En 1951, Bruguera no es todavía el gigante editorial en que va a convertirse durante esta década y las siguientes. En el campo de los tebeos ha logrado estabilizar las ventas de su semanario Pulgarcito, igualando e incluso superando a las del veterano TBO. Con ánimo de abarcar a un público más adulto, acaba de lanzar la cabecera DDT, con colaboraciones de los habituales dibujantes de humor de la casa, prodigioso grupo de profesionales que marcan toda una época de la historieta española. Sin embargo en el campo de las colecciones de cuadernos no encuentra su sitio, cuando otras firmas han conquistado ya una buena parcela de fieles lectores de aventuras. Es un mercado que se le escapa; con la idea de obtener su parte de un pastel que se presume cada vez mayor, prueba suerte con dos lanzamientos casi simultáneos, los cuadernillos del Inspector Dan, personaje de reconocida fama y popularidad nacido en las páginas de Pulgarcito, obra de Eugenio Giner, y los episodios de piratas que un dibujante acreditado por la relativa fortuna comercial de sus anteriores creaciones para ediciones Toray ofrece al director artístico de la casa, Rafael González. Las pruebas que Juan García Iranzo presenta parecen satisfactorias y el primer número de El Cachorro aparece casi enseguida en los kioscos.
El éxito de la serie es inmediato. Publicada sin interrupción durante nueve años, el tiempo ha hecho de ella uno de los grandes clásicos del género. Pese a resultar un tebeo innovador en casi todos los sentidos, la creación de Iranzo demuestra conocer bien las apetencias del comprador que encuentra en cada fascículo aquello que va buscando: acción a raudales, triunfo del bien, iteración. Pero también, aunque tal vez el lector no sepa expresarlo, agilidad narrativa, habilidad en la urdimbre de las tramas, emoción en cada una de las viñetas. Y sin embargo El Cachorro es lo suficientemente rompedor entre la oferta de publicaciones que se hace al público como para que este lo hubiese rechazado sin comprenderlo.
En un panorama en el que el gusto hegemónico se decanta hacia el realismo épico, Iranzo ofrece un dibujo de líneas contundentes, de rasgos caricaturescos y en cualquier caso desentendido por completo de las tendencias dominantes en el mercado. Intencionadamente rehúye el concepto realista tan perseguido desde las premisas de una u otra escuela por la totalidad de los autores de cuadernos. Actitud única la de este artista, que le sitúa al margen de cualquier encasillamiento como explorador solitario de su particular camino estético.
La respuesta que el lector otorga a la creación de Iranzo anima a Bruguera a publicar otras series de cuadernos. La citada Inspector Dan (1951), aproximación al universo de terror gótico y enigmas criminales que habían caracterizado al personaje desde su nacimiento en las páginas de Pulgarcito; Bisonte Gráfico (1955), un intento frustrado de traspasar a la historieta los cada vez más codificados relatos western que tanto aprecia el público en su forma literaria, a cargo de varios profesionales de la casa, o Vendaval (1956), aventuras de ciencia ficción conexas con las tendencias del cine americano del momento, obra de Antonio Bernal y el guionista Víctor Mora.
Este hace algún tiempo que desempeña diversas tareas en Bruguera, de corrector a adaptador de relatos, guionista e incluso dibujante ocasional. Antes de terminar los episodios de Vendaval, emprende junto al veterano ilustrador Miguel Ambrosio «Ambrós» una saga destinada a obtener la máxima acogida entre varias generaciones de lectores: El Capitán Trueno.
Como el éxito le acompaña desde el momento mismo de su aparición, su eco se deja notar muy pronto en el resto de títulos de aventuras. Ya no es el hecho de que surja más de una imitación directa, cosa que no pasaría de la anécdota, sino que el modo de contar la aventura de Trueno se contagia rápidamente a todos cuantos títulos salen al mercado y termina por desterrar cualquier otra forma de narrar el cuaderno.
Cabe preguntarse dónde reside esa novedad, esa causa última de su extraordinaria acogida en un momento en que el lector de tebeos ha conocido ya cientos de colecciones anteriores de todo tipo. Héroes medievales se han prodigado por docenas, ¿por qué entonces este nuevo paladín cala de tal modo que impone su forma de concebir el medio a cuantas historietas seriadas aparecen después?
Dos de las dos grandes aportaciones del guion de Trueno son la introducción de lo fantástico y del humor, en una combinación hasta entonces inédita. Esto se produce desde los primeros ejemplares. La ubicación del héroe como un caballero cruzado consagrado a la lucha por los Santos Lugares se olvida enseguida, emprendiéndose de inmediato una serie de aventuras repletas de elementos fabulosos entre tribus africanas, castillos que ocultan en sus fosos pulpos gigantes, antiguos egipcios dedicados a fabricar momias con seres vivientes, sádicos lamas tibetanos… incluso, de forma más obviamente irreal, enanos que cabalgan en águilas, brujas con dragones o gigantes peludos que habitan en cuevas. Así lo explica en 1971 el mismo Mora: «El primer paso para aburrir al lector es aburrirse uno mismo cuando escribe el guion. Para evitarlo hay que cambiar: ¿Pasamos de África a la China? Pasamos. ¿De la magia a la ciencia ficción con los grandes robots tipo Brick Bradford? Pasamos… ¡Todo, menos aburrirse y aburrir!» (1).
Monstruos, prodigios y carnavalescas maravillas desfilan sin tregua, en una sucesión dramática que no da respiro al lector. El gusto por lo puramente imaginativo queda reflejado en los innumerables pueblos exóticos, reales y ficticios, con los que Trueno y sus amigos van cruzándose, de los Hombres Tiburones a los Vikingos Prehistóricos, pasando por los Hombres Lobo, las Amazonas chinas o los Adoradores del Murciélago. Tal querencia por el disfraz, la metamorfosis y la extravagancia lo emparenta con el folletín de los años treinta, del que rescata esquemas y lugares comunes dándoles nueva vida, otra demostración del poder del arquetipo y el lugar común a la hora de conectar con el público.
El profundo sentido de la justicia de Mora marca unos argumentos en los que la liberación colectiva aparece siempre como telón de fondo e intención última. Este enfoque social de la aventura viene a sustituir al melodramático, en el que las relaciones individuales entre los personajes se constituyen motor de la acción.
El público agradece este giro de 180 grados, que propicia una lectura más rápida y visual, en sintonía con unos tiempos que se quieren dinámicos y en los que los valores de sacrificio e inmolación de los primeros años del franquismo han sido reemplazados por una exaltación optimista de la técnica y el progreso.
Nadie como Ambrós para captar la esencia de esta historieta. Dibujante de criterio clásico, que apenas abandona los planos medios o generales, acierta como nadie a captar el gusto del lector. Ambrós se centra en la figura descuidando fondos y entorno, mas sabe cómo dotar a sus creaciones de una humanidad que trasciende su realidad de papel: demiurgo capaz de insuflar vida hace que la aventura discurra veloz ante la mirada fascinada y cómplice de su público. La resolución de las portadas es modélica y marca la pauta espectacular seña de identidad de la casa. El trazo dramático, su puesta en escena, la estilización expresiva hasta lo grotesco desmienten un afán de realismo academicista: Ambrós es de los que han entendido que la función del dibujo de historieta es narrar, y eso lo convierte en uno de los grandes en su campo. Su línea es pura y decidida, su dominio de la movilidad, inigualable, el manejo de la secuencia sabiamente funcional, eficaz en su misma sencillez.
Después de algún tiempo, el dibujante abandona Bruguera y el personaje es continuado por otros artistas, entre los que sobresale el trabajo sobrio y lleno de fuerza expresiva de Ángel Pardo.
Imagen superior. Aunque la censura prohibió el terror en los tebeos en 1951 , muchos creadores se las arreglaron para que monstruos y horrores siguieran presentes, como cuando el Jabato se enfrentó, poco después de estrenado el filme, con criaturas muy semejantes a las de la Laguna Negra. Será porque no ostentaba un rango militar que en el fondo me resultaba poco simpático, será por transcurrir sus aventuras en edad aún más misteriosa y antigua que el Medievo, será por su inicial condición de proscrito o porque Taurus siempre me gustó más que Goliath, el caso es que, aún amando mucho al Capitán Trueno, siempre preferí al Jabato. Obra maestra del tebeo aventurero e intrascendente, el único que a tales alturas sigue interesándome…
El filón económico que la serie representa anima a la editorial a intentar repetir su éxito: el mismo Mora se encarga, junto al veterano Francisco Darnís, de crear un personaje que sigue fielmente el esquema de El Capitán Trueno. El Jabato (1958) traslada la acción hacia un difuso Imperio Romano, susceptible de albergar toda clase de misterios y prodigios; la repetición de la fórmula —humor, fantasía, enigma, protagonismo grupal— se demuestra eficaz y prolonga la vida de este héroe durante años. Los mismos pasos siguen otras series de la casa, como El Cosaco Verde (1960), de Mora y Fernando Costa, que recrea eficazmente el mundo de Verne y Salgari en exótico periplo decimonónico, El Mosquetero Azul, de M. Gago y F. González Ledesma (1962) y otros héroes menores que no consiguen imponerse.
Capítulos anteriores
Cap. 1 La historieta española de 1951 a 1970
Cap. 2 Los cuadernos de aventuras en España
Capítulos siguientes
Cap. 4 Los cuadernos de aventuras de Ediciones Toray y la Editorial Valenciana
Cap. 5 Los cuadernos de aventuras de la editorial Rollán
Cap. 6 La editorial Maga y la evolución de los cuadernos de aventuras
Cap. 7 Las revistas de historietas: el caso del ‘TBO’
Cap. 8 Las revistas de historietas: la escuela Bruguera
Cap. 9 Las revistas de historietas: Editora Valenciana
Cap. 10 ‘El Coyote’, ‘El Capitán Trueno Extra’ y otras revistas de aventuras
Cap. 11 La historieta española entre 1966 y 1970. Perplejidades y mutaciones
Notas
(1) «Entrevista con Ambrós», por Antonio Martín, en Bang!, nº 5, Barcelona, 1971.
Copyright del artículo ‘La historieta española de 1951 a 1970’ © Pedro Porcel. Publicado previamente en ‘Arbor’, nº 187, con licencia CC y editado en ‘Cualia’ con permiso del autor. Reservados todos los derechos.