Las falsificaciones e imitaciones suelen conmover las más lucidas tardes en las salas de remate y anticuarios. La diferencia de precio entre lo auténtico y lo inauténtico es enorme y, en ocasiones, difícil de establecer.
Recientes peloteras de expertos sobre el Bosco y sus discípulos, que afectan a unas cuantas obras del maestro flamenco en poder del madrileño Prado, más un par de piezas colgadas en Navalcarnero, de las que apenas se sabe de cuándo datan ni quién las pintó, han merecido tratamiento mediático.
Los franceses cortaron por lo sano al descolgar de sus museos las telas dudosas o abiertamente apócrifas, poniéndolas en un Museo de la Falsificación (Contrefaçon) sito en París. Algunos falsificadores que hicieron carrera hasta que se conoció su habilidad, han merecido que sus tareas fueran ordenadamente expuestas. La eficacia de ciertos delitos ha de ser conocida y publicada y si no, léanse las biografías de tantos criminales, sin excluir entre ellos a unos cuantos hombres públicos.
Imagen superior: el falsificador de obras de arte Elmyr de Hory junto a Clifford Irving, autor de las falsas memorias de Howard Hughes, en el tráiler de «Fraude» («F for Fake», 1973), de Orson Welles.
Ahora bien: si prescindimos de pericias y demás pruebas, si nos situamos ante un objeto artístico como tal y nos gusta o nos disgusta, lo juzgamos mejor o peor hecho ¿importa realmente que las manos de sus supuestos autores hayan operado realmente sobre la tela, el mármol o la madera que observamos? ¿Qué diferencia esencial hay entre un “original” y una copia bien facturada? Pongo por caso la Gioconda del Prado, copia de época, diz que producida en el taller de Leonardo, por uno de sus aprendices y bajo su vigilancia. Francamente, pasa por “buena” aunque no lo sea y la única divergencia, aparte de que una fondea con paisaje y la otra no, es de carácter fetichista y reside en que el tacto leonardiano, el mástil del pincel que empuñó en el caso éste o aquel, “está” en uno aunque no se vea y falta en el otro aunque tampoco se vea.
Imagen superior: en 1945, Han Van Meegeren fue acusado de vender una obra maestra de Vermeer a los nazis. Para librarse de una condena a muerte por colaboracionismo y alta traición, Van Meegeren demostró que esa pieza era una de las numerosas falsificaciones que habían salido de su estudio. Para ello, en el plazo de tres meses, pintó un cuadro emulando de forma convincente el estilo de Vermeer. Lo tituló «Jesús entre los doctores».
Es sabido que grandes maestros como Rubens y Tiziano, que han dejado quilómetros cuadrados de pintura, pintaban ciertas partes de sus cuadros y dejaban el resto esbozado en manos de sus ayudantes. Entre los pintores de frescos la participación, dada la magnitud de las tareas, fue siempre normal. Nada digamos de las restauraciones y retoques que el tiempo obliga a cumplir, de modo que ante cualquier “autenticidad” solemos ver las huellas de muchas manos que en un plato y etcétera. La credulidad acaba por imponerse.
Dice Juan de Mairena o le hace decir Antonio Machado que poco importa si El burlador de Sevilla ha sido escrito por Tirso de Molina o por algún otro contemporáneo (no faltan especialistas que la atribuyen parcialmente a Lope de Vega) pues la obra es calderoniana por su naturaleza. Desde luego, su lectura no me ofrece dudas: quien la escribió es su autor. Invoco el código de Pero Grullo y admiro sus hallazgos.
Imagen de la cabecera: esta obra figuró en el catálogo del British Museum como un sarcófago etrusco del siglo VI a.C. En 1935 se confirmó que era una falsificación © Trustees of the British Museum.
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