En la ciudad de Nueva York, a un saxofonista clásico al que conozco le pidieron que tocase en vivo para un evento en una tienda grande y exitosa, que vende computadoras, teléfonos y otros equipos electrónicos.
El evento estaba destinado al lanzamiento de un producto, y los dueños querían algo innovador. El saxofonista se interesó por la propuesta. Pero el representante de la tienda le aclaró: «No hay presupuesto». Al músico se le pedía que tocara gratis, rodeado por las máquinas que están destruyendo su profesión.
Se ha prolongado durante años este debate sobre el futuro de la música bajo el impacto de la tecnología, cifrado especialmente en las descargas digitales y el streaming, y por supuesto, en la sustracción de miles de millones de dólares de cada sector de la industria musical. Me propongo ofrecer algunas reflexiones al respecto, porque me parece que ahora se está alcanzando un punto decisivo. La amenaza a la música profesional se está agudizando.
¿Por qué deberías creerme? Al fin y al cabo, soy un filósofo, no un músico de oficio. Pero también soy un observador próximo a la música profesional, a través de mi mujer (que se dedica a la música clásica) y sus colegas. (Lo aclaro: gracias a esta conexión, tengo un gran interés en el tema).
Las profesiones musicales han estado bajo tensión durante décadas, pero creo que el momento presente es especial. Muchos artistas e intérpretes están abandonando el sector o se están alejando del profesionalismo. El trabajo a tiempo parcial es cada vez más común. Lo ideal sería que fuese un trabajo relacionado con la música, pero no siempre es así. Con suerte, se trata de un empleo que a uno le da tiempo para seguir tocando.
Aquellos que ya abandonaron el oficio aún tenían cierta esperanza en los últimos años («Tal vez iTunes salvará el negocio… Tal vez un servicio de streaming comenzará a pagar dinero de verdad…»). Pero esto parece improbable. En cambio, a los artistas se les pide, cada vez más veces, que toquen a cambio de eso que, de forma eufemística, se llama «visibilidad», como en el caso del saxofonista del que hablé al comienzo.
La música como tal no se encamina a la destrucción, pero está siendo modificada, y algunas cosas valiosas se van perdiendo. Por eso, en la medida de mis posibilidades, quiero difundir esta situación.
Muchos cambios se deben a la tecnología, y en parte no hay vuelta atrás. Pero esas alteraciones también dependen de hábitos y decisiones, y por tanto, podemos reflexionar sobre ellas e incluso cambiar de rumbo. En este sentido, el punto de vista de un filósofo que vive cerca del problemático ecosistema de la música podría desempeñar un determinado papel. Si vamos a mantener la profesionalidad en este sector, debemos al menos saber qué está sucediendo. Y cambiar las cosas podría no ser tan difícil como parece.
Imagen superior: entrevistado en el diario ABC a propósito de su libro Cómo dejamos de pagar por la música, Stephen Witt decía lo siguiente en 2016: «Steve Jobs convenció a las discográficas para desvincular el single del álbum. Esto, por encima de cualquier otra cosa, los mató. Durante años han obligado a los consumidores a pagar por una docena de canciones cuando solo querían una. Nunca se recuperarán de esto (…) Antes de los años 2000 mi presupuesto anual para música pasó de cientos, e incluso miles de dólares, a prácticamente nada, y esta experiencia la compartió una generación entera. (…) La gente no tiene una opinión positiva de los ejecutivos de negocios en general, pero la industria musical está especialmente denigrada. Al hombre relacionado con el disco se le veía como un parásito artístico, un sofocador de la creatividad y un estafador financiero. Curiosamente, los editores de libros no tienen esa reputación, aunque el modelo de negocio es idéntico. Así que mucho de aquello estaba basado en conjeturas incorrectas».
Creadores amateurs, profesionales no remunerados
Cada campo creativo opera a través de una interacción entre dos áreas de comportamiento. Los roles se modifican, en cada caso, por peculiaridades de la costumbre y del mercado. Esa dualidad básica obedece a dos impulsos: hacer y consumir, escribir y leer, interpretar y escuchar. Entre estos roles, tenemos a los intermediarios que transmiten, publican y editan. Si nos fijamos en el lado práctico, las artes escénicas (música, teatro, danza) también involucran más pasos que la creación literaria o las imágenes.
En ambos puntos (producción y consumo), se producen constantes cambios a causa de la tecnología. En los últimos años, la tecnología ha generado transformaciones para bien y para mal, y lo ha hecho en casi todos los campos creativos. Deteniéndonos en el lado positivo, una novedad generalizada ha sido el diluvio de creatividad amateur. La fotografía, como sucede con Instagram, es el ejemplo extremo. De hecho, un gran número de personas que antes sólo consumía contenidos ha pasado a crearlos. Comparemos esto con las décadas, no muy lejanas, en las que la gente se limitaba a sentarse frente al televisor. Conviene celebrar esta novedad porque, a buen seguro, está generando mentes más ágiles y creativas. Sin embargo, el aspecto negativo es el retraimiento cultural de la voluntad a la hora de apoyar a los profesionales que están haciendo algo diferente de los aficionados.
En el mundo literario, el aluvión de trabajo amateur ha desafiado el anterior equilibrio entre productor y consumidor, y en un momento dado, la escritura profesional dio la impresión de correr un mayor peligro que la música, a medida que la tecnología avanzaba a toda velocidad. Pero ahora no es así. El formato tradicional de la industria literaria, el libro, da muestras de resiliencia. En todo caso, la escritura es un campo donde el trabajo artesanal de alta calidad no es mucho más costoso de producir que el trabajo de baja calidad. Puedes pensar que estoy equivocado al ser tan optimista con la literatura, pero por muy malas que sean sus perspectivas, la música lo tiene mucho peor.
Nuevos comportamientos
En el caso de la música, la amenaza no proviene tanto de la creatividad amateur como de las nuevas costumbres del consumidor, y de los nuevos negocios que median entre los creadores e intérpretes y los oyentes.
Cuando enseñaba en Stanford a fines del siglo pasado, solía charlar antes de mis clases sobre música. Me interesaba saber qué compraba la gente. Recuerdo que, antes de una clase en particular, hice esa pregunta y descubrí que ningún alumno había adquirido nada desde hacía tiempo.
Varios estudiantes me miraron un poco incómodos, pero algunos estaban encantados de su actitud. Esto ocurrió alrededor de 2000, la era de Napster, la primera plataforma de intercambio de archivos que despegó en las universidades estadounidenses. Esta novedad tecnológica impulsó un cambio en los hábitos. Desde el momento en que los oyentes no tuvieron que pagar grandes catálogos musicales, se volvieron reacios a pagar en general, incluso después de que Napster cerrase en su primera versión. De ahí en adelante, la tecnología se desarrolló todavía más para generalizar esos cambios conductuales.
A la simple devaluación de la producción musical le acompañó un paulatino desplazamiento de la música a un segundo plano. Gracias a la tecnología, la música se ha ido convirtiendo en un sonido de fondo, y las personas se han acostumbrado a ello: la música es, cada vez menos, un foco natural de atención. Eso genera mercados para el sonido de producción muy barata. En gran medida, la música popular de hoy se hace en una computadora portátil, con un cantante o dos, y sin banda de instrumentistas.
A medida que los sonidos de este tipo se convierten en la norma, tiene aún menos sentido sentarse y escuchar de forma atenta. En suma, hay una retroalimentación descendente, y en espiral, entre los modos de producción, reproducción y escucha.
Entre los ajenos al gremio, se suele suponer que hay un ajuste en curso y que el dinero está volviendo a aflorar. A veces, aparecen signos prometedores, pero se desvanecen o son aplastados por un nuevo problema. Por ejemplo, un desarrollo importante en los últimos años, YouTube, se ha convertido en un auténtico monstruo. Cuando YouTube transmite música, paga menos a los artistas que servicios como Spotify. Y lo cierto es que, en la actualidad, YouTube domina la escucha online.
En 2015, David McCandless elaboró un resumen gráfico de cuánto dinero ganan los músicos a través de varias plataformas en línea. Uno de los cálculos que elaboró nos permitía ver cuántas reproducciones de una canción se necesitarían, en una plataforma determinada, para que un artista obtuviera lo que entonces era el salario mínimo mensual en Estados Unidos (1.260 dólares / 1.020 euros).
En Spotify, un artista que hubiera firmado con una discográfica (y que, por lo tanto, compartiera ingresos con ella) necesitaría un millón de reproducciones por mes. Si se tratase de un artista independiente, requeriría 180.000 reproducciones. Así pues, en YouTube se necesitarían 4 millones de reproducciones a lo largo de un mes, en caso de pertenecer a una discográfica, y 700.000 siendo independiente. Atención: no hablo de 4 millones de reproducciones para tener una vida digna, que compense años de práctica, sino de 4 millones de reproducciones para alcanzar el salario mínimo.
Uno de los resultados de todo esto es la reactivación de los espectáculos en vivo, y el redescubrimiento por parte de algunas audiencias de cuán diferente es la música en directo de los sonidos producidos a bajo precio que nos rodean. Pero a medida que más y más músicos toman este camino, surge una nueva presión a la baja sobre el dinero.
Imagen superior: Suzanne Vega tiene cerca de 60 años y aún realiza giras para ganarse la vida.
Suzanne Vega, cantante y compositora de los 80 y los 90 escribió lo siguiente en 2014: «En este momento, debo competir con mis héroes musicales, con mis compañeros y con todos los demás». Es probable que Vega, próxima a cumplir los 60 años, no imaginase que iba a estar de gira continuamente sólo para ganarse la vida. La música en vivo es maravillosa, pero es un camino duro, que solo funciona financieramente para algunos estilos. No debería ser el único medio para que un artista pague sus facturas.
¿Qué hacer?
Entonces, ¿cómo podemos proteger el oficio del violonchelista, el compositor o el guitarrista? ¿Cómo preservar la profesión de alguien que trabaja todo el día para practicar esta actividad, y que además lo hace a un nivel superior al que cualquier aficionado puede alcanzar?
¿Queremos que estas personas existan? Seguramente sí. Queremos personas que dediquen el tiempo necesario para interpretar el material más difícil, y generar obras en la medida de lo posible. Pero entonces esos músicos tendrán que ser pagados. Una opción es que se les retribuya a través de subsidios y programas gubernamentales, pero no es saludable que el arte dependa demasiado de la burocracia, con su carga de vulnerabilidad política, sobrecoste y posible manipulación.
En cambio, tenemos que impulsar conductas individuales y descentralizadas, que empujen las cosas en la dirección correcta. En definitiva, se trata de buscar maneras para ser parte de la música de una manera no parasitaria.
(Puede que ahora te preguntes si escuchar la radio en los viejos tiempos no era parasitario. No, la radio era parte de una mezcla que funcionaba. La escuchabas de forma gratuita, y te ofrecián una música familiar y también novedades, con publicidad intercalada. Podías escuchar discos recientes y luego comprabas algunos de ellos. Hoy podemos escuchar todo libremente, sin adquirir nada.)
En 2015, cuando se lanzó el álbum 25, de Adele, ella evitó los servicios de streaming durante muchos meses. Un artículo del New York Times publicado por aquellos días señalaba que Adele parecía haber «animado a millones de clientes que consideran la compra de una obra como un signo de devoción y apoyo» para un artista.
«Se muestra respeto al comprar una canción, en lugar de simplemente reproducirla por stream«, decía un seguidor citado en dicho artículo, Carlos Villa. «Reconozco el trabajo que pones en esta canción, y te valoro por eso». Me dirijo aquí a Villa para decirle que, en el mundo de la música, es más apreciado de parece, y que su postura merecía una respuesta muy afectuosa.
Casi por las mismas fechas, un redactor del New Yorker señaló que Adele había puesto a los suscriptores de los servicios de streaming en un «dilema», al mantener su álbum al margen. Y era un dilema porque aquella grabación acabaría eventualmente en el stream, lo que venía a suponer «un intento de hacernos comprar la música dos veces».
Consideremos el costo que implica ese «dilema». Un álbum de hoy cuesta alrededor de once dólares (8,9 euros) a través de una descarga, cuesta un poco más como CD. En el apogeo de la música popular, por ejemplo en 1980, el coste de un disco era quizás el mismo, en torno a once dólares. Pero dada la inflación, esos once dólares de 1980 equivalen a más de treinta dólares actuales. La compra de un disco en aquel entonces era algo que uno debía pensar cuidadosamente. Ahora un disco viene a costar lo mismo que una bebida o dos en un bar.
A veces, mis estudiantes, mientras atiborraban sus computadoras con descargas no autorizadas, solían decir: «La información quiere ser libre». Ya no escucho tanto esa frase, tal vez porque la gente ha empezado a darse cuenta de que podría traducirse mejor así: «Todo tipo de actividades que fueron esenciales en la formación de la cultura occidental (tocar y componer música, escribir poesía, etc.) pronto dejarán de ser profesionales». Empieza a reconocerse el problema, y nos damos cuenta de la locura que subyace bajo ese eslogan, que superficialmente parece tan atractivo. Ahora bien, ¿cómo podemos redirigir las fuerzas que ya se han liberado?
El futuro dependerá de la interacción entre la tecnología y el comportamiento, de modo que esas «fuerzas de reorientación» son, en gran medida, un cambio de hábitos en nuestro uso de los dispositivos tecnológicos. En el pasado, había pocas formas de escuchar música, y encajaban todas ellas en una economía que hacía viable el profesionalismo. Ahora todos tenemos más opciones en nuestro modo de actuar. Lo que quiero hacer aquí es alentar a la gente a que piense en esas posibilidades.
Si te gusta una pieza de música, hazte las siguientes preguntas: «¿Obtendré algún beneficio si tengo una copia? ¿Es solo la inercia lo que me impide adquirirla? ¿Disponer de ella supone alguna ventaja frente a depender de Internet todo el tiempo?»
Quizás creas que esas cosas realmente no cambian nada. Mi respuesta es esta: compra algo de música de todos modos. Suena a caridad, como si yo suplicara en nombre de los artistas, pero tengo en mente algo distinto.
Imagen superior: En palabras de Mark Goldstein, experto en la industria de la música en la Universidad del Sur de California, «lo que Spotify muestra es que es muy difícil tener un mercado masivo de gente que paga por ella. Si tu negocio depende de que la gente pague, tu no negocio es viable». Según Goldstein, Spotify tiene el reto de explorar mejor otros modelos de ganancia, entre los que menciona sacar dinero de la información de los usuarios que comparte con anunciantes y casas discográficas» (BBC Mundo, 3 de abril de 2018).
No lo veas como un acto caritativo. Piensa en ello como si fueras a votar. La votación es un comportamiento en el que la mayoría de nosotros participamos, a un cierto coste, porque queremos conseguir un efecto, incluso pequeño, en lo que sucede en la política. Incluso si obtenemos resultados insignificantes, queremos expresar nuestras preferencias. Queremos estar de un lado o del otro, y si nuestro candidato gana, podemos identificarnos con lo que sucederá después.
Adquirir música en este momento equivale votar por un cierto futuro: por un sistema que mantendrá la música profesional en generaciones posteriores.
Siempre que escuches una canción en streaming, y te guste y en lugar de comprarla vuelvas a reproducirla, especialmente en YouTube, estarás depositando un voto en contra de la futura existencia de los músicos profesionales.
No es un voto por la inexistencia de la música en sí, sino un voto por la pérdida del oficio. Estas votando para que no suponga ninguna diferencia el hecho de que haya personas ensayando durante seis horas al día, y pasando meses en un estudio, convirtiéndolo en su proyecto de vida para hacer bien las cosas.
No sé lo que te gusta ‒Adele, Kendrick Lamar o Iannis Xenakis, es lo de menos‒. Pero al margen que cuáles sean tus preferencias, vota para que esta profesión continúe existiendo.
N. del E. (2021)
Según Anna Nicolaou, «parece que Internet puede resucitar el negocio que casi destruyó. (…) Era muy difícil saber cómo la industria discográfica podría conseguir los mismos resultados que tenía en la década de 1990 antes de Napster, cuando el mercado estaba dominado por las ventas de CDs. Pero ahora con un pago mensual una persona puede tener 30 millones de canciones en una aplicación en su smartphone, su tableta o su ordenador, lo que hace que canciones de artistas como Drake se escuchen miles de millones de veces. Las canciones del rapero canadiense se escucharon en streaming más de 4.700 millones de veces en Spotify el año pasado. Su discográfica Universal Music está encantada con estas cifras, ya que recibe royalties de Spotify cada vez que alguien escucha una de sus canciones. Artistas como Drake contribuyeron a que los ingresos de Universal por streaming ascendieron a 1.100 millones de dólares en los primeros nueve meses, suficiente para compensar la caída de las ventas de las descargas digitales y de CDs (…) Cuando Napster irrumpió en la industria discográfica en 1999, las discográficas lucharon contra ella en los tribunales pero no consiguieron crear un modelo viable para combatir al servicio musical ilícito que crecía en Internet. Sin embargo, un pequeño grupo de ejecutivos consideró que la distribución digital era una posible cura para la industria, ya que podría ser controlado: si a las personas se les diera acceso digital a la música que querían, pagarían por ello» (Expansión, 21/01/2017).
En palabras de Per Roman, cofundador y socio director del banco de inversión especializado en tecnología GP Bullhound, «la próxima generación de consumidores –que ahora tiene entre 13 y 15 años– da pistas sobre lo que viene. Según IFPI, [en 2018] el 85% escucha música en streaming. Un 72% de los españoles en esa franja de edad lo hace a través del teléfono, comparado con el 65% en 2016. Un problema para la industria es que muchos jóvenes utilizan la versión gratis de YouTube como principal canal, un servicio que da poco dinero a artistas y discográficas: YouTube genera un dólar al año por usuario, 20 veces menos que Spotify. YouTube supone el 46% del consumo de música bajo demanda entre los jóvenes (…) Como artista, ¿tiene sentido ceder tus derechos creativos a una discográfica cuando puedes percibir gran parte de ellos directamente de la plataforma? Las discográficas tendrán que hacerse más pequeñas y ágiles, y dedicar más recursos a la búsqueda y desarrollo de talento. También tendrán que mejorar en la interpretación de datos, a costa del marketing y la estructura. Deben avanzar en su propia transformación para ser verdaderamente disruptivas» (Cinco Días, 06/09/2018).
«Sesenta millones de canciones y casi dos millones de títulos de podcast ‒escribía Mario Escribano en 2020‒. 320 millones de usuarios en 92 países, de los que 144 son de pago. Más de 4.000 millones de listas de reproducción. Son cifras astronómicas que podrían indicar que un negocio va viento en popa, pero nada más lejos de la realidad cuando se trata de plataformas digitales como Spotify que, desde su fundación hace 12 años, solo ha dado pérdidas, con la salvedad de un trimestre de 2018. (…) Las pérdidas de Spotify hay que ponerlas en el contexto del llamado capitalismo de plataformas, que no funciona bajo las reglas de rentabilidad tradicionales, sino mediante inversión para, en expectativas futuras, dominar el mercado de la música en streaming, aunque suponga perder dinero durante un tiempo. Por eso, y pese a los balances negativos acumulados, Spotify sigue haciendo grandes inversiones. (…) Pagar para ser escuchado. Algo que, de nuevo, solo está al alcance de los más grandes. La falta de transparencia sobre los acuerdos de Spotify con las grandes discográficas, incluso con artistas que negocian individualmente, es otro de los puntos que sirven para aumentar la sospecha. Sobre todo, teniendo en cuenta que entre los accionistas están dos de las tres principales compañías, Universal y Sony. La primera es, a su vez, propietaria de casi la mitad del catálogo de Spotify y este verano firmó un acuerdo que le llevó a dispararse en bolsa, pese a que no trascendieron los detalles. Warner, la otra gran multinacional del sector, también fue accionista hasta 2018″ (El Confidencial, 06/12/2020).
Sobre el autor:
Peter Godfrey-Smith es profesor de Filosofía en Universidad de la Ciudad de Nueva York (CUNY). La esposa de Peter Godfrey-Smith es una música profesional que también dirige un pequeño sello discográfico, Phosphor Records. Godfrey-Smith ayuda a gestionar y financiar este sello. Ambos recibieron fondos del Consejo Australiano de las Artes en 2009 para un proyecto conjunto en el que se encargaron nuevas obras musicales («The Origin Cycle»). Su esposa recibió fondos del Consejo Australiano de las Artes para otros proyectos.
Imagen superior: Pixabay.
Copyright del artículo © Peter Godfrey-Smith. Traducción de Guzmán Urrero. Artículo publicado originalmente por The Conversation y publicado en Cualia con permiso de sus editores. Lea aquí el artículo original.