Yo tenía 22 años, una licenciatura en Farmacia recién estrenada y todo el tiempo del mundo. Había estudiado Farmacia a falta de una maldita décima. La maldita décima que me apartó de estudiar Medicina, la carrera que había elegido como primera opción. Pero, en realidad, lo que a mí me gustaba era la Historia. Y, en aquel lejano verano de 1992, recién licenciada en Farmacia, tomé la decisión que iba a marcar el rumbo del resto de mi vida: hacer una tesis doctoral en Historia de la Ciencia.
Por supuesto, carecía de toda formación para hacer Historia «en serio»: aunque llevaba leyendo Historia desde que era niña, yo no dejaba de ser una simple aficionada en la disciplina, nada más. Pero quería dejar de ser amateur. Transformarme en profesional. Ir a los archivos y bibliotecas. Manejar los documentos que, hasta entonces, sólo conocía a través de los historiadores que había leído. Y, puesto que no iba a empezar una segunda carrera, el doctorado en una rama concreta de la Historia me parecía la vía más apropiada para conseguir mis propósitos.
Elegí el departamento donde se impartía Historia de la Farmacia y Legislación Farmacéutica, asignatura troncal en el antiguo Plan de Estudios de Farmacia, mi Plan, el de 1973.
Historia de la Farmacia era la «María» de quinto de carrera. Nadie decidía hacer una tesis doctoral en semejante disciplina, de ahí que no tuviese problema en que me aceptasen como doctoranda. Por supuesto, podía olvidarme de tener financiación para los cuatro años que solía durar un doctorado. Las becas estaban destinadas a doctorados en química orgánica, genética o inmunología. Poco me importó: sólo imaginar que iba a hacer, por fin, Historia eliminaba cualquier otro impedimento que resultaba insalvable a ojos de los demás. Dedicaba las mañanas a la investigación y las tardes a dar clases particulares de física y química. Pasaba los veranos sirviendo mesas y llenando lavaplatos. Aprendí a tirar una caña y a hacer un cortado en condiciones a la par que me adentraba en los misterios de los legajos centenarios.
Como tema de investigación me fue asignada la atención farmacéutica en la corte de los Austrias. La profesora que elegí como directora de tesis (mi profesora de asignatura, no busqué más) era experta en Real Botica. Y decidió que yo estudiase la Real Botica durante los siglos XVI y XVII.
Todos los profesores del departamento estaban especializados en Ilustración y en Borbones, así que yo pasé a ser «la chica de los Austrias». Un período, una «patata caliente», que nadie quería, tan ilustrados todos ellos, tan inmersos en el estudio de expediciones científicas y reinados dorados, como el del idolatrado Carlos III, santo y seña de modernidad, la única modernidad susceptible de ser considerada como tal para la Historia de España, según los cánones oficiales. Yo, la verdad, nada sabía ni de Austrias ni de Borbones, más allá de las cuatro generalidades que había estudiado en el colegio. Mis querencias históricas siempre habían sido extranjeras. A mí me gustaba la Historia de Inglaterra, el Antiguo Egipto, la Revolución Francesa… Tanto me daba un Austria que un Borbón.
Mis primeras semanas en el Archivo del Palacio Real de Madrid, lugar donde se conservaba el grueso de la documentación que debía consultar, orientaron mi investigación. Puesto que la mayoría de los datos que iba encontrando se centraban en el reinado de Carlos II, el último de los Austrias, acabé especializándome en ese monarca. A él dediqué el primero de mis artículos. Y a él dediqué el primero de mis libros.
Estudiando detenidamente a Carlos II y, más concretamente, la actividad de los médicos y boticarios que trabajaron para él, comprobé, por primera (que no única) vez, que las contundentes afirmaciones expuestas por sesudos historiadores no coincidían con lo que yo iba leyendo. Tardé mucho tiempo en atreverme a decir, en voz alta, que los Borbones no habían traído la modernidad a España. Que la modernidad ya era moneda común entre muchos de los científicos que vivieron en esos años finales del siglo XVII. Es más, tal y como defendí ante mi tribunal de tesis, los Borbones habían dilapidado, sin miramientos, la actividad precursora de muchos de los médicos que se movieron en el entorno de Carlos II. Médicos como el sevillano Juan Muñoz y Peralta, fundador de la Regia Sociedad de Medicina y otras Ciencias de Sevilla, la más antigua Academia de Medicina de la culta Europa.
Afortunadamente, la visión negativa que se ha tenido y se tiene del reinado de Carlos II comienza a cambiar. Muy lentamente. Pero cambia. Gracias a la labor de destacados historiadores, tal y como recuerda Luis Ribot, académico de la Historia, en uno de sus últimos artículos sobre este monarca. Dice Ribot que será más difícil cambiar la imagen que tiene el común de los españoles. Y yo pienso: «¡Ay, querido Luis, si tan siquiera supieran quién es Carlos II!». No creo que se tenga imagen, ni positiva ni negativa. Más que nada, porque este país nuestro tiene una pasión desmedida por arrinconar su Historia, obviarla, ningunearla. Pasar de ella, en una palabra. (El 1 de noviembre, día de Todos los Santos, de 1700 fallecía en Madrid Carlos II, último de los Austrias. Cuarenta y dos días de agonía pusieron fin a treinta y nueve años de vida jalonados por numerosas enfermedades.)
Copyright del artículo © Mar Rey Bueno. Reservados todos los derechos.