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La ópera en el cine

Soy aficionado a la ópera y concurro a este tipo de espectáculo desde mediados de los años cincuenta del pasado siglo. La primera vez que vi una ópera fue en el teatro Colón de Buenos Aires. Era Mefistofele de Arrigo Boito. Me desilusionó el Demonio porque noté que no se hundía en la tierra, sino que abrían una trampilla cuadrada y bajaba por un ascensor oculto. En cambio, en la escena de la feria me encantó ver pasar un asno conducido a pie por un chico y un monje montado del revés y arrojando monedas a la plebe. Quiero decir que exhibir el artilugio me decepcionó y la verdad del animal me persuadió.

Con el tiempo, mi experiencia fue la opuesta. Aprendí que uno de los encantos de la ópera es la evidencia de lo ficcional, la desmesura respecto a la vida cotidiana y el hecho de proponer una fauna que acostumbra vivir a los gritos pelados convertidos en bella música por medio del canto.

A esta serie de artilugios se suma ahora la posibilidad de ver en el cine unas funciones de ópera en directo y en tiempo real. Desde luego, el precio es incalculablemente más módico del que deberíamos pagar por una platea en Nueva York, Londres o París.

En el cine me encuentro con amigos que comparten mi afición. Los hay que deploran la cosa y otros, entre los que me cuento, que la aprueban abiertamente. Desde luego, estar en una sala de ópera y oír voces e instrumentos en vivo tiene el encanto de lo inmediato, lo genuino y lo único que la reproducción eléctrica, forzosamente, no posee. En realidad, estamos viendo y oyendo una versión electronizada de la representación que tiene lugar a miles de quilómetros.

Pero, con todo, admitiendo la calidad eximia de imágenes y sonidos, más la habilidad de una dirección de cámaras apegada a la partitura, añado una ventaja que me parece indiscutible. La proyección se hace desde una serie de puntos de vista, igualmente eficaces, que resulta imposible en un teatro, donde estamos fijos en un lugar y no siempre en el mejor. A esto cabe sumar que los decorados, demás maquinaria y trucos luminosos, unidos a maquillajes y vestuarios, son todos propios de la cámara próxima del cine y la televisión, es decir que no corremos el peligro de advertir que la pared es de cartón, que el pelo es peluca y que las cejas y los labios son cejas y labios y no trazos expresionistas de colorinche. Hasta es posible tolerar los quilos de los cantantes, cada vez más cuidados por estas razones. En efecto, entre dos que compiten por el mismo personaje, a igualdad de calidades vocales, hoy se prefiere al más guapo o a la más guapa. Y esto se nota en las actuales producciones. Hace poco vimos y oímos a Angela Meade hacer de Norma, la sacerdotisa que traiciona su voto de virginidad liándose con un oficial romano, que le propicia tener dos hijos y la planta por otra sacerdotisa, más joven y todavía intacta.

La Meade, una cantante colosal es igualmente colosal de aspecto, con lo que entendimos que el tenor prefiriese a la mezzo soprano, una rubia jovencita y preciosa. Hasta en esto, la implacable cámara nos mostró, una vez más, la posibilidad de admitir, a la vez, el colmo del artificio y la verosimilitud de la acción.

La música todo lo puede, apenas lo cante Meade desde su hierática y voluminosa inmovilidad sacerdotal. Alrededor del mundo, por poco dinero, cientos de miles o tal vez millones de personas la estábamos percibiendo, y gozando de ese espectáculo caro, complejo, endiabladamente difícil y supremo de teatralidad que es la ópera. Otrora, refugio de unos pocos privilegiados, ahora se ha vuelto tan accesible como el bar, la televisión o el karaoke. Hay quien teme que esta facilidad sustraiga público a las salas. Pienso lo contrario: el cine ha convertido sus salas en una gran platea mundial para los amantes de la ópera.

Imagen superior: Angela Meade en el papel protagonista de «Norma» © Los Angeles Opera.

Copyright del artículo © Blas Matamoro. Reservados todos los derechos.

Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")