No es fácil emocionarse ante objetos tan recios como unas botas. Por lo que yo sé, tampoco los poetas han prestado atención a este asunto. Y eso que no estoy pensando ahora en las otras dos acepciones de la palabra bota. A saber: «recipiente pequeño de cuero empegado interiormente, que tiene un cuello con brocal de cuerno o madera por donde se llena de vino y se bebe» y «cuba para guardar vinos y líquidos de otra especie».
Desde el punto de vista literarario, las tabernas y las bodegas son más acogedoras que las zapaterías. Sin embargo, al igual que sucede en los cuentos infantiles, resulta tentador calzarse las botas de siete leguas y explorar el mundo de las letras en busca de episodios que concentren su interés en este calzado.
En primer término, hemos de citar a Perrault, quien regaló en 1695 a una nieta de Luis XIV la obra Histoires ou Contes du temps passé o Contes de ma mère l’Oye, que incluía cinco de sus cuentos inmortales: Les Fées (Las hadas), La belle au bois dormant (La bella durmiente del bosque), Le petit Chaperon Rouge (Caperucita Roja), Barbe-Bleue (Barba Azul) y nuestro favorito, Le chat bottée (El gato con botas). Reeditado en 1697, el citado volumen se benefició con la añadidura de tres nuevos relatos: Cendrillon (Cenicienta), Riquet à la houppe (Riquete el del Copete) y Le Petit Poucet (Pulgarcito). Este último, por cierto, es el personaje que calza esas botas de siete leguas a las que, con mal disimulada envidia, aludíamos más arriba. Añadamos que en Der gestiefelte Kater (El gato con botas,1797), Tieck planteó una inteligente versión teatral de la historia homónima.
Pero dejemos el mundo de las narraciones infantiles, porque nuestra literatura también proporciona algún título en el que las botas cobran importancia. Pensemos en aquella novela menor que Rosalía de Castro dio a conocer en 1867: El caballero de las botas azules. Un soberbio músico español, Xavier Montsalvatge, nos legó una ópera que cabe en el mismo inventario, El gato con botas, compuesta en un acto y cuatro escenas allá por 1948.
No es infrecuente escuchar el modismo, un tanto desesperanzado, Morir con las botas puestas. Como es obvio, la frase alude a situaciones en las que la valentía se sobrepone a la conveniencia. Más de un cinéfilo relacionará esta expresión con el personaje histórico de George Armstrong Custer, muerto por los guerreros indios en la batalla de Little Bighorn el 25 de junio 1876. Una película de Raoul Walsh, Murieron con las botas puestas (They Died with their Boots On, 1941), contribuyó a difundir la figura de Custer y consolidó en el habla popular la frase que compone su título.
Muy alejado de la épica queda otro modismo: Ponerse las botas, esto es, «enriquecerse o lograr extraordinaria conveniencia». José María Sbarbi, autor de la Monografía sobre los refranes, adagios y proverbios castellanos (1891) y del Gran diccionario de refranes de la lengua española (1943), subraya que la frase en cuestión equivale a «sacar gran utilidad o provecho de alguna empresa». Así lo confirma el experto José María Iribarren, quien añade la opinión que deja Luis Montoto y Rautenstrauch en Un paquete de cartas de modismos, locuciones, frases hechas, frases proverbiales y frases familiares (1888). Según Montoto, «tómanse las botas como distintivo o señal del caballero que atesora riquezas, en oposición al zapato, calzado propio de las gentes pobres y de condición humilde».
Copyright del artículo © Guzmán Urrero. Esta es una versión expandida de un artículo que escribí, con el seudónimo «Arturo Montenegro», en el Centro Virtual Cervantes, portal en la red creado y mantenido por el Instituto Cervantes para contribuir a la difusión de la lengua española y las culturas hispánicas. Reservados todos los derechos.