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La gran epidemia zombi: de la ficción a la realidad

En junio de 2012, el Centro para el Control y Prevención de Enfermedades (CDC) de Estados Unidos se vio obligado a emitir un comunicado desmintiendo la existencia de una plaga zombi en el país. Tal cual.

La alarma social se produjo al coincidir en el tiempo diferentes noticias sobre individuos que habían perdido la razón y habían atacado a transeúntes mediante mordiscos, arrancándoles trozos de carne. Se dijo que el origen de tales comportamientos estaba en una droga sintética conocida genéricamente como “sales de baño”:

«Se trata de cristales blanquecinos que se venden en pequeñas botellas o en paquetes de papel de aluminio en las tiendas de conveniencia y en las fiestas rave o clubes de baile de todo el país. Se les puede llamar algo así como paloma roja, púrpura, Cloud Nine, onda lunar, marfil puro, Ola de marfil, Cielo de Vainilla, Bendición o Relámpago blanco. En el envase se indicará que “no es para el consumo” y que es sólo para usarse en un “refrescante” baño. Sin embargo, fúmelo, inhálelo, o inyécteselo y obtendrá una droga alucinógena, disociativa, que puede ser peligrosa, incluso mortal. Más de tres mil llamadas de auxilio han llegado a los Centros estadounidenses de Control de Envenenamiento solamente en el primer semestre de 2012. Las personas se han estado hiriendo a ellos mismos o han estado llegando a las salas de emergencia en West Virginia, Pennsylvania, Indiana, y en todos los estados del Sur, en el Medio Oeste y en Nueva Inglaterra. Los episodios psicóticos son similares a los que resultaban de usar PCP hace unas décadas. En el peor de los casos, las drogas en las sales de baño han dado lugar a fiebres muy altas que pueden causar que algunos órganos dejen de funcionar y la muerte, el suicidio, homicidio y un estado psicótico que sólo puede ser manejado con una anestesia general o con potentes drogas anti-psicóticas.» (ABC)

Que el personal del CDC tuviera que pronunciarse oficialmente sobre los zombis ante los ataques de unos tipos intoxicados que mordían a los transeúntes es algo que, tal y como estamos a estas alturas, se lo tenían que haber visto venir cuando decidieron transformar los simulacros de preparación para emergencias que se realizan por todo el país en apocalipsis zombis que dejan en mero teatrillo de novatos una teleserie como The Walking Dead.

Dijo la CDC que quien supera un ataque zombi sobrevive a cualquier cosa, así que los simulacros, además de efectivos, resultan divertidos. El problema surge cuando, al mismo tiempo, se pone de moda una droga que zombifica al personal… aunque no todos creyeron que las causas estuvieran tan claras… Pero, ¿hasta qué punto se justifica la preocupación sobre la realidad de un apocalipsis zombi?

Posibilidad de una epidema

En los años 80, el antropólogo y etnobotánico Wade Davis trasladó el contagio químico como manera de crear muertos vivientes de la ficción a la realidad, tras investigar la historia del haitiano Clairvius Narcisse, supuestamente envenenado, enterrado y resucitado. Esto es, zombificado al estilo vudú.

Muy criticado por su presunta escasez de rigor científico, Davis analizó los polvos usados por los hechiceros y concluyó que el proceso es posible por la acción de dos sustancias: una potente neurotoxina hallada en el pez globo que induce un estado de parálisis y una droga disociativa que permite controlar la voluntad del sujeto. Además, se usaban otros ingredientes, como restos de arañas y lagartijas, que, a falta de otras propiedades conocidas, pueden irritar la piel.

Según Davis, las llagas producidas permitirían la entrada en la sangre del resto de sustancias tóxicas. La sustancia encontrada en el pez globo es la tetradotoxina. La persona envenenada permanece consciente aunque paralizada hasta que le llega la muerte. Si el hechicero tiene maña, desenterrará a la víctima antes de que eso ocurra. El zombi, con sus funciones cerebrales bastante alteradas por la experiencia y el cóctel tóxico, es un muñeco en manos de su nuevo amo…

La imagen moderna de un zombi como personaje poco agraciado para el ritmo se atribuye, al menos por extenderlo como mito popular, al director de cine George A. Romero y su película La noche de los muertos vivientes (1968), donde los finados más recientes se levantaban de sus tumbas por culpa de la radiación emitida desde un satélite que regresaba de una misión a Venus.

El concepto de muerto viviente creado por aquella película es el predominante hoy en día: lentos y torpes, insensibles al dolor, desmontables por debajo de los hombros y obsesionados con morder a todo bicho viviente.

El caso es que, según el psiquiatra de Harvard y autor de The Zombie Autopsies Steven C. Schlozman, un apocalipsis zombi al estilo Romero sería bastante sencillo. Schlozman escribió sobre ello antes de este asunto de las “sales de baño”, pero no parecía ir demasiado desencaminado. A su juicio, sólo habría que encontrar la manera de esparcir un prion, una proteína infecciosa asociada con enfermedades neurodegenerativas, como fue la enfermedad de las vacas locas de hace unos años.

El reto estaría en asociar el prion con un virus, de manera que se propagase rápidamente, y, lo que parece más complejo, hacer que los daños cerebrales sean limitados para impedir que el zombi acabe en estado comatoso. Los objetivos serían el lóbulo frontal, el hipotalamo ventromedial y el cerebelo.

Como indica Schlozman, el hipotálamo ventromedial controla el apetito. Y si está dañado, el hambre es permanente, ajena a cualquier necesidad física, de ahí que el estado natural de un muerto viviente sea, exclusivamente, querer comer. En cuanto al lóbulo frontal del zombi, directamente no funciona. Esta parte del cerebro es la responsable de la moral, la planificación y el control de acciones impulsivas. Y puesto que el zombi sólo quiere comer, no distingue nada de lo que se le pone por delante.

El cerebelo, que se encarga de la coordinación motora, parece mostrar ciertos fallos de importancia, algo que, por otra parte, permite acabar con un zombi a base de golpes certeros y sin demasiado riesgo (Quizá sea esta la razón por la que nunca he tenido gran afición por estas películas, casi siempre protagonizadas por gente atacada de los nervios incapaz de darse cuenta de que correr y gritar puede ser una reacción legítima ‒inútil, pero legítima‒, frente a vampiros u hombres lobo, pero no ante un zombi de torpeza extrema, cuya única baza parece residir en los dientes).

Al parecer, puesto que siempre hay epidemia por medio, la solución de zombis desdentados no es factible a medio plazo, al compensarse la calidad por la cantidad hasta abarcar sociedades enteras. Entonces, cuando todos están zombificados por un virus menos tú, sí conviene correr. Otra cosa, vista la situación, es hacia dónde y para qué.

Materialización de un fenómeno subconsciente

Lo más curioso de todo es que esas últimas preguntas forman una de las claves del terror zombi. Jorge Fernández Gonzalo fue finalista del Premio Anagrama de Ensayo en 2011 con Filosofía zombi: «La entrega a la voracidad zombi ‒escribe‒, el sacrificio una vez que la amenaza excede lo soportable. En cierto modo, el apocalipsis zombi nos plantea una situación intolerable, y juega con esa búsqueda de los límites, ese punto en que preferiríamos la muerte a la supervivencia.»

Con respecto a la filmografía de George A. Romero, destaca que el miedo real procede de los personajes en sí, y no tanto de la amenaza exterior: «Sensación de agobio, proximidad creciente de la amenaza, ausencia de razones que nos indiquen cuál es el motivo que ha desplegado el apocalipsis. Y por supuesto zombis, zombis de gran sobriedad, de esencial mutismo, que pretenden asediar a los protagonistas. Es, sin embargo, el manejo de estos supervivientes lo que destaca en la primera producción del maestro del género. […] Discusiones entre personajes, juegos de poder y territorialidad, decisiones, desavenencias, pactos. El espacio de la casa se torna en escenario para el vertido de los fantasmas interiores de los protagonistas, que si bien es cierto que tienen miedo, realmente son el miedo, representan el horror y el desgaste de las relaciones interpersonales en los momentos de dificultad.»

Y más adelante, añade: «la espectacularidad del zombi como aquello que nos sobrepasa de nosotros  mismos, como aquello que soy y que, sin embargo, es más que yo, una representación que me desborda y que supera la propia narración que he tejido en torno a mí. En palabras de Borja Crespo (1998), “el lado oscuro de la condición humana queda descubierto ante nuestro horror, mostrándonos el verdadero peligro de una sociedad en descomposición: nosotros. Los cuerpos sin vida que se arrastran ante nuestra mirada son nuestra proyección”.

Y es que uno de los miedos que despierta la figura del zombi en nuestro subconsciente es la del miedo al otro, a la masa descontrolada: «La paranoia rige la lógica de las sociedades actuales. El zombi es el otro que me devuelve mi reflejo, un reflejo empantanado por la degradación de la carne.»

Lo cierto es que la figura del zombi parece cobrar una especial repercusión en las épocas de mayor crisis social. Ocurrió con el fenómeno vudú tras la Gran Depresión, o con los muertos vivientes a finales de la década de los 60. Y ocurre ahora.

Que el capitalismo y el zombi se llevan bien es algo que no escapa a nadie. El problema es que esta vez se trata de identificarse con el personaje devorado por el muerto viviente, y no con el que logra escapar. Una partida perdida, puesto que, como buenos zombis, no sabemos que lo somos. Nuestro cerebro está dañado irremisiblemente.

Final de la historia

El zombi como metáfora de nuestra civilización puede haber sido tan exacto que, al final, se ha convertido en un fenómeno real. Una figura de la psique colectiva que se materializa, cual arquetipo junguiano, en el tiempo y espacio precisos.

Quizás por esta razón es que muchos de los que aún se dan cuenta deciden sacrificarse a la horda, sin recursos morales ni espirituales para soportar por más tiempo la ansiedad que surge de comprobar que todo un mundo está dispuesto a devorarte. Unos, los más desesperados, se sacrifican con “sales de baños”, y otros con fines de semana encerrados en centros comerciales y eventos masivos de distracción donde pronto se ha de acabar la angustia surgida de la poca humanidad que aún queda entre tanto muerto viviente.

Culminado el sacrificio y con el lóbulo frontal inservible, su única razón para existir será devorar todo lo que se le ponga por delante. Me pregunto si en esta falta de resistencia tendrá algo que ver lo que escribía Arturo Pérez-Reverte acerca de la tendencia a admirar películas y series de televisión en las que se transfigura todo icono del mal en figura benigna para suavizar el mensaje: «Aquellos muertos vivientes que antes se querían colar en la casa del bueno y merendarse a la familia, y ahora lo mismo bailan en discotecas que cuidan de su novia o de su mejor amigo. Zombis y vampirillos adolescentes, guapitos, imberbes, vestidos así como en Zara, y que parecen recién salidos del instituto. Los muy capullos. […] Dirá alguno de ustedes que qué pasa. Por qué ha de ser negativo que los malos sean buenos. Y a eso responde el simple sentido común: transformar en figuras adorables a todos los personajes que tradicional y universalmente han venido siendo claves para encarnar el mal en la imaginación de los hombres, en las fábulas, relatos y ejemplos con los que nutrimos el imaginario de niños y jóvenes, es escamotear referencias útiles, símbolos necesarios para identificar el mundo que los aguarda, y para sobrevivir en él. […] A ver cómo van a enfrentarse después a la vida y sus brutalidades unos chicos educados en la idea perversa de que todo lo real o imaginado es bueno, o puede serlo. De que el bien siempre triunfa, los pajaritos cantan y el mal se disuelve bajo la luz de la verdad, el amor y la razón. […] En la educación de un niño, la figura del malvado, la certeza de su negra amenaza, es incluso más necesaria que la del héroe.»

En fin… como se suele decir, la mayor ventaja del diablo es hacer creer que no existe. Y así nos va, incapaces de enfrentar las causas que explican los porqués, con la ilusión ingenua y el pensamiento positivo como únicas e inútiles herramientas…

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Rafael García del Valle

Rafael García del Valle es licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Salamanca. En sus artículos, nos ofrece el resultado de una tarea apasionante: investigar, al amparo de la literatura científica, los misterios de la inteligencia y del universo.