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La leyenda del piloto desconocido

Una historia corría de boca en boca por las calles de La Española desde los primeros años de su fundación. Y esta historia era la siguiente: una carabela que navegaba por las costas africanas fue desviada de su trayectoria original merced a una fuerte tempestad. Después de muchos días de avatares y peligros, los navegantes llegaron a una isla lejana y exótica, llena de riquezas y metales preciosos.

Tras disfrutar de las maravillas encontradas en la nueva tierra, los marineros desplazados decidieron emprender el camino de regreso a su patria, pero la suerte no estaba de su lado. La navegación fue tan penosa e interminable, por culpa de los vientos contrarios, que pereció la mayor parte de la tripulación.

Unos pocos supervivientes consiguieron llegar en lamentables condiciones a la isla de Porto Santo, en el archipiélago de Madeira, donde acabaron muriendo a pesar de las atenciones que les prestó un marinero genovés, apellidado Colón, recientemente instalado en la isla. El último de los náufragos, viendo cómo se acercaba su final, descubrió a su anfitrión todo lo que le había acontecido así como el lugar exacto donde se encontraba la isla por ellos descubierta.

Si hacemos caso de esta historia, Cristóbal Colón no habría sido el descubridor del Nuevo Mundo sino que habría seguido las huellas de otro.

Por extraño que parezca, la teoría es casi tan antigua como el propio Descubrimiento y ya aparece recogida por los primeros historiadores de Indias. La primera versión puede leerse en la Historia General y Natural de las Indias (Sevilla, 1535), obra del madrileño Gonzalo Fernández de Oviedo (1478-1557), uno de los primeros cronistas de Indias. Habitual en la corte de los Reyes Católicos, fue testigo de importantes acontecimientos históricos, entre otros, el regreso de Colón de su primer viaje.

Fascinado, como casi todos los europeos de su tiempo, por las nuevas tierras recién descubiertas al otro lado del Atlántico, no dudó en someterse a los peligros que toda travesía transoceánica suponía con tal de ver, con sus propios ojos, ese continente apenas imaginado. Fruto de su experiencia americana nació la Historia General y Natural de las Indias donde aparece por vez primera, en letras de molde, la llamada historia del piloto anónimo.

Como el propio Oviedo pudo comprobar, se trataba de un hecho perfectamente conocido en la isla de La Española, de ahí el título del capítulo donde aparece escrita por vez primera: “Del origen e persona del almirante primero de las Indias, llamado Cristóbal Colón, e por qué vía o manera se movió al Descubrimiento de ellas, según la opinión del vulgo” (capítulo II del libro II).

Aunque Oviedo no se muestra ni a favor ni en contra de esta historia, lo cierto es que al reflejarla en su crónica contribuyó a divulgarla entre sus lectores, tanto españoles como del resto de Europa.
El dato ofrecido por Oviedo viene a ser ratificado, diecisiete años después, por Francisco López de Gómara (1511-1562) en su Historia General de las Indias (Zaragoza, 1552). Aunque nunca estuvo en el recién descubierto continente, López de Gómara bien pudo haber oído la historia de labios de Hernán Cortés, el flamante conquistador de México, de quien era capellán.

Sabido es que Cortés marchó a las Indias en fecha muy temprana y que residió en la isla de Cuba antes de iniciar su aventura mexicana. Debió ser en esta isla caribeña donde oyó la historia que contaban sus indígenas, quienes tenían reciente memoria de que a La Española habían llegado, con anterioridad a Colón, otros hombres blancos y barbudos.

Frente a la posición dubitativa de Oviedo, de cuyo testimonio difiere en algunos aspectos, Gómara cree a pies juntillas la historia del piloto, quizás porque quien se lo había relatado disponía de informantes solventes al respecto.
Pero, quizás, el testimonio definitivo sea el de fray Bartolomé de Las Casas, testigo directo de muchos de los acontecimientos claves de los primeros momentos del Descubrimiento. No había cumplido aún los diez años cuando Las Casas, primer obispo de Chiapas y gran defensor de los indígenas americanos, tuvo el privilegio de presenciar la llegada triunfal de un Cristóbal Colón recién desembarcado de su primer viaje a las tierras de Poniente. Era el 31 de marzo de 1493, día que seguro quedó marcado en el recuerdo del futuro dominico, hasta el punto de cambiar el destino de su vida y encaminarlo hacia las tierras recién descubiertas.

Destacado cronista de Indias, su idea de escribir una historia del Nuevo Mundo apareció en época muy temprana. De hecho, el acopio de materiales fidedignos se remonta a los años inmediatos de su arribo a tierras americanas, en 1502, formando parte de la expedición del comendador mayor de Lares, fray Nicolás de Ovando.

Un cuarto de siglo después (1527) comenzará su redacción, según él mismo nos dice, en el monasterio de Puerto de Plata, en La Española, si bien debe paralizar el proyecto durante más de veinte años, debido a sus muchas ocupaciones.

Tras su regreso a España, en 1547, y hasta su muerte, diecinueve años después, se consagrará de lleno a la consecución de su magno proyecto. Las Casas gozó de muy buenas relaciones con los Colón: tuvo bastante trato con los dos hijos del Almirante, Diego y Hernando, y con sus dos hermanos, Diego y Bartolomé, por lo que pudo escribir sobre él con un conocimiento de causa y una autoridad sin par.

Gran admirador y defensor de don Cristóbal, a quien consideró siempre un hombre providencial, tuvo acceso directo al archivo y los libros de la familia, de ahí la importancia de su testimonio. Cuando en su Historia de las Indias le llega el turno de relatar la hazaña del protonauta, no sólo no la ignora sino que la reproduce en la misma forma que habían hecho Oviedo y Gómara, sin necesidad alguna de mencionarlos pues él mismo había sido testigo directo de los rumores y habladurías que, al respecto, corrían entre los primeros pobladores de La Española. Y nos lo cuenta así:

«Resta concluir esta materia de los motivos que Cristóbal Colón tuvo para ofrecerse a descubrir estas Indias, con referir una vulgar opinión que hobo en los tiempos pasados, que tenía o sonaba ser la causa más eficaz de su final determinación, la que se dirá en el presente capítulo, la cual yo no afirmo, porque en la verdad fueron tantas y tales razones y ejemplos que para ello Dios le ofreció, como ha parecido, que pocas dellas, cuanto más todas juntas, le pudieron bastar y sobrar para con eficacia a ello inducirlo; con todo eso, quiero escribir aquí lo que comúnmente en aquellos tiempos se decía y creía y lo que yo entonces alcancé, como estuviere presente en estas tierras, de aquellos principios harto propincuo. Era muy común a todos los que entonces en esta isla Española vivíamos, no solamente los que el primer viaje con el Almirante mismo y a don Cristóbal Colón a poblar en ella vinieron, entre los cuales hobo algunos de los que se la ayudaron a descubrir, pero también a los que desde a pocos días a ella venimos, platicarse y decirse que la causa por la cual el dicho Almirante se movió a querer venir a descubrir estas Indias se le originó por esta vía.

Díjose que una carabela o navío que había salido de un puerto de España (no me acuerdo de haber oído señalar el que fuese, aunque creo que del reino de Portugal se decía), y que iba cargada de mercaderías para Flandes o Inglaterra, o para los tractos que por aquellos tiempos se tenían, la cual, corriendo terrible tormenta y arrebatada de la violencia e ímpetu de ella, vino diz que a parar a estas islas y que aquesta fue la primera que las descubrió. Que esto acaesciese así, algunos argumentos para mostrarlo hay: el uno es, que a los que de aquellos tiempos somos venidos a los principios, era común, como dije, tratarlo y platicarlo como por cosa cierta, lo cual creo que se derivaría de alguno o de algunos que lo supiesen, o por ventura quien de la boca del mismo Almirante o en todo o en parte e por alguna palabra se lo oyese. El segundo es, que entre otras cosas antiguas de que tuvimos relación los que fuimos al primer Descubrimiento de la tierra y población de la isla de Cuba (como cuando della, si Dios quisiere, hablaremos, se dirá) fue una ésta: que los indios vecinos de aquella isla tenían reciente memoria de haber llegado a esta isla Española otros hombres blancos y barbados como nosotros, antes que nosotros no muchos años; esto pudieron saber los indios vecinos de Cuba, porque como nos diste más de diez y ocho leguas la una de la otra de punta a punta, cada día se comunicaban con sus barquillos o canoas, mayormente que Cuba sabemos, sin duda, que se pobló y poblaba desta Española.

Que el dicho navío pudiese con tormenta deshecha (como la llaman los marineros y las suelen hacer por estos mares) llegar a esta isla sin tardar mucho tiempo y sin faltarles las viandas y sin otra dificultad, fuera del peligro que llevaban de poderse finalmente perder, nadie se maraville, porque un navío con grande tormenta corre cien leguas, por pocas y bajas velas que lleve, entre día y noche, y a árbol seco, como dicen los marineros, que es sin velas, con sólo el viento que cogen las jarcias y masteles y el cuerpo de la nao, acaece andar en veinte y cuatro horas treinta y cuarenta y cincuenta leguas, mayormente habiendo grandes corrientes, como las hay por estas partes; y el mismo Almirante dice que en el viaje que descubrió a la tierra firme hacia Paria, anduvo con poco viento, desde hora de misa hasta completas, sesenta y cinco leguas, por las grandes corrientes que lo llevaban; así que no fuese maravilla que, en diez o quince días y quizá en más, aquellos corriesen mil leguas, mayormente si el ímpetu del viento Boreal o Norte les tomó cerca o en paraje de Bretaña o de Inglaterra o de Flandes. Tampoco es de maravillar que así arrebatasen los vientos impetuosos aquel navío y lo llevasen por fuerza tantas leguas, por lo que cuenta Herodoto en su lib. IV, que como Grino, rey de la isla de Thera, una de las Cíclades y del Archipiélago, recibiese un oráculo que fuese a poblar una ciudad en África, y África entonces no era conocida ni sabían dónde se era, los asianos y gentes de Levante orientales, enviando a la isla de Creta, que ahora se nombra Candía, mensajeros que buscasen algunas personas que supiesen decir dónde caía la tierra de África, hallaron un hombre que había por nombre Carobio, el cual dijo que con fuerza de viento había sido arrebatado y llevado a África y a una isla por nombre Platea, que estaba junto a ella: Is, inquit, aiebat se ventis arreptum in Africam applicuisse, etc. Haec Herodotus. Cornelio Nepos cuenta, que en el tiempo que Quinto Metello era procónsul en Francia, que ciertos mercaderes que salieron de la India, con grandes tempestades, fueron a parar a Germania; lo mismo significa Aristóteles de los que hayaron la isla que arriba dijimos ser a lo que creemos la tierra firme hacia el Cabo de San Agustín, arriba, en el cap. IX; y los otros navíos que salieron de Cáliz y arrebatados de la tormenta anduvieron tanto forzados por el mar Océano hasta que vieron las hierbas de que abajo se hará, placiendo a Dios, larga mención; desta misma manera se descubrió la isla de Puerto Santo, como abajo diremos.

Así que, habiendo aquéllos descubierto por esta vía estas tierras, si así fue, tornándose para España vinieron a parar destrozados; sacados los que, por los grandes trabajos y hambres y enfermedades, murieron en el camino, los que restaron, que fueron pocos y enfermos, diz que vinieron a la isla de la Madera, donde también fenecieron todos. El piloto del dicho navío, o por amistad que antes tuviese con Cristóbal Colón, o porque como andaba solícito y curioso sobre este negocio, quiso inquirir dél la causa y el lugar de donde venía, porque algo se le debía de traslucir por secreto que quisieren los que venían tenerlo, mayormente viniendo todos tan maltratados, o porque por piedad de verlo tan necesitado el Colón recoger y abrigarlo quisiese, hobo, finalmente, de venir a ser curado y abrigado en su casa, donde al cabo diz que murió; el cual, en recognoscimiento de la amistad vieja o de aquellas buenas y caritativas obras, viendo que se quería morir, descubrió a Cristóbal Colón todo lo que les había acontecido y dióle los rumbos y caminos que habían llevado y traído, por la carta del marear y por las alturas, y el paraje donde esta isla dejaba o había hallado, lo cual todo traía por escripto.

Esto es lo que se dijo y tuvo por opinión y lo que entre nosotros, los de aquel tiempo y en aquellos días comúnmente, como ya dije, se platicaba y tenía por cierto, y lo que diz eficazmente movió como a cosa no dudosa a Cristóbal Colón. Pero en la verdad, como tantos y tales argumentos y testimonios y razones naturales hobiese, como a cosa no dudosa a Cristóbal Colón. Pero en la verdad, como tantos y tales argumentos y testimonios y razones naturales hobiese, como arriba hemos referido, que le pudieron con eficacia mover, y muchos menos de los dichos fuesen bastantes, bien podemos pasar por esto y creerlo o dejarlo de creer, puesto que pudo ser que nuestro Señor lo uno y lo otro le trujese a las manos, como para efectuar obra tan soberana que, por medio dél, con la rectísima y eficacísima voluntad de su beneplácito determinaba hacer. Esto, al menos, me parece que sin alguna duda podemos creer: que, o por esta ocasión, o por las otras, o por parte dellas, o por todas juntas, cuando él se determinó, tan cierto iba de descubrir lo que descubrió y hallar lo que halló, como si dentro de una cámara, con su propia llave, lo tuviera»

La descripción lascasiana de la aventura del piloto desconocido sorprende por su mayor extensión y el notable número de datos ofrecidos, llegando incluso a admitir que se pueda creer en ella y exponiendo las razones que fundamentarían tal convicción. La insistencia con que expresa Las Casas que obtuvo su información de primeras fuentes, de personas que estaban en condiciones de conocerla a la perfección y que tal vez se la habían oído contar al propio Colón; su aserción de que los tenía por ciertos; y la insistencia que pone en demostrar que no son inverosímiles deja claramente ver que si no garantizó la exactitud de la aventura por él relatada es porque, no habiendo sido testigo ocular de la misma, no podía hacerlo, si bien no existía ningún motivo que, desde su punto de vista, fuera suficiente como para rechazarla.

Olvidada durante siglos, la leyenda del piloto desconocido fue recuperada, en la segunda mitad del siglo XX, por el eminente colombinista Juan Manzano en su Colón y su secreto (Madrid, 1974), donde planteó la teoría del predescubrimiento de América y las dos versiones que, desde su punto de vista, existen al respecto: una oficial, presente en los documentos regios, y otra particular, procedente de las historias escritas por los primeros cronistas de Indias.

De estas dos versiones, Manzano se empeñó en demostrar que la real, la que verdaderamente reflejaba lo sucedido, era la segunda sabiendo de antemano que se jugaba su prestigio como historiador pues, según sus propias palabras

“en la actualidad ningún historiador solvente admite como verídico este relato de los antiguos cronistas indianos sobre la aventura del piloto desconocido; cosa, por otra parte, muy lógica y comprensible, pues, a pesar de los centenares de años transcurridos, la historia del piloto anónimo se encuentra estancada, inmóvil, sin que nadie, entre propios y extraños, se haya preocupado de aportar las pruebas (documentales y de indicios) absolutamente necesarias para tratar de revitalizar esta vieja tradición”

Descubrí el libro de Manzano mientras me documentaba para mi propio libro sobre Colón, el único de todos los que he escrito y que nunca ha sido publicado, debido a una serie de desencuentros con el editor que me hizo el encargo. He de reconocer mi fascinación por los estudios de Manzano. Desde la perspectiva de los sesudos estudiosos académicos (estirpe a la que él mismo pertenecía) podrá ser todo lo heterodoxo que se quiera, pero no se le puede negar la solvencia de sus fuentes y lo profundo de sus investigaciones. En esta dicotomía de buenos y malos, a la que tan aficionados somos los seres humanos, me gustaría que triunfara el malo, a saber, Manzano, promotor de una hipótesis histórica absolutamente despreciada por el mundo académico en general pero que, como en tantos otros casos, puede transformarse en la única versión oficial a nada que aparezca un documentillo perdido en algún archivo del mundo que venga a confirmarla. Cosas más raras se han visto.

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Mar Rey Bueno

Mar Rey Bueno es doctora en Farmacia por la Universidad Complutense de Madrid. Realizó su tesis doctoral sobre terapéutica en la corte de los Austrias, trabajo que mereció el Premio Extraordinario de Doctorado.
Especializada en aspectos alquímicos, supersticiosos y terapéuticos en la España de la Edad Moderna, es autora de numerosos artículos, editados en publicaciones españolas e internacionales. Entre sus libros, figuran "El Hechizado. Medicina , alquimia y superstición en la corte de Carlos II" (1998), "Los amantes del arte sagrado" (2000), "Los señores del fuego. Destiladores y espagíricos en la corte de los Austrias" (2002), "Alquimia, el gran secreto" (2002), "Las plantas mágicas" (2002), "Magos y Reyes" (2004), "Quijote mágico. Los mundos encantados de un caballero hechizado" (2005), "Los libros malditos" (2005), "Inferno. Historia de una biblioteca maldita" (2007), "Historia de las hierbas mágicas y medicinales" (2008) y "Evas alquímicas" (2017).