No es difícil adivinar cuál fue el motor de este proyecto de Ibáñez Serrador. La residencia es un título muy ilustrativo para comprender cómo la personalidad de un director condiciona los proyectos que le ofrecen. Sin duda, la herencia de Historias para no dormir resuena en todas las decisiones de la película. Con los mismos elementos, este pudo ser un episodio de dicha teleserie, y sin embargo, hablamos de una de las mejores películas de género fantástico rodadas en nuestro país.
Como todas las buenas narraciones de terror, La residencia es una experiencia sensorial. Chicho hace fácil lo difícil: buena elección de los valores de plano, encuadres elegantes, movimientos de cámara fluidos… Pero quizá lo más importante no sea la sintaxis de la película, sino su constancia a la hora de agradar al público en todos sus apartados.
La compañía productora, Anabel Films, sabía que el realizador, gracias a su fama televisiva, era una garantía en la taquilla. Las condiciones del lanzamiento fueron muy nítidas: para justificar la generosidad del presupuesto, Chicho debía rodar una película de terror vendible en el extranjero. Y para eso necesitaba ser audaz y conservador a partes iguales.
Aquí no hay fórmulas mágicas, pero sí una receta bien pensada. Partiendo muy libremente de un cuento de Juan Tébar, «Dulce, queridísima mamá» ‒que no fue publicado hasta 1981‒, Ibáñez Serrador emprendió el proceso de escritura. No tenía el menor sentido apartarse de Historias para no dormir, así que el armazón iba a ser, casi por obligación, un relato de suspense con un desenlace impactante.
A lo largo del proceso de pulido y reescritura, afloraron las referencias predilectas del director y del propio Juan Tébar. El eco de Charles Dickens, por ejemplo, se advierte en esos personajes sobre los que pesan las injusticias típicas del siglo XIX. La ambientación gótica nos conecta con los éxitos de Hammer Films, pero también con producciones españolas como El clavo (1944), de Rafael Gil.
La mansión donde sucede todo remite a Rebeca (1940), de Alfred Hitchcock, o a Suspense (The Innocents, 1961), de Jack Clayton. Y el eje dramático ‒un joven solitario, obsesionado por una madre tóxica‒ nos lleva, casi sin pensarlo, a Psicosis (1960).
Por su parte, las jóvenes internas de la residencia repiten el juego de represión y dominación típico de los internados cinematográficos. Sin duda, Chicho pensaba en Muchachas de uniforme (Mädchen in Uniform, 1931), de Leontine Sagan y Carl Froelich, y sobre todo en su remake, Corrupción en el internado (1958), de Géza von Radványi, protagonizado por Romy Schneider y Lilli Palmer. Ese detalle explica que esta última sea, oportunamente, la protagonista y el reclamo comercial de La residencia.
En ocasiones, se ha querido relacionar esta película con el subgénero de «mujeres encarceladas» (women in prison films, o WiP films), al estilo de La cárcel caliente (Caged Heat, 1974), de Jonathan Demme. Es cierto que aquí nos topamos con todos y cada uno de sus tópicos: la chica inocente que es maltratada por sus compañeras, los toques de fetichismo, y desde luego, la tensión morbosa entre las reclusas y sus guardianes. Sin embargo, Chicho rueda su película cuando aún no se ha difundido la cinta que impulsó los WiP, 99 mujeres (99 Women, 1969), de Jesús Franco. Y además, es poco probable que recordara antecedentes más lejanos, como Sin remisión (Caged, 1950), de John Cromwell, So Young, So Bad (1950), de Bernard Vorhaus, o Women’s Prison (1955), de Lewis Seiler.
Pese a que el clasicismo formal domina el lenguaje del film, creo que Ibáñez Serrador no era ajeno a ciertos estilemas de la época, que en los años siguientes triunfaron en el giallo italiano. Pienso, por ejemplo, en el modo en que congela la imagen y emplea el zoom o la cámara lenta para detallar los asesinatos.
El reparto internacional obligó a que la película se distribuyera doblada, pero eso no impide alabar la eficacia de las intérpretes. Cristina Galbó consigue que su personaje, Teresa, inspire simpatía y compasión, sobre todo cuando se ve sometido por fuerzas superiores a él. Desde el momento en que Teresa es internada en esa especie de reformatorio, ya sabemos que sus compañeras, todas ellas problemáticas, no se lo van a poner nada fácil.
Lilli Palmer está impecable como Madame Fourneau, la despiadada directora del centro. La altivez y la malicia que muestra en la mayoría de las escenas tiene su contraste en los momentos que comparte con su hijo, Luis (John Moulder-Brown), un adolescente endeble, solitario y sobreprotegido. El final de la película, atroz en todos los sentidos, dependerá de ambos.
Como contrapunto al personaje de Teresa encontramos a la sádica Irene, bien interpretada por Mary Maude, que va a resultar esencial en el último tercio de la película.
Otro personaje más es la claustrofóbica mansión donde todo sucede, elegantemente fotografiada por Manuel Berenguer. Para los exteriores, se empleó el Palacio de Sobrellano de Comillas, en Cantabria, y los lujosos e intrincados interiores son obra de un decorador de primera fila, Ramiro Gómez.
¿Qué más puedo decirles? Por estas y otras razones, me entusiasma La residencia. Una película con una vocación gozosamente comercial, que hace lo imposible por agradar al espectador, y que al mismo tiempo, aún nos sirve hoy para explicar con elegancia las claves del género del terror.
Sinopsis
La señora Fourneur es la directora de una residencia para señoritas. Sus estrictos métodos no son del agrado de las alumnas; de hecho, tres se han fugado recientemente, sin que se haya vuelto a saber de ellas. Cuando Teresa llega al internado, pronto se entera de cuáles son las normas y del control que sobre las chicas ejerce Irene, una despiadada jovencita que se ha convertido en la predilecta de la directora. En el edificio también vive Luis, el hijo de la directora, quien se ve en secreto con una de las chicas, huyendo de la sobreprotección de su madre. Además, Luis suele espiar a las alumnas, pese a las reprimendas de su madre.
Texto de Narciso Ibáñez Serrador incluido en la promoción del estreno
“Tras quince años de dirigir televisión, realizo mi primera película. Todo fue puesto en mis manos: elección del tema, elenco, un equipo de magníficos profesionales con los que ‒si continúo haciendo cine‒ desearía rodar siempre, semanas de rodaje, medios de producción. Todo. Todo me fue otorgado. Pero también una consigna: ‘Hagamos una película que pueda ser vendida al extranjero’. ¡Ahí es nada! Sé que, por considerarse que mis programas de televisión se apartan un poco de los normales, muchos esperarían encontrar en La residencia formas nuevas, inconformismo, rupturas de viejos moldes… Lamento desilusionarles: nada de eso hay en mi película. Mi propósito fue que, a lo largo de sus tres mil y pico metros, el público olvide que tras la cámara hay un director. He querido narrar el tema de forma correcta, hasta clásica, en el sentido peyorativo con el que hoy se habla de clasicismo en el cine. En una palabra: con ésta, mi primera película, intento adjudicarme el honroso calificativo de profesional. En cuanto al guión, mi fiel y eterno colaborador Luis Peñafiel (1), basándose en un relato de Juan Tébar, decidió esta vez que el terror y el suspense sirviesen sólo de telón de fondo a una serie de planteamientos psicológicos, con la intención de que La residencia fuese algo más que una película de miedo. Sé que pongo en juego quince años de televisión. Tengo miedo y dudas y nervios. Puede que continúe haciendo cine, no lo sé. Depende de muchos factores. Ocurra lo que ocurra, quiero agradecer a Anabel Films, S.A., toda la confianza que en mí depositó; la oportunidad de haber trabajado junto a Gómez y Mahnahén Velasco; de haber terminado de descubrir a Cristina Galbó, Maribel Martín, Teresa Hurtado, Conchita Paredes y todas las demás chicas españolas; de ser responsable de que Mary Maude y Pauline Challoner ‒las dos chicas inglesas‒ debutasen en el cine, y sobre todo, de contar hoy con la amistad de Lilli Palmer, esa gran señora a la que siempre profesé una inmensa admiración”.
(1) Seudónimo del propio Ibáñez Serrador.
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