Parece difícil que una teoría sobreviva a una refutación científica rigurosa, pero existe un truco al alcance de cualquiera y que han empleado con bastante éxito los psicoanalistas seguidores de Freud, los de su discípulo hereje Carl Gustav Jung, o el filósofo marxista Herbert Marcuse. El truco es asombroso por su sencillez: consiste en negar la validez de la ciencia como método de conocimiento «verdadero». Es sin duda la manera más sencilla de hacerse inmune a cualquier argumento que ponga en cuestión nuestras ideas desde un punto de vista racional y razonable, pues en eso debe consistir cualquier procedimiento científico: aplicar la observación y el razonamiento de manera sensata, confiable y meticulosa.
En definitiva, puesto que el psicoanálisis, los arquetipos y la complementariedad de Jung o la astrología no logran superar ese examen, la solución consiste en acusar a la ciencia de expresar un punto de vista burgués (Lucacks y Marcuse en política, Barthes en teoría literaria), o de servir a los intereses del patriarcado (Butler), o de conformarse con una visión demasiado práctica o «pragmática», «limitada y limitante», incluso «castradora», al conformarse la ciencia con el conocimiento «fáctico» pero sin alcanzar la «sabiduría», que ellos (freudianos, jungianos, butlerianos, frankfurtianos, estructuralistas y postestructuralistas) sí alcanzan.
El método no es tan nuevo como parece, porque ha sido empleado desde hace milenios por todas las religiones que han sido y que son. Todas ellas pretenden poseer un conocimiento superior, perfecto, pero (¡ay!), sus verdades reveladas, soñadas, imaginadas, «sentidas», a pesar de ser tan intensas y firmes, por alguna razón (que nunca se explica del todo) no pueden superar ninguna investigación confiable. Tampoco, por supuesto, son capaces de proponer predicciones que podamos observar o poner a prueba. La revelación de sus dioses se produce en lugares y momentos privados, como en un monte, en el caso de Moisés y Francisco de Asís, en el interior inaccesible de la conciencia, en una ráfaga mística o mediante una deducción que no es lógica ni científica, sino emocional. Ya sabemos que las divinidades y las potencias numénicas se tornaron insólitamente pudorosas hacia el año 600 antes de nuestra era, coincidiendo (¡oh, casualidad!) con el surgimiento en China, la India y Grecia de pensadores que intentaron explicar este mundo sin recurrir a «otro mundo». Dos milenios más tarde, el truco sigue empleándose para silenciar, despreciar o menospreciar cualquier crítica o razonamiento que proponga poner a prueba de alguna manera las arbitrarias y ambiciosas intuiciones intelectuales de los adeptos a esa clase de conocimiento superior llamado «sabiduría».
Imagen superior: Carl Gustav Jung.
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