Hay una historia que me fascina desde que la oí por vez primera. No sé si es tal cual la voy a narrar porque nunca he investigado a fondo las fuentes documentales. Sea así o parecida, tiene la fuerza de la maldición de quien se sabe acusado injustamente y apela al juicio de Dios, emplazando a su verdugo a que rinda cuentas ante el máximo juez.
Y la historia dice así:
En pleno corazón de París, que es tanto como decir en el corazón de Francia o, dada la época en la que nos situamos, el corazón mismo de la Europa del XIV, se levanta una gran palestra. Nos encontramos en la Île de France, a las puertas de Notre Dame. Ante la tremenda multitud allí congregada van apareciendo, uno tras otro, los más destacados personajes del momento, incluidos el rey y el papa.
Estamos en un momento trascendental para la historia de esa Europa medieval cristiana: se va a proceder a la lectura de una sentencia. Y no es una sentencia cualquiera. Es la sentencia que acusa de sacrílegos, herejes, sodomitas e idólatras a los Pobres Caballeros de Cristo y del Templo de Salomón, más conocidos como caballeros templarios. La más poderosa orden militar del momento, a años luz de otro cuerpos de élite, presentes o pasados. Los monjes guerreros defensores de los Santos Lugares que, con el tiempo, se transformaron en el brazo armado de la fe cristiana en todo Oriente.
Su emplazamiento en rutas estratégicas, en localidades de paso, y su habilidad financiera hizo de ellos una suerte de primitivos banqueros, inventores de la letra de cambio y prestamistas de lujo de monarcas y poderosos. Una tarea que, al final, iba a suponer su condena.
Felipe IV, rey de Francia, acuciado por las deudas contraídas por su padre en la Octava Cruzada, deudas con la Orden del Temple, ideó un plan para cancelarlas por la vía rápida. Contó, para ello, con la ayuda inestimable de Clemente V, un papa pusilánime al que tampoco interesaba el poder desmedido que gozaban los pobres caballeros de Cristo. Fue así como se acusó a los templarios de toda suerte de prácticas heréticas con un único objetivo: quedarse con todas sus propiedades y, lo más importante, con el fabuloso y legendario tesoro del Temple.
El 25 de octubre de 1307 eran arrestados 140 caballeros templarios, los más destacados, entre los que se encontraba el Gran Maestre de la Orden, Jacques de Molay. Sometidos a interrogatorios y terribles torturas, acabaron confesando todos los delitos inventados para acabar con ellos. No hay herramienta más eficaz que la tortura. Bien lo saben todos los tiranos que en el mundo han sido.
Y allí nos encontramos, aquella mañana de marzo. El Rey, el Papa, el Gran Maestre y los caballeros más principales. Una vez leída la sentencia, Jaques de Molay se retracta. Dice que nada de lo que declaró bajo tortura era cierto. Dice que es inocente. Y ese es su fin. Y lo sabe. Pero quiere morir con la conciencia tranquila. Se le despoja de su hábito. Se le ata al poste levantado sobre la pira. Y se enciende la hoguera.
Cuentan las crónicas que, entre estertores, devorado por el fuego, gritó a sus verdugos «¡Clemente, yo te emplazo para que comparezcas, dentro de cuarenta días, ante el tribunal del Soberano Juez! ¡Y tú, Felipe, prepárate también para comparecer ante él dentro de un año!».
Jacques de Molay, a las puertas de la muerte, emplazó a sus verdugos ante el Juicio de Dios. Y parece que Dios le tomó la palabra pues, al cumplirse los cuarenta días, moría el papa Clemente y, al cumplirse el año, hacía lo propio el ambicioso Felipe. Que fuera Dios o fueran algunos caballeros conjurados, que consiguieron vengar la muerte de su maestre y el fin de su orden, poco importa. El efecto conseguido fue tal que, setecientos años después, sigue haciendo correr ríos de tinta…
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