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La divina partícula

La cuestión de lo divisible material es clásica en la historia del pensamiento. A los griegos se les ocurrió pensar el atomismo, entender que la materia es divisible hasta cierta medida en que resulta indivisible. Se la dio por supuesta y se la llamó átomo por denominarla de alguna manera. De lo contrario, una partición indefinida daría al traste con la compactidad constante de nuestro mundo. Las cosas se problematizaron cuando se descubrió que los átomos son divisibles y que sus divisiones dan lugar a las subdivisiones que llevaron a los dos extremos lógicos: o bien la materia es un pozo sin fondo o ha de haber un sustento indivisible que le otorga identidad. Desde luego el panorama se sutilizó. Se descubrió que lo que llamamos materia o sustancia es en verdad una concentración de energía que deviene masa. Los cuánticos afinaron más. La compactidad de las cosas –esta máquina que me ayuda a ayudar a las palabras que me ayudan– consiste, en rigor, en una suerte de parpadeo energético, de intermitencia que nuestros sentidos perciben como secuencia compacta.

Estas consideraciones tienen su explicación especializada. Los legos como el suscripto la ignoran pero, en cambio, pueden fascinarse con las hipótesis y discusiones que engendran. Por el ejemplo: es fascinante que nuestras certezas sensibles sean, en verdad, abismales o que el mundo resulte ser una suerte de titubeo tembloroso de energías. En uno de los extremos aparece o se torna ineludible el fundamento o punto de partida de la mayor suposición de nuestra inteligencia: el universo. Hubo un gran Bang!, tal vez dos o tres sucesivos,  pero si como dice un poeta, Paul Valéry, cuando algo comienza, algo termina, entonces ¿qué había antes no del estampido primigenio? Una respuesta religiosa es que había nada y que en esa nada el Creador se echó a crear. Bien, pero la ciencia no puede contar con Su Ayuda.

El reventón fue gaseoso, un núcleo atómico, concentrado, y dio lugar a otro gas que el existente y así se organizó una corta familia de elementos que se fue complicando en plan universal. Y vaya que se ha complicado con sus 22.000 millones de galaxias. Una nueva fascinación produce ver que de unos comienzos más bien simples y pobretones haya surgido la complejidad de lo que somos. La fórmula es que cualquiera objeto como la nube que vimos pasar hace diez minutos, la isla de La Toja, tu cuerpo y el mío, una  mosca que acaba de nacer en Ámsterdam, etcétera, están compuestos por esas ínfimas partículas divisibles y dotadas de masa que explican el proceso de existencia, desarrollo y permanencia del universo. Unas provienen de otras, intercambian sus energías, se asocian o se disocian y así se mantiene lo que logra mantenerse. Si la película se pasa del revés, marchando hasta el comienzo, surge otra vieja pregunta acerca de la originalidad de la faena. Las queridas partículas provienen de otras igualmente queridas pero si hubo un principio, necesariamente, alguna debió carecer de antecedente, estar allí cuando no había ningún otro anterior.

Estas inquietudes, que parecen ejercicios del ocio filosófico, dieron lugar a tareas científicas. La más llamativa, que algunos consideran la mayor de la humanidad, la propuso, en un ejercicio de física teórica, luego confirmada por un acelerador de partículas, Peter Higgs, fallecido en abril de 2024. El bosón de Higgs es, justamente la partícula que no depende de otras y de la cual dependen las otras. Es decir: alguna vez que podríamos llamar, a secas, La Vez, esta partícula dio señal de partida a las otras incontables partículas del universo. Hay quien corrigió la figura y habló de la Partícula de Dios pues cuando nada había, estaba ya Él quien, a lo largo y ancho de la nada, creó lo largo y lo ancho, la luz y la tinieblas y alguna que otra cosa. Higgs se opuso a esta metáfora porque mezclaba la ciencia con la teología, mellando la autonomía de ambas y provocando interferencias insanas. De todos modos, vista desde el pabellón de los legos, donde habita el suscripto, la metáfora honra al hombre de ciencia, justamente porque se apunta al hecho de que si hubo un comienzo nuestro universo no es eterno sino que cuenta con partida de nacimiento. Por ello, es  muy probable que  alguna vez termine y desaparezca. No hay prisa. Tampoco la hubo cuando empezó todo y se dio a conocer la divina partícula. En fin, por cierto y valga el lugar común: alguna vez tenía que ser la primera vez.

Copyright del artículo © Blas Matamoro. Reservados todos los derechos.

Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")

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