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La ópera, peligro público

Estos días he estado conversando con mi amigo Bernd, un alemán que a veces recala en España. Intenté vanamente que me hablara del asunto Volkswagen, de los asilados, de la entente de Merkel con los socialdemócratas, de sus tensiones con los bávaros o del terrorismo yihadista. No fue posible. Debo decir que Bernd es crítico musical especializado en ópera y que, como el lector sabrá, en Alemania proliferan los teatros del género, a varios por ciudad, como ocurre en Berlín y en Munich.

Bernd me habló de un peligro público que cunde por su país y que no es ninguno de los enumerados sino el de los espectáculos de ópera. Cabe recordar que este género teatral es muy caro y demanda una cantidad de profesionales que conforman la fauna escénica, desde el divo o la diva hasta el guardés de los mingitorios. Estados nacionales, federados, municipios y empresas, todos echan lo que pueden a la hucha de la ópera. En parte porque hay gente poderosa y adinerada de corazón generoso y mano sensible, en parte porque hace bonito ir a la ópera de esmoquin y tiros largos. Pero lo de Bernd tiene que ver con otro dualismo: la tradición y la novedad.

En efecto, la ópera viene de lejos, al menos desde el siglo XVII, si descontamos a los cómicos callejeros que actuaban con la palabra hablada y cantada por las plazuelas medievales.

Bernd me dice que tradicionalmente la ópera estuvo bajo la conducción del director de orquesta y al servicio eventual de los más brillantes solistas vocales, sobre todo tenores y sopranos. El director de escena era, normalmente, un ratoncito de bambalina que obedecía al cómitre de la batuta y disponía entradas y salidas por los lugares desde donde se podía escuchar mejor las voces. Luego, el oficio creció de calidad, con ViscontiZeffirelliChéreau y otros duchos hombres de teatro. Con tal o cual tendencia, se tomaban la ópera en serio aunque debieran reírse con el humor de Rossini o de Offenbach.

El peligro público, según Bernd, que amenaza la pacífica convivencia de los alemanes, proviene de los puestistas que toman la ópera en broma, considerándola un cachivache de mal gusto heredado de los abuelos, un género ridículo donde los actores, en vez de hablar, gritan como desaforados intentando que se los oiga a pesar del bochinche de la orquesta.

Mi amigo, el tudesco azorado, me contó una reciente puesta de Aída de Verdi. Seguramente el lector recuerda la historia, que ocurre en el antiguo Egipto, donde Aída, una princesa etíope tomada como esclava por los egipcios, es la amante del valiente guerrero Radamés, del cual está igualmente enamorada Amneris, hija del faraón. Pues Bernd vio lo siguiente: Amneris es la marujona parienta de Radamés, que no es un atlético luchador sino un tembleque al cual hay que poner un babero para que no se ensucie la camisa al comer, y cortarle el pan y untárselo con mantequilla porque no puede hacerlo solo. Digamos de paso que Amneris es medio ONG pues reparte salchichas entre los coristas, hacinados al fondo del escenario junto a la orquesta, porque los actores están en el foso, que se ha cubierto con una plataforma.

¿Y los amores de Aída y Radamés? Pues son ideales, pura fantasía del baboso soldado imperial, quien guarda un vestido azul de Aída –a la cual Verdi califica de celeste en la célebre romanza, aunque veamos que es negra– en plan fetichista y con aviesos propósitos de autosatisfacción.

Al final, cuando la partitura ya no le ofrece más corcheas, la muy marimandona de Amneris se suicida, arrepentida de haber puesto en ridículo y en público a una gloria nacional como Radamés.

Mi amigo el azorado teutón me dice que su alarma proviene de comprobar que, a veces, los alemanes enloquecen colectivamente, como les pasó con Hitler. Sus teatros difunden este peligro público y disipan los generosos dineros fiscales y privados en estas novatadas. Pero Bernd confía en quienes las patean y bufan. Son la esperanza de la cultura alemana.

Imagen superior: la ópera de Mozart «El rapto del serrallo», según el montaje de Calixto Bieito © Komischen Oper Berlin Foto: Monika Rittershaus. Reservados todos los derechos.

Copyright del artículo © Blas Matamoro. Reservados todos los derechos.

Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")