereditario de la representación estatal, su principal personero. A menudo, para acreditar este perfil profesional, los monarcas se casan con mujeres plebeyas, reconocidas por su trabajo. Han prestado servicios concretos a la sociedad y ya no son las meras princesas que apenas recibían instrucciones protocolarias.

Se pueden revolver estas categorías a propósito de la muerte de la reina inglesa Isabel II. En efecto, sus funerales distan de ser un austero ejercicio de honra fúnebre. Tienen el empaque y la vistosidad de otros siglos. Se trata de un ceremonial que honra los restos de un ser humano que ha muerto: un duelo. Pero la pompa tiene algo de festivo. Y en esa dualidad tenemos, de nuevo, al maestro Kantorowicz.

En efecto, un rey o una reina tienen un doblez mítico que, más allá de toda mística más o menos mágica o teológica, sigue funcionando acerca no ya de la persona regia sino de la figura regia. De ahí que una sola letra, la que distingue lo mítico de lo místico, juegue a favor de lo primero. La familia regia es la figura mítica de la vida perdurable, una manera colectiva y litúrgica de matar la muerte. Por eso el funeral tienen tanto de congoja como de celebración, de finiquito y renacimiento, de despedida y bienvenida. Es el lado simbólico que anima las instituciones del poder, su personificación. Al Estado no se lo puede retratar. A un rey o a una reina, sí. Los vemos pimpantes, luego viejos, después muertos. Al tiempo, que todo se lo lleva tras haberlo traído, le oponemos la insistencia de una foto de familia, inmarcesible. A veces, de fondo hay una música​ igualmente memorable, por ejemplo la de Henry Purcell para la reina María o la de Paul Hindemith para Jorge V. Cosas de ingleses, eso de aquerenciar a los mejores músicos del mundo. Que para eso se siguen creyendo un imperio.

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Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")