El estudio de la traducción es ‒o debería ser‒ parte integrante del estudio de la literatura. ¿La razón para ello? Ya lo imaginan: la importancia de reconocer la necesidad de intermediarios antes de acceder a la cultura universal.
Muchos comentaristas cometen el error de fijar, más o menos arbitrariamente, la calidad de una pieza sin tener en cuenta al traductor. No diré que esto sea tan absurdo como alabar la dicción de un actor tras ver una película doblada, pero algo hay de ello.
La actividad del traductor es, a la vez, un consuelo y un remedio para quienes leemos a autores extranjeros. Al fin y al cabo, la internacionalización de un producto literario comienza por verterlo a otras lenguas. Pero precisamente por eso mismo, es llamativo que haya tantos reseñistas empeñados en ignorar ‒ay‒ la existencia de los traductores. Sobre todo cuando hacen bien su tarea.
No deja de ser un gesto de mediocridad, como si quisiéramos vivir la ilusión de que todos hablamos ruso, italiano o alemán, y no nos hiciera falta un intérprete dispuesto a desentrañar los misterios de esas lenguas.
Por otra parte, una mala traducción debe ser criticada, pero las traducciones que aportan transparencia al estilo original de una pieza, o que encuentran equivalencias felices entre dos idiomas, rara vez son alabadas.
Amelia Pérez de Villar es una admirable traductora, y por consiguiente, también sabe escribir de la mejor manera. Ambas virtudes se combinan en este ensayo, Los enemigos del traductor, en cuyas páginas aborda las dificultades, alegrías y contradicciones de ese oficio tan secreto y necesario.
Para cualquier amante de la literatura, leer este libro constituirá un descubrimiento. Las confidencias de la autora nos implican en los vaivenes de su profesión, pero lo interesante es que, a partir de ellas, desmenuza un proceso ante el que las sensaciones se rebelan: el traslado del arte (o de la emoción) de un idioma a otro. O por decirlo con palabras de Pérez de Villar, a otro plano de la realidad lingüística, con otro código y referencias.
Gracias a esta obra, comprendemos que una traducción bien afinada requiere técnica, estudio, empeño y disciplina. Sin embargo, el premio es pequeño. «Somos soldados de fortuna», reconoce la autora. «Un traductor literario no puede subsistir traduciendo libros, menos aún cuanto más elevada es la literatura que traduce». Las pruebas de esa injusticia, ya lo verán, están detalladas en el libro.
La precisión de Pérez de Villar al observar estas y otras facetas de su oficio es sensacional. Además, escribe aquí con la misma elegancia que ya ha demostrado como novelista, y por supuesto, como traductora de tantos y tantos libros.
Sinopsis
Los traductores han sido históricamente acusados de ser unos traidores. Si a los editores Goethe los enviaba directamente al averno, por ser hijos del diablo, aquellos siguen siendo condenados a un infierno peor: el del olvido. La novelista Amelia Pérez de Villar –a su vez traductora de James, Wharton, Kipling, Brontë, Stevenson y d’Annunzio– aborda en este apasionado e intenso ensayo una reflexión lúcida y comprometida con un oficio que, sin renunciar al rigor y la profesionalidad, considera artesano. No es una profesión apta para simples titulados en traductología –«el diccionario se queda siempre corto»–, sino para iniciados con horas de vuelo, para los que la vocación no deja de ser aliada de la experiencia, la sabiduría, el instinto y la cultura. Un trabajo oscuro, solitario y discreto, que hoy más que nunca, tras su reconocimiento legislativo, exige respeto y un pago justo. Soldados de fortuna, los traductores se enfrentan a múltiples enemigos: la invisibilidad; el permanente silencio de la crítica –apenas ocupa una línea citar al traductor–; la falta de reconocimiento, tanto profesional como social; el intrusismo; la inseguridad laboral; los ingresos exiguos; y hasta la tendencia al «aplanamiento» de ciertos editores.
El proceso de traducción nunca es recto, liso ni unívoco. En tiempos de velocidad desquiciada, el trabajo de traductor requiere tiempo, arqueología lingüística, y hasta investigación anticuaria. Con todo, aunque el traductor todavía sea en muchos casos un mal necesario, para muchos editores contar con un buen profesional es una inversión y una garantía de calidad. Estas páginas son un intento de dignificar esta profesión que tan dura es de aprender y de ejercer –reservada sólo a quienes le profesan amor y respeto, quienes sienten pasión por el lenguaje–, y sin la cual Babel nos ganaría la partida.
Amelia Pérez de Villar es escritora, novelista y traductora. Traduce habitualmente del inglés y del italiano para editoriales como Fórcola, Galaxia Gutenberg, Capitán Swing, Gallo Nero, Páginas de Espuma, Ariel, La Fuga, Tres Hermanas o Impedimenta.
Como escritora ha publicado prólogos, relatos y artículos en diferentes ediciones y traducciones, antologías y libros colectivos, como en Hijos de Babel (Fórcola, 2013), y en revistas y suplementos culturales, como Renacimiento, Litoral, Nueva Revista, Culturamas o El Cultural.
Para Fórcola, ha preparado la traducción, edición y notas de las antologías Crónicas literarias y autorretrato (2011), y de Crónicas romanas: la sociedad y la vida mundana de fines del Ottocento en Roma (2013), y del epistolario No dejaría nunca de escribirte. Cartas de amor a Barbara Leoni (2015), todos ellos de Gabriele d’Annunzio (1863-1938). Del inglés ha traducido Los enemigos de los libros (Fórcola, 2016), de William Blades.
En Fórcola ha publicado Dickens enamorado: Un ensayo biográfico (2012); las novelas El pulso de la desmesura (2016), y Mi vida sin microondas (2018); y el ensayo Los enemigos del traductor. Elogio y vituperio del oficio (2019).
Hasta mayo de 2019 ha sido Vocal de relaciones con los medios de comunicación de ACE (Asociación Colegial de Escritores).
Escribe en su blog DeLibrosydeHojas.
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