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El cineasta, el dictador y el hombre lobo

«El Círculo de Escritores Cinematográficos (CEC) tiene el pesar de comunicarte el fallecimiento de una prestigiosa figura del cine español, el realizador José Luis Sáenz de Heredia, a quien precisamente esta asociación rindió reciente homenaje en colaboración con la Filmoteca Nacional. En este sentido, nos queda la satisfacción de haberle despedido con alegría y reconocimiento a su bien probada profesionalidad y talento».

Lo que acaban de leer es un fragmento de la nota que tenía sobre mi mesa el 5 de noviembre de 1992.  El 1992 había demostrado ser, sin ningún género de dudas, un buen año para mí, pero noticias como la que acabo de contarles no son del agrado de nadie.

Yo era vocal en la junta directiva del CEC, una organización fundada en 1945, en la que colaboran críticos, estudiosos y más de un profesional de la industria. En efecto, un par de semanas antes, el CEC le había dedicado a Sáenz de Heredia un homenaje. Acudieron a él grandes profesionales de nuestro cine clásico, como César Fernández Ardavín, Ana Mariscal y José Fernández Aguayo. Otros que no pudieron estar presentes, como Francisco Rabal, Juanjo Menéndez y José Luis López Vázquez, enviaron afectuosos telegramas. Desde luego, el homenajeado se merecía eso, y mucho más.

Ustedes me dirán: bien por ti. Pudiste gestionar ese evento, y de paso, conocer a referentes sacrosantos de nuestro cine. Guárdenme el secreto, pero por aquellos días yo estaba empezando demasiadas cosas como para que todas terminasen bien. Que quede bien claro: en la Junta directiva del CEC había otros que trabajaban infinitamente más y mejor que yo. Así pues, el mérito de ese homenaje no me corresponde.

Por entonces, me inquietaban otros proyectos, con los que esperaba ganarme la vida. No quería acabar como esa gente que tiene una sola idea, y que se pasa la vida buscando nuevas formas de expresarla.

Por ejemplo, acababa de completar mi primer libro, una edición artesanal de Paul Naschy: el ciclo de la luna llena. En ese volumen, aparte de apuntes biográficos y comentarios, Ignacio Armada y yo reunimos las entrevistas que habíamos realizado al propio Naschy, vieja gloria del fantaterror español y famoso por su encarnación del hombre lobo. Quizá recuerden al añorado PaulJacinto Molina en la intimidad‒ haciendo planes sangrientos en películas como La marca del hombre lobo (Enrique L. Eguiluz, 1968), La noche de Walpurgis (León Klimovsky, 1971), La furia del hombre lobo (José María Zabalza, 1972), El retorno de Walpurgis (Carlos Aured, 1973), El retorno del hombre lobo (Jacinto Molina, 1980) o La bestia y la espada mágica (Jacinto Molina, 1983).

Quiso la suerte que fueramos nosotros tres ‒Naschy, Armada y un servidor‒ los encargados de visitar a Sáenz de Heredia en su casa, para comunicarle algunos detalles del citado homenaje.

Por aquellos días, yo mantenía una estupenda relación con Naschy. Pasaba largas horas en su hogar, y no era raro que me presentara allí para ver películas en VHS, para hojear viejos guiones, o para charlar de lo divino y lo humano. Tiempo después, nos iríamos distanciando, pero en aquel momento, Naschy era un amigo, y sin duda, el compañero ideal para explorar los dominios del último superviviente de la edad dorada del cine español.

No exagero: Sáenz de Heredia fue un cineasta de trayectoria imponente. En los años de la República, había dirigido para el sello Filmófono un par de cintas en las que también colaboró Luis Buñuel. De ahí provenía la amistad que los unió. Una amistad que, cuando estalló la Guerra, sería providencial para ambos.

Sáenz de Heredia era primo de José Antonio Primo de Rivera, y ese parentesco bastó para que lo retuvieran en una checa. Gracias a Buñuel, fue liberado y pudo marchar a Francia. Poco después, ante el triunfo del bando franquista, fue Buñuel quien puso tierra de por medio.

Eso no acabó con su afecto. Pese a sus diferencias políticas, y a pesar del terrible giro del destino que supuso la guerra, ambos mantuvieron una relación entrañable a lo largo de las décadas.

En realidad, dejando aparte su franquismo militante, Sáenz de Heredia supo ganarse el cariño y la admiración de muchos realizadores de izquierdas. Es algo que, sin ir más lejos, pudieron confirmar la los alumnos más rebeldes de la Escuela Oficial de Cinematografía, de la que Sáenz de Heredia fue director entre 1959 y 1963.

De camino hacia la casa del director, iba yo recitando mentalmente sus mejores películas ‒o mejor dicho, mis favoritas‒, por si salían a relucir en nuestro encuentro: El escándalo (1943), El destino se disculpa (1944), Historias de la radio (1955), Faustina (1957)… Fuera de la ecuación quedaba, por supuesto, la más polémica de todas ellas: Raza, rodada en 1941 a partir de un argumento del propio Franco.

Este desdén mío por Raza no tenía un motivo concreto, más allá del aburrimiento que me producía todo lo relacionado con el franquismo. Recién salidos de los ochenta, muchos de nosotros estábamos felizmente despolitizados. Para la inmensa mayoría, la dictadura era algo negativo, y desde luego, olvidable. Por fortuna, había quedado atrás. Solo era ya el tema de libros muy sesudos ‒aquella inagotable colección Espejo de España‒ o la materia de debates y estudios académicos.

Además, el espíritu de la Transición aún funcionaba a derecha y a izquierda, con lo que casi ningún médium invocaba el fantasma del dictador. De hecho, no era raro encontrarse con debates donde veteranos y tránsfugas de ambos bandos sellaban esa concordia. Ese efecto contagioso funcionaba en las dos direcciones. Si tipos tan recios como Fraga y Carrillo podían llevarse bien, olvidando viejos dogmas y adaptándose a los nuevos tiempos, ya me dirán por qué demonios un chaval de los noventa iba a fanatizarse con ese asunto tan doloroso y frentista.

Así que ahí me tienen, mirando de reojo a Paul Naschy, en el centro del salón donde nos esperaba a los tres el veteranísimo director. Con voz de fumador, muy elegante ‒bigote fino, modales firmes‒, Sáenz de Heredia nos invitó a sentarnos.

Iba yo a decirle algo, pero me distraje al ver que, desde la pared, me observaba un gran retrato de su primo, José Antonio Primo de Rivera. De pronto, caí en la cuenta de que, aparte de una colección de obras de arte y de reliquias cinematográficas, aquel era un holograma temporal en el que debía limitarme a ser un mero espectador.

Cualquier exceso de entusiasmo ‒»Tío, ¿te has fijao en ese cuadro?»‒ podía arruinar nuestra misión diplomática. No es bueno parecer un ignorante, pero aún es peor hacer el ridículo.

Naschy sonreía mucho, con esa corpulencia de estibador que le convertía en el centro de la fiesta. Recuerdo que comenzamos a hablar de cine, y que poco a poco, más allá de las frases cordiales y de los elogios, quedó claro que estábamos ante una mente preclara. Sáenz de Heredia era un pensador formidable. Muy ingenioso, capaz de ironizar sin excesos, llevando la charla hacia sus propios términos.

Sin embargo, cuando nuestro anfitrión nos dijo qué película veríamos juntos, experimenté una nueva forma de ansiedad.

‒Tengo aquí mismo el vídeo de Franco, ese hombre ‒dijo inclinándose hacia nosotros. Lo soltó como quien confía un secreto. Sin hacer un gesto de más. Luego se apartó lentamente, para enfatizar‒. Es una película que… en fin, no suele verse mucho.

Así, pues, nada de tumbarnos sobre la hierba, para beber coñac y brindar por los viejos tiempos. Ahí ya no cabía ni media sonrisa. Íbamos a desentumecernos con un documental oficialista, rodado en 1964 para celebrar lo que el régimen llamó XXV Años de Paz, es decir, los veinticinco años del final de la Guerra Civil.

Me acomodé en el sillón, apoyado en el codo, y me dispuse a estudiar cada plano, por si luego don José Luis hacía preguntas, o exigía algún comentario más o menos deslumbrado.

Alguien más inteligente que yo se habría fijado en los matices propagandísticos de la película. En su reflejo de la política del desarrollismo. En su perímetro intelectual. O en su tono épico, grave e impostadamente conciliador, fruto de un guión que armaron Sáenz de Heredia y José María Sánchez Silva, el autor de Marcelino pan y vino.

Como digo, todo eso habría interesado a un historiador como Dios manda. Pero yo era de otra pasta. Asistí al espectáculo distraído, como quien lee un libro al caer la noche, y lo sostiene en una postura incómoda para conseguir más luz.

El collage de mis impresiones era caótico e infantil. «Caramba, la música es de Antón García Abril«. «A ver si lo adivino… ¿quién rodaría esas escenas en la guerra de África?». «¡El director de la segunda unidad es Mariano Ozores!». «Madre mía, qué narrador tan bueno Ángel Picazo» «Vaya, ¿esos son los cuadros que pintaba Franco?».

Tenía mis razones para que me gustara la experiencia, pero supongo que hay que tener imaginación para comprenderlas. Viendo cine, a veces pierdes cosas y otras las encuentras. Para mí, aquel visionado de Franco, ese hombre era algo más parecido a un juego inocente, con un punto de fetichismo nostálgico. Algo así como ver un NO-DO venido a más.

Por eso mismo, hubo un momento en el que todo pudo acabar mal. Rematadamente mal. Les cuento: en un determinado momento de la película, el propio Sáenz de Heredia entrevista a Franco. El director está de pie, sosteniendo un micrófono, y su entrevistado responde desde una silla, girando de forma incómoda la cabeza. La solemnidad es abrumadora, y también lo es el discurso de Franco, cargado de retórica, pomposo, muy protocolario… Me recordaba a esos actores de cierta edad, capaces de inventarse sus diálogos sin que nadie se entere.

Mi sentido del humor asoma su fea cabeza en momentos inoportunos. Y por supuesto, aquel era el momento de poner a dormir al ogro. Pero de pronto, vi a Naschy, mi licántropo favorito, paseando la mirada por el salón, y a Sáenz de Heredia frente a él, escrutando ávidamente la pantalla. Sin duda, orgulloso de aquel documento histórico.

Aquella gravedad chocaba en mi mente con la voz de Franco ‒aflautada, ceceante, cantarina‒… Poco a poco, esa voz me venció. Sentí que perdía el equilibrio. Me sujetaba al sofá. Lo sabía: una carcajada luchaba por salir de mi boca.

Ahí estaba. La temida risa tonta. Aquello iba a ser como el grito de Tarzán. Traté de devolver los pulmones a su lugar. Consulté el reloj. Me mordí los labios, con saña.

«No, no, de ninguna manera». Hundí una garra en mi rodilla, mirando al techo. ¿Qué diría yo si me veían carcajearme? «Sí, claro, perdone… Yo sólo… Es que me entró la risa. ¿Es mal momento?».

Con un esfuerzo sobrehumano, ignoré a Franco, lo ignoré todo, y conseguí llegar a los títulos de crédito. Cuando todo acabó, me alegré de lo que pudo haber sido y no fue. Y entonces sonreí a lo grande, amortiguando esa risotada inoportuna que no dejaba de sonar en mi cerebro.

Lo que diez minutos antes hubiera sido una afrenta, ahora podía pasar por simpatía. «¡Que interesante documental! ¡No lo imaginaba así!», me apresuré a comentar.

Cuando nos levantamos los tres, ya avanzada la tarde, el viejo cineasta volvió a analizarnos con la mirada. Él también sonreía.

‒Le aseguro que ha sido una experiencia única haberle conocido ‒le dije.

‒Encantado, entonces ‒me respondió. No había recelo en su voz, pero entendí que se había dado cuenta.

Ya lo creo: él lo sabía. Y eso me serenó.

Desde entonces, aún admiro más a José Luis Sáenz de Heredia. Me hubiera gustado ser amigo suyo. Hubiera querido ver otra vez aquella película, y esta vez sí, partirme de risa, con esa felicidad casi insoportable que surge cuando hacemos el ridículo sin complejos, en el entorno más inadecuado posible.

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Guzmán Urrero

Colaborador de "La Lectura", revista cultural de "El Mundo". Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador habitual de las páginas de cultura del diario ABC y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.