Nunca fui admirador de La Regenta de Clarín, sobrenombre de Leopoldo Alas. Será porque la leí cuando era muy joven. O porque me pareció –ahí va la primera boutade– una mala copia de Madame Bovary, de Flaubert, que, dicho sea de paso, tampoco me gustó nada.
Tanto Emma Bovary como Ana Ozores me parecieron unas tontas señoritas de provincias, subyugadas por tíos estúpidos, redichos y cursis. No me sentí atraído por los encantos de Ana ni por sus tribulaciones existenciales entre el alma del Magistral de la catedral Fermín de Pas (un onanista con ínfulas eclesiásticas) y la entrepierna de ese playboy de casino que es Álvaro Mesía. Todo ello enmarcado en la imaginaria ciudad de Vetusta, más conocida como Oviedo, cuyas comidillas vecinales también me pillaban muy lejos, tanto en lo espiritual como en lo físico, de mi Vallecas circundante.
Sin embargo, esta Regenta (la mujer del antiguo regente de la Audiencia, don Víctor Quintanar, un tío impotente que luce cuernos con honor) se ha cruzado varias veces en mi camino. La última vez, cuando preparaba una adaptación en 3D, producida por un conocido cineasta. Nunca llegué a dirigir ese proyecto… ni este pudo llevarse a cabo. La crisis, ya se sabe.
No hace mucho, gracias a otra aventura en la que me embarqué, me dispuse a ver la adaptación que se rodó en 1974, poco antes de morir el dictador, cuando la España en tonos sepia de Vetusta tanto se parecía a del blanco y negro de la televisión pública.
Andaba yo en esas, cuando recibí la llamada de mi amiga, la actriz Chiqui Fernández, invitándome a ver la adaptación teatral que se está representando en los Teatros del Canal… ¿Así que no te gustaba La Regenta? Pues si no quieres caldo, toma dos tazas…
Pero, como dijo Jack el Destripador, vayamos por partes:
La Regenta fue producida por Emiliano Piedra allá por 1974. En un primer momento, quiso que lo dirigiera Luis Buñuel. Aquello no pudo ser, y entonces le encomendó la dirección a Orson Welles. Ahí es nada. El genio, que ya había trabajado para el productor español en Campanadas a Medianoche, le tuvo entretenido durante una temporada para, finalmente, decir que no. Cuentan que, tras una velada sumamente animada –ustedes ya me entienden–, Welles perdió el guión en un restaurante.
Luego llegó al proyecto Pedro Olea. Ante el retraso que sufrió el rodaje debido a que la actriz principal quedó embarazada, también se bajó del tren. Y fue así como cayó en manos de uno de los talentos más importantes del cine español y europeo de todos los tiempos: Gonzalo Suárez.
(Inciso: esto va por aquellos que dicen que el celuloide patrio es un desastre. Por favor, que los más propensos al insulto vean Remando al viento y luego hablamos. Ah, ¿que no la han visto? La ignorancia es terriblemente atrevida).
El guión, obra de Juan Antonio Porto, es bueno. La suya era una labor difícil y complicada, ya que trata de condensar en apenas 100 minutos una novela con mucha carga reflexiva y con más de doscientos personajes.
Por desgracia, La Regenta de Suárez ha envejecido mal. Se deshilacha por momentos. Hay cosas que faltan, y otras que sobran. Por una parte, es una pena que el destino nos privara de un duelo interpretativo entre las dos hermanas más grandes del cine español, Emma Penella y la increíble Terele Pávez.
Como he sido admirador de las dos, me quedé con las ganas de ver a la segunda en el papel de doncella traidora, Petra (interpretada finalmente por Charo López), y se me cae el alma a los pies al ver a la primera tratando de encajar en un personaje que no es el suyo. Esa fuerza de la naturaleza que era la Penella no cabe en la escasa encarnadura de Ana Ozores. La rompe por las costuras.
Mención aparte merece Adolfo Marsillach como Víctor Quintanar. Este intérprete estaría creíble aun haciendo de ET. También destaca un joven Antonio Iranzo, ejemplo de cómo los secundarios españoles siempre dan la talla, aunque sea en pequeñas secuencias.
En cabecera de reparto, encontramos a dos figuras internacionales, el inglés Keith Baxter –el príncipe Hal en Campanadas a medianoche– y el también británico Nigel Davenport, a quien recordarán por películas como Viento en las velas (1965), Un hombre para la eternidad (1966), El último valle (1971) o Carros de fuego (1981).
Los medios son holgados, y eso queda de manifiesto en la dirección artística de Miguel Narros.
Salto en el tiempo. Una tarde de 2012. Teatros del Canal, en Madrid. La sala verde. Parece la Cúpula del Trueno de Mad Max.
¿Sería yo capaz de resistir los embates de una segunda Regenta en un solo día? Sorpresa. La versión escénica que me dispongo a comentar, y que me sirve como complemento de la de Suárez, está ambientada en nuestros días. Vetusta se ha transformado en un plató de telebasura, donde los habituales tertulianos nos demuestran que el cotilleo es el deporte nacional de todas las épocas, y que únicamente ha cambiado su terreno de juego. Antes solo sucedía en el casino. Ahora se extiende al país entero gracias a las cámaras de televisión.
El cura y confesor ha sido sustituido por el psicólogo (Fermín de Pas, encarnado por David Luque), experto en libros de autoayuda, al que acudimos a contarle nuestras mismas frustraciones. El de antes nos absolvía y el de ahora nos da cita para la próxima semana, como una variación de la misa. Casualidades.
El seductor de pueblo se convierte en estrella cinematográfica venida a menos. El Regente es ahora un político igual de impotente. Y la doncella traidora se transforma en un trasunto gay de Jesús Mariñas… Como maestra de ceremonias y conductora del programa, una basuróloga que puedes reconocer en cualquier canal de televisión. La presentadora es el único personaje inventando por las autoras –Marina Bollaín y Vanessa Montfort–, pero mezcla todos estos ingredientes humanos para destruir, ahora sí, a una frágil Ana Ozores (Mariona Ribas), protagonista involuntaria de este reality show.
El diablo –perdón, diablesa– se encarna en la todoterreno Chiqui Fernández. Es frívola y cruel, profesional y despiadada, seductora y maleducada… Sí, vale, se me ve el plumero pero es que, además de amiga mía, es una gran actriz. Suerte que tengo. Toda la historia aderezada con Facebook, webcams, Twitter, cámaras ocultas, paparazzi… ¡Y encajan perfectamente en la historia!
Nadie que no supiera que está asistiendo a una adaptación de una novela urdida a finales del XIX pensaría que no es una obra original, con el autor sentado en el patio de butacas. En resumen, una gran adaptación. Toma el espíritu de la novela y lo deconstruye –que dirían los popes de la alta cocina–: esto es, toma los mismos elementos con otra textura y nos la sirve con distinta apariencia… ¡pero el sabor es el mismo que quiso transmitirnos Clarín!
No es que sea una versión moderna. Es que es muy buena. Lo que demuestra dos cosas: la primera es que las grandes historias, las clásicas, funcionan allá donde las coloques, así que pasen muchos años, porque su universalidad reside en su reflejo imperecedero del alma humana. Y la segunda: que yo soy un mentecato que, cuando leyó La Regenta, no supo encontrar sus valores. Una gran noticia. Todos podemos cambiar. Sólo es cuestión de horas de esfuerzo y encontrar las herramientas adecuadas. Y no estoy hablando de política. O sí.
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