Era tan listo, tan listo, tan listo, que quiso llevar la experimentación hasta sus últimas consecuencias. Y así, tomó una gallina muerta por congelación, la acercó a su pecho, la envolvió con sus ropajes, y experimentó si podía transmitir su calor vital a la gallina congelada para devolverle la vida. Por supuesto, no lo consiguió. Lo que sí consiguió fue morir de pulmonía. Un mártir más de la ciencia.
Claro que, eso, esa anécdota fatal, se cuidan muy mucho sus fieles seguidores de contarla. Lo que sí cuentan es que es el padre del empirismo filosófico y científico. Proclaman, a los cuatro vientos, que precisó las reglas del método científico experimental. Afirman, con grandes fanfarrias, que es el pionero del pensamiento científico moderno. El padre de la Revolución Científica. El dios supremo en el Olimpo de la ciencia tal y como la conocemos hoy en día.
Estoy hablando, por supuesto, de Sir Francis Bacon, primer barón Verulam, vizconde de Saint Albans, Canciller de Inglaterra. El celebérrimo Sir Francis Bacon, destacado filósofo, político, abogado y escritor inglés, pilar fundamental de esto que viene llamándose Historia de la Ciencia, y que no es sino un invento más de nuestros amigos los hijos de la Gran Bretaña, tan dispuestos ellos a barrer siempre para casa.
Muy espabilados andan todos los historiadores anglosajones (y adláteres) en proclamar las bondades de este inglés, a quien le debemos toda la modernidad que tenemos, todos los avances científicos que en el mundo han sido desde que naciera, tal día como hoy, en un ya lejano 1561.
Lo que suelen olvidar estos tan bien informados hijos de la pérfida Albión es la fuente de la que bebió nuestro milord. Una fuente que (si, estáis en lo cierto) no es otra que la muy poderosa España, la universal monarquía hispánica, con un imperio extendido por todo el mundo conocido. Un imperio que, como no podía ser de otro modo, se mantenía gracias a una potente maquinaria burocrática y científica. Un imperio que tenía, a su disposición, a los más destacados navegantes, astrónomos, geógrafos, cartógrafos, destiladores, médicos y naturalistas dedicados, sin pausa, a analizar, estudiar y sacar conclusiones de las múltiples novedades que, por doquier, se les planteaban.
Experimentos e informaciones que, como es evidente, no estaban al alcance de todos. De hecho, eran muy pocos los que estaban al corriente de semejante fuente de datos pues, lógicamente, constituían secretos de estado, que no podían circular libremente, que sólo podían custodiarse en los archivos de la corona. Unos archivos que, en la actualidad, pueden consultarse, estudiarse, analizarse. Y en eso andan unos cuantos, entre los que me encuentro. A ver si conseguimos (tarea ímproba) descabalgar al milord y subir a nuestros sabios patrios. Que nadie es profeta en su tierra, y menos, si esa tierra es España. La madrastra España.
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