En el capítulo decimoquinto de sus Memorias, titulado “Grandes anales de tres semanas”, el filósofo Julián Marías escribe un relato detallado de su propia experiencia en las semanas inmediatamente posteriores a la entrada de las tropas franquistas en el Madrid de 1939.
Marías vivió toda la contienda en el Madrid del No Pasarán. Los últimos meses, al lado de Julián Besteiro, esa figura tan denostada durante tanto tiempo, por considerarle los suyos propios (fueran ellos quienes quiera que fueran, que a saber) como el traidor que conspiró contra la República y vendió la capital a Franco… como si la capital no hubiera sido abandonada por las principales figuras republicanas desde los orígenes mismos de la guerra…
“Ya he hablado de la estimación sin límites que me inspiraba Besteiro, la única figura pública que mereciera a mis ojos, durante la guerra, un respeto integral”, escribe aquel Marías maduro, volviendo a ponerse en la piel del joven soldado de veinticuatro años que fue, perdido en el desorden administrativo de una República en desbandada. Un joven que creía en escenarios utópicos, en una rápida reconciliación, en una asunción de errores, en fin, en algo que no fue:
“Para que se pudiera hacer la paz en España (…) lo primero que hacía falta era la expresión y difusión de la verdad. Era menester barrer la espesa nube de mentiras que envolvía a todos los españoles de ambas zonas desde el comienzo de la guerra, de manera que se instalaran en la realidad. Era menester que los republicanos comprendieran y aceptaran la derrota, y reconocieran en qué medida habían contribuido a ella con sus errores y sus crímenes; y que los adversarios vieran también la parte que tenían en los mismos males, aunque la suerte, acaso inmerecida, los hubiera acompañado”.
Besteiro encarga al joven Marías que escriba lo que le parezca oportuno. Y Marías así lo hace. Escritos que se enviaban a los periódicos y a las emisoras. Besteiro dio órdenes de que esos escritos fueran tomados como suyos propios, se imprimieran y transmitieran día tras día. Podría pensarse que fue demasiado temerario por parte del socialista Besteiro, único representante del llamado Consejo Nacional de Defensa que no abandonó la capital, encomendar semejante tarea a un joven de veinticuatro años. Y quizás sí que lo fue. Pero Marías ya había dado pruebas más que demostradas de su valía, siendo uno de los alumnos aventajados de la Facultad de Filosofía madrileña. Seis años atrás había sido uno de los 200 integrantes del conocido como Crucero Universitario por el Mediterráneo, una propuesta de la Segunda República que llevó a los alumnos llamados a convertirse en el futuro intelectual del país por varias ciudades mediterráneas y del Oriente Próximo. Marías ganó, ex aequo con su compañero y amigo Carlos Alonso del Real, el premio al mejor diario de viaje, que sería publicado conjuntamente bajo el título de “Juventud en el mundo antiguo (Crucero Universitario por el Mediterráneo)”.
Pues bien, aquel joven soldado republicano comienza a escribir todo lo que considera oportuno: el balance real de la guerra, las conexiones internacionales, la necesidad de despojarse del espíritu de odio, y aún de beligerancia, el papel que los republicanos, aún vencidos, podrían y deberían representar en la paz… así, hasta que cae Madrid. Cuando la entrada de las tropas franquistas se preveía inminente, Julián decidió ir a visitar a su mentor Besteiro, que se encontraba solo en los sótanos del Ministerio de Exteriores. Poco podían decirse ya.
Llega, entonces, la temida denuncia:
“De haber creído en las promesas de los vencedores, no hubiera tenido motivo de preocupación por mí mismo; pero distaba bastante de esa fe; y el comportamiento de los últimos días de la guerra había contribuido a minarla todavía más. Pero tenía además motivos concretos para esperar un porvenir desagradable y peligroso. Desde hacía algunos meses me habían llegado noticias indirectas, procedentes de la zona ‘nacional’, de que un amigo y compañero de instituto y universidad, de cuyo nombre no quiero acordarme, estaba dedicado a una campaña de denuncia contra mí. Era tan incomprensible como peligroso. Por diversos caminos me fui dando cuenta del alcance de la empresa. Había movilizado a un profesor de reconocido fanatismo para que firmase una denuncia que tendría más valor que la suya; buscó ‘testigos de cargo’ para sustentarla (…). Todo esto aseguraba que sería objeto de persecución, con imprevisibles consecuencias. A pesar de ello, no pensé ni por un momento en emigrar”.
Los temores se hicieron realidad: “Llegó el 15 de mayo, día de San Isidro. A primera hora de la tarde, dos policías llamaron a mi casa, preguntaron por mí, me explicaron que había una denuncia y me llevaron consigo a un gran edificio de la calle de la Florida, que luego se llamó Mejía Lequerica”
Allí fue interrogado y permaneció semanas sin saber nada, hasta que fue trasladado a una nueva prisión, en espera del juicio oportuno. Durante ese tiempo, su entonces novia, posterior esposa y madre de sus hijos, Dolores Franco, se encontró con uno de los ‘testigos de cargo’, compañero de facultad, a quien la pareja había visitado asiduamente durante la guerra, llevándole libros y otras cosas de necesidad. Testigo que fue muy explícito con Lolita: “Si Marías no vuelve a acordarse de que tiene una carrera, podrá vivir; en otro caso, lo hundiremos”.
¿Por qué se salvó Julián Marías? Pues lo hizo por el testimonio favorable de un falangista de pro, Salvador Lissarrague, discípulo de Ortega, hijo de un militar fusilado en Paracuellos:
“Mis denunciantes lo encontraron y le preguntaron: ‘¿conoces la actuación de Marías durante la guerra?’ Dijo que sí y lo citaron como testigo. Tenía, por su relación con Falange y la muerte de su padre, prestigio político; el juez lo recibió y lo escuchó. Hizo los más fervientes elogios de mí. El capitán jurídico se iba poniendo nervioso; al fin no pudo más y le preguntó: ‘¿Usted sabe que ha sido citado como testigo de cargo?’ Lissarrague contestó: ‘Yo creía que había sido citado para decir la verdad’. El juez quedó sorprendido, y empezó a preguntarle, si era cierto lo que decía, a qué respondían las encarnizadas denuncias. Lissarrague contestó concisamente: ‘Envidia’. No estoy seguro de que la explicación fuese tan sencilla; pero su intervención cambió las cosas.”
Marías fue despojado de su título de doctor universitario, la primera (y creo que única) vez que tal cosa ha sucedido en la universidad española. Nunca pudo ejercer como académico universitario, aunque se buscó la vida, ejerciendo durante años en universidades inglesas y norteamericanas y ocupando, finalmente, el lugar que le correspondía en la historia de la filosofía española.
Nunca dijo quienes habían sido sus delatores, aunque fue su hijo Javier el encargado de hacerlo: Carlos Alonso del Real, quien había sido íntimo amigo de Julián en el instituto y la facultad, aquel con el que compartió premio por el mejor diario de un viaje en el que también participó el segundo de los delatores, Julio Martínez Santaolalla, jefe de Excavaciones Arqueológicas del régimen, formado en la Alemania hitleriana de los años treinta, el encargado de acompañar a Heinrich Himmler durante su viaje a España, en octubre de 1940.
Cuando leí la historia de Marías empecé a buscar información sobre Besteiro. Una de las primeras cosas que me encontré fue una frase de Ian Gibson, donde tachaba al socialista de “ingenuo” por creer que los franquistas iban a ser benévolos con él. Me molestó esa consideración porque, en mi corto conocimiento de la situación, creo que la actitud de Besteiro, permaneciendo en Madrid a sabiendas del riesgo que corría, no puede ser tachada de ingenua, más bien habría que elogiarla.
Es cierto que de nada sirven los mártires, pero tampoco considero ética la actitud de aquellos dirigentes e intelectuales republicanos que pudieron exiliarse frente a los cientos de miles, millones, de gentes anónimas a las que no quedó más remedio que sufrir los cuarenta años de franquismo. Es mi opinión personal, como nieta de dos de ellos.
Buscando, me encontré con un artículo escrito por el historiador Juan Marichal en El País de 1990. Marichal, nacido en el seno de una familia republicana canaria, se exilió en 1938 en México, formándose en la UNAM y doctorándose en Princeton, llegando a ser profesor de estudios hispánicos en Harvard (1948-1988).
Dice Marichal: “La Historia, pese a lo que se ha dicho desde el comienzo de la civilización, no se repite nunca. O, más precisamente, ‘la Historia es la ciencia de lo que solo ocurre una vez’, como lo formuló Charles Seignobos. Esta afirmación se aplica, patentemente, a las historias individuales, a las biografías personales: cada ser humano es absolutamente único, irrepetible antes y después de su existencia.”
Es, en ese punto, donde incorpora a Besteiro, “una de las individualidades, políticas e intelectuales, española del siglo XX más difícilmente encasillables”. Figura señera, siempre del lado del obrero, al iniciarse la contienda Besteiro se sitúa en el exiguo terreno de la llamada Tercera España (término que tanto enfurece a muchos).
“Años más tarde ‒escribe‒, ya en el exilio, o en la sombría España de la inmediata posguerra, fueron muchos los españoles que soñaron retrospectivamente con una Segunda República presidida por la ecuanimidad de Besteiro: la España posible de Besteiro (…). Un anarquista español (cuyo rostro quijotesco no puedo olvidar: ¿vivirá todavía?) me dijo: ‘Todos los intelectuales de la Segunda República fueron unos despreciables traidores, menos uno, Besteiro’. Añadiendo, para mayor asombro mío: ‘Los demás huyeron, mientras él se quedó a sufrir la tiranía, junto a su pueblo’”.
¿Y qué ha ocurrido hoy? ¿Por qué hoy he escrito esta larguísima entrada? Pues porque hoy he decidido hacer un recorrido por muchos de esos lugares madrileños sobre los que llevo trabajando meses. Uno de ellos, muy querido para mí. El lugar donde pasé doce años de mi vida, desde los cinco hasta los diecisiete años. Mi colegio de monjas terciarias franciscanas. El lugar donde Julián Marías pasó esas semanas de incertidumbre, sin saber si sería fusilado o encerrado en una prisión durante treinta años. Todo, por una simple cuestión: Envidia.
“A los pocos días volvieron a llamarme. Me llevaron a un coche celular; sin ninguna explicación, me llevaron a otro lugar. Resultó que era Santa Engracia, 134. Había sido un colegio de niñas, regido por monjas, y convertido, como tantos, en prisión. Hoy es el número 140, según he visto al pasar alguna vez por delante”.
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