El señor Johann Wolfgang von Goethe —era un colega: se ganaba la vida escribiendo— dijo alguna vez que, al repasar los más recientes cuarenta años de su existencia, sólo encontraba en ellos quince días felices.
Goethe, sin duda, fue muy exigente y tenía derecho a serlo. Era Goethe. Tú, lector, lectora, al igual que yo, somos más modestos. No me pondré confidencial y no contaré mis momentos de mayor felicidad… Tampoco lo hagas tú, al menos hoy. Esas imágenes suelen ser privadísimas de tan íntimas y ya sabemos que cuando uno da publicidad a lo íntimo, deja de serlo. Esto va a misa, por más que lo contradigan tantos programas de televisión destinados a sostener lo contrario.
Si pienso en mi momento de gloria —que se pueda contar, insisto— debo ir bastante atrás en el tiempo, allá por 1950, y lejos en el espacio, a Buenos Aires. Más concretamente, al teatro Avenida, dedicado, por entonces, exclusivamente a espectáculos españoles: zarzuelas, revistas, prosa, variedades. Soy un niño, estoy sentado con mi familia en una de las primeras filas. Sale a escena una vedette cómica llamada Margarita Padín. Está vestida de nena, toda de amarillo limón porque, justamente, va cantando aquello de «A la lima y al limón, solterita yo no me quedo.» Salta a la cuerda, lleva un lazo gigantesco de papel crepé en la cabeza y a cada salto muestra las enaguas y los muslos. Sus calcetines blancos se pierden en inmensos zapatones. Al fondo, un jardín de colores que chillan, verdes y amarillos. Me causa gracia aquella aparición y me río a carcajadas. Ella me oye, se vuelve hacia mí y me saca la lengua. Siento que todo el teatro, lleno de gente, deja de mirarla y me contempla con admiración. He sido capaz de interrumpir el espectáculo y de merecer la atención exclusiva de la vedette.
Te parecerá pueril lo relatado. Estoy de acuerdo. Le ocurrió a un niño, es pueril de necesidad. Pero aquella gloria es la máxima porque fue la primera y lo primero siempre es único.
En mi memoria no sólo hay mil personas que me rinden homenaje, es toda la ciudad que ellas representan, la noticia en los periódicos, la radio (no había tele todavía) y en los noticiarios del cine. Nada de esto último sucedió realmente pero cada vez que lo rememoro me confundo con la memoria de aquel pibe que vivió su hora más gloriosa.
Copyright del texto © Blas Matamoro. Este artículo fue editado originalmente en ABC. El texto aparece publicado en Cualia con el permiso de su autor. Reservados todos los derechos.