Con Krazy & Ignatz (Krazy Kat) vuelve a producirse el milagro de una historieta que se transforma en arte. Se suele hablar de su autor, George Herriman, como el fundador del humor surrealista en los cómics, pero también podemos verle como un poeta que pasó a la posteridad gracias a su ternura, a su energía y a un lirismo excepcional.
Krazy Kat es la tira cómica que Herriman publicó entre 1913 y 1944. Su principal promotor fue el magnate William Randolph Hearst, quien la incluyó en las páginas del New York Evening Journal y en las de otros periódicos de su cadena.
Aún hoy sorprende que una strip tuviera esa carga intelectual sin perder un tono inocente, ligero, muy próximo al vodevil slapstick, muy en la línea del cine mudo de la época.
Los protagonistas habitan en un espacio desértico, similar al territorio que el dibujante visitaba durante los veranos: el Condado Coconino, en Arizona.
Pese a sus muchas variantes, toda la acción depende del triángulo sentimental que forman el ratón Ignatius, Krazy Kat y el agente Cachorro (Officer Bull Pup).
Desde que el crítico de arte Gilbert Seldes destacó en 1924 los valores de esta creación, numerosos intelectuales dedicaron elogios a Herriman por sus tiras y planchas dominicales. Entre los admiradores del dibujante, figuran cineastas como Frank Capra, pintores como Pablo Picasso y escritores de la talla de Ernest Hemingway, E.E. Cummings, Gertrude Stein y T.S. Eliot.
¿Qué fue lo que fascinó a la elite cultural? ¿Acaso Krazy Kat es una obra minoritaria? ¿Cuáles son las razones de esa especial veneración? En el fondo, la cuestión es bien fácil de explicar: lo que convirtió a este cómic en pionero –y desconcertante para los lectores de su tiempo– es su rabiosa modernidad.
Un hechizo especial que, por razones obvias, supieron apreciar mejor los creadores de mentalidad más avanzada.
Les propongo el ejercicio de leer estas páginas sin pensar en su fecha de impresión.
Comprobarán que se trata de una obra intemporal, donde se concentran ingredientes a los que ya nos tiene acostumbrados el cómic moderno.
Los encuadres de Herriman y su inventivo empleo del lenguaje dan un salto hacia el futuro. Y lo consigue antes de que se pusieran en marcha corrientes como el dadaísmo.
Antes incluso de que los vanguardistas o el pop art hablasen de la historieta como el noveno arte.
Reparen, por ejemplo, en el argot criollo de Krazy, una especie de mezcla entre el inglés, el español, el yiddish y el inglés. O en la decoración minimalista del entorno, donde hallamos reminiscencias del arte navajo. Todo, en fin, nos sugiere un universo sometido a reglas muy precisas, pero con un punto de desorden que lo hace más entrañable.
En una misma viñeta se dan la mano la diversión –éste es un cómic para todas las edades– y esa poesía inclasificable que brilla en el momento justo.
Hay demasiado talento en Herriman como para achacarlo a la casualidad.
Hijo de un matrimonio de emigrantes griegos, se curtió como dibujante en la redacción del Los Angeles Herald, y luego publicó sus primeras tiras de prensa en el San Francisco Examiner. Allí fue donde conoció a Hearst, que dio un impulso definitivo a su carrera.
Fue dibujante del Los Angeles Examiner a partir de 1906, y su primera tira de éxito generalizado fue The Dingbats, que luego pasó a titularse The Family Upstairs.
Precisamente fue en dicha strip donde el incansable Herriman situó a este gato y a este ratón que, andando el tiempo, se convertirían en una leyenda para los aficionados a los tebeos.
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