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José Luis Garci: «En la actualidad, ir al cine es un acto de rebeldía»

Esta larga charla, que en realidad contiene fragmentos de conversación separados por el tiempo, comenzó hace años. Pasó José Luis Garci por Fuente el Saz del Jarama para rodar Sangre de mayo, y allí, junto a una reproducción del Arco de Cuchilleros diseñada por Gil Parrondo, tuvimos tiempo para hablar de cine clásico y de literatura. Son temas que luego, de cuando en cuando, he ido retomando con él en sucesivos encuentros periodísticos, tanto en estrenos como en presentaciones de libros.

Garci es un cinéfilo con una cultura literaria muy amplia, y precisamente por ello, en lugar de preguntarle sobre sus mejores obras –Asignatura pendiente, Volver a empezar, Canción de cuna, El Crack…–, siempre he optado por hablar con él sobre lecturas y novelistas. No en vano, José Luis Garci es autor de libros memorables, como Ray Bradbury, humanista del futuro, Noir y la serie Morir de cine, Beber de cine, Latir de cine, Querer de cine y Mirar de cine. En todos ellos el clasicismo vence por un amplio margen. Como dice Luis Alberto de Cuenca, «cine escrito o literatura filmada, la forma de expresión de Garci como artista es una mezcla perfecta de escritura y cinematografía».

En el mundo anglosajón, es muy frecuente encontrar a novelistas importantes que han escrito sobre cine. Hay casos, como el de Ray Bradbury, en los que la cinefilia es evidente. Y en el periodo clásico de los estudios, hubo autores consagrados que fueron contratados en Hollywood, como William Faulkner, Raymond Chandler, Nathanael West, Dorothy Parker o Scott Fitzgerald, que también se refieren al cine en sus escritos. Pero la literatura en español no tiene tantos ejemplos en este sentido. Ahora me vienen a la memoria Guillermo Cabrera Infante o algunos poemas Alberti y Lorca, pero no es una pasión tan habitual como sería deseable.

Hemos tenido la mala suerte de que de que Ortega y Gasset no escribiera una sola palabra sobre el cine. Escribió acerca de los toros y de otros temas de cultura popular pero no de cine. La generación del 98, salvo Azorín, tampoco fue muy aficionada al cine. Por ejemplo, a Baroja le daba más o menos igual. Como sabes, solo Azorín sintió esta fascinación durante la última parte de su vida, cuando iba a cines como el Calatrava y descubrió una especie de modernidad en el cinematógrafo. Cuando Azorín ve Solo ante el peligro, de Fred Zinneman, le dedica una crónica en la que valora a Gary Cooper por cómo camina, más que por cómo actúa.

En general, en España hubo mayor atracción por las letras. Es curioso, porque yo creo que Galdós hubiera sido un gran cinéfilo, y lo mismo pienso de otros escritores de la generación del 98.

Por supuesto, todo eso cambia en los años cincuenta, cuando llega una nueva generación que está deslumbrada por el cine. Yo diría que esa corriente se consolida gracias a figuras como José María Pérez Lozano, de la Editorial Católica, que fundó Film Ideal, y que luego también fue director de Cinestudio.

Desde que empieza a publicarse en 1956, colabora en Film Ideal gente como Juan Miguel Lamet, José Luis Guarner, Terenci Moix, Miguel Marías, Fernando Mendez Leite, Miguel Rubio, Juan Cobos… Como sabes, la revista toma el título de un discurso de Pío XII, en el que dice que es necesario el «film ideal”… A eso se une la apertura de la Escuela Oficial de Cinematografía, a la que acuden Carlos Saura y otros. Con esto, ya nos ponemos al día en la corriente francesa de Cahiers du Cinema y en la británica de Sight and Sound.

Hablamos de cinefilia, y si no recuerdo mal de cuando estudiaba latín, esta palabra significa hijo del cine. Es verdad que los intelectuales de ahora sí están por el cine, pero en esa época de los años 30, por ejemplo, lo miraban un poco de una manera despectiva, a pesar de los esfuerzos de Luis Buñuel.

En aquellos tiempos, Buñuel sentía no sólo una atracción enorme por el cine, sino por el arte y el surrealismo. Se empeñaba en que Ernesto Giménez Caballero, el propio Ortega y los demás descubrieran en el cine algo que para él ya era muy importante. Pero ni siquiera Dalí, que había participado con él en El perro andaluz, le acompañó en esa pasión por el cinematógrafo. En cambio, como tú dices, los intelectuales y artistas anglosajones entendieron desde el primer momento que Hollywood era como la Atenas moderna: un lugar prodigioso, donde se compendiaba todo lo que iba a ser la cultura del siglo XX y adonde acudió gente de todas partes gente para dirigir, para escribir, para actuar… Quizá, en este aspecto, los españoles hemos tenido un retraso, aunque luego también se ha visto compensado… Recuerdo, por ejemplo, que en la época de mi niñez era habitual hablar de cine, y oías a alguien decir que había visto dos o tres veces Ladrón de bicicletas.

Hemos pasado por alto a Ramón Gómez de la Serna, con su Cinelandia, y a la otra generación del 27: autores como Neville, Jardiel y López Rubio, que se fueron a América en los años treinta para adaptar las versiones españolas de las películas de Hollywood.

Sí, todos ellos se fueron a a Hollywood a ganar dinero… Tampoco hay que olvidar, en los años siguientes, a críticos como Alfonso Sánchez, Miquel Porter i Moix, Ángel Zúñiga

¿No tienes la impresión de que la calidad literaria de la crítica cinematográfica ha decaído en nuestros días? Me cuesta generalizar, porque hay excepciones admirables, pero no puedo evitar esa sensación.

Siempre he creído que la crítica es un camino para acercarse al cine. Cuando no podías dedicarte profesionalmente a este oficio, entonces escribías para las revistas especializadas, y de algún modo, te relacionabas con otros locos como tú, que compartían esa misma pasión.

Evidentemente, cuando te dedicas a escribir críticas en esa primera época eres injusto, porque no valoras más que lo que se lleva en el momento. Apoyas lo que se supone que es lo moderno y actual. Es una etapa en la que aún no eres tú mismo, sino lo que se supone que tienes que ser.

Si hablamos de aquel tiempo, sucedía, por ejemplo, que si a ti te gustaba mucho una película del Oeste como Emboscada, de Gordon Douglas, no podías decir que era mejor que una película de Antonioni, porque eso era lo que se llevaba.

Un western no podía ser mejor que el realismo crítico o que las películas de De Sica y Visconti. Y si lo que te gustaba era John Ford, pues tenías que hacer un alarde de valor, porque Ford era considerado un fascista.

Esa es una época que van a pasar todos los críticos. Tienes que asentar las ideas, y decidir realmente lo que te gusta, más allá de que te tus gustos coincidan o no con lo que se lleva.

Es cierto.

Dedicarse profesionalmente a ser crítico de un periódico o de una revista yo creo que implica una gran madurez. Para empezar, tienes que tener un gran conocimiento de lo que es una película, cosa que siendo sólo criticó no se sabe. En mi opinión, toda la gente que hemos hecho cine ahora sí seríamos buenos críticos. Sabemos distinguir muy bien lo que es el guión de la dirección, lo que implica el montaje, dónde está el mérito de un director artístico… En definitiva, conocemos la importancia que tiene una serie de labores de este oficio.

Hay quien escribe una crítica creyendo que todo es obra del director, y no es cierto. Siempre he estado en contra de ese movimiento cinematográfico que surgió en Francia, y que llevó a que las películas se firmaran como «Un film de…». Era absolutamente absurdo, porque un director, por sí mismo, no sabe cómo poner la luz ni cómo construir un decorado.

Esa tendencia, además, ha hecho que renunciáramos a un tipo de historia que tenía su base en la narrativa. Ese es el cine que más me gusta: el cine clásico de Hollywood. Desde entonces, se han hecho películas, entre comillas, «más personales», pero yo creo que la vida de uno solo da para hacer un cortometraje… y si es que llega.

Muchas películas que reflejan experiencias personales suelen ser aburridas. En cambio, pensemos en Errol Flynn al mando de un grupo de soldados en la jungla de Birmania. Tienen que destruir una emisora de radar para luego ser recogidos por un avión. Pero el avión no llega y se ven forzados a cruzar las líneas enemigas… Por supuesto, además de una buena historia, tiene que haber un guionista que elabore unos diálogos que te atrapen desde el principio, y necesitas a un director como Raoul Walsh para que te mantenga en vilo… Pero eso es, en realidad, el arte narrativo… Evidentemente, hay un cine documental o más experimental, pero lo que está en crisis es, precisamente, ese cine de carácter narrativo.

En todo caso, no parece que el cine exclusivamente narrativo sea el preferido de muchos críticos de hoy.

Fíjate, desde El padrino –y estamos en los años setenta–, es difícil encontrar una obra narrativa tan asombrosamente lúcida. Una película de ritmo lento, que te envuelve, y que cada vez que la emite la televisión, te quedas a verla hasta el final. Ese es el arte que se ha ido perdiendo. Me pasó con Titanic, de James Cameron: cuando miré el reloj, ya llevábamos dos horas de película.

Estoy de acuerdo.

Eso es una maravilla, y está en la línea de Lo que el viento se llevó. Hablo de esa especie de fluido que abastece cada escena… En Estados Unidos, durante el periodo clásico, se apoyó ese tipo de cine, pero ahora abogan por otro cine, más contemplativo. Un cine de paseos, de miradas, de sentimientos, pero en el peor sentido, porque entonces se produce un vacío… Es el cine que refleja esta sociedad en la que vivimos ahora.

Una cosa es consecuencia de la otra.

El cine abarca muchas cosas. En primer lugar, es el arte de contar una historia. También es el reflejo de una sociedad. Y es un recreo, una forma de entretenimiento… No sé, pero si la sociedad actual no es atractiva, las películas que tenemos en ella tampoco lo serán. En cambio, el cine de los años cuarenta es más atrayente y cautivador que el actual, incluso visto hoy, porque era una sociedad más fascinante en todos los aspectos. Piensa, por ejemplo, en la moda de aquella época, con las mujeres vestidas con trajes largos, con hombreras… Lo mismo pasa con las ambientaciones, con los decorados, con las historias…

Cada época tiene su cine. La nuestra es un poco más vulgar, menos atractiva, y ya no parece posible aquel cine cuyo mayor atractivo era, precisamente, la pasión con que se contaban las películas. Los actores no es que fueran buenos o malos, es que tenían que ser sublimes, porque de lo contrario, no servían.

Bette Davis tenía que ser capaz de traspasar la pantalla, y lo mismo pasaba con Barbara Stanwyck y con tantos otros. Ahora ves a las estrellas mucho más a menudo. Los actores hacen publicidad, aparecen en televisión, los ves en los making of de los DVDs. Se ha perdido la magia.

Incluso los cineastas que pertenecen a épocas anteriores están un poco acomplejados, porque creen que tienen que estar aggiornados y hacer lo que se lleva. Hitchcock y Ford nunca se dejaron llevar por esa tendencia, y murieron haciendo el cine que siempre habían hecho.

Todos acabamos superados por nuestra época. El público que ahora va al cine tiene entre doce y veintidós años, y no está para ver Eva al desnudo. Evidentemente, van a ver otro tipo de obras. Eso es así. Por eso yo no podría, por ejemplo, rodar una película ambientada en una facultad de ahora. No tengo ni idea ni de de cómo hablan de amor ni de cómo lo hacen… Mi época también ha pasado

A estas alturas, no podría hacer un cine para la gente que tiene veinte años. Al fin y al cabo, eso es lo que está haciendo la industria de Hollywood. Los ejecutivos de Hollywood, y también los ejecutivos que hay en España, no tienen ningún poder… El poder lo tienen los chicos de doce años, que dicen las películas que quieren que se hagan. Es decir, que Robert Redford, por poner un caso, no tiene mucho poder para hacer las películas que quiere. Son los chicos de doce años los que quieren que se haga Spiderman VI o VII, y los ejecutivos de América lo asumen, porque si no, la gente no va a las salas.

Has recurrido en varias ocasiones a la literatura española como fuente de inspiración. Por ejemplo, Luz de domingo se inspira en la obra de Ramón Pérez de Ayala. En este caso, permaneces fiel al espíritu del original, pero eliges un relato sumamente difícil de adaptar.

En realidad, en Luz de domingo Horacio Valcárcel y yo hacemos una especie de refundición de lo que es el mundo de Pérez de Ayala. El protagonista, por ejemplo, se llama de una manera distinta. Se llama Urbano, que es el protagonista de una de las obras que más me gustan de Pérez de Ayala: Los trabajos de Urbano y Simona. Urbano viene de urbanidad, de corrección, de educación… Y eso le va muy bien al personaje.

En este sentido, un experto en Pérez de Ayala como es Andrés Amorós menciona Luz de domingo como novela poemática. Amorós dice que apenas queda nada del cuento original en este guión, pero que sí está la esencia del escritor.

Creo que este relato de Luz de domingo es algo que Pérez de Ayala oyó contar de niño, con seis o siete años. Algo que había sucedido en el pueblo donde él pasaba algunos veranos. Un pueblo que llama Cenciella, pero que es Noreña. Ahí es donde rodamos la casa de Pérez de Ayala, que es la fonda de la película. A él esta historia le debió impactar mucho, y cuando fue adulto, trató de recogerla a su manera. Al fin y al cabo, era muy europeo, muy elegante y sutil… Un hombre de gran cultura. Todo un filósofo… Uno de los problemas de la adaptación es que, si no recuerdo mal, a la protagonista la violan siete hombres, como los siete infantes de Lara, y claro, eso cinematográficamente no se puede hacer. Lo que se ha hecho es una versión.

¿Cómo surge este proyecto?

El haber hecho esta película se debe a que, hace muchos años, casi treinta, un periodista que falleció el año pasado, Carlos Luis Álvarez, Cándido, me dio la idea de adaptar Luz de domingo. Me parece que fue en el estreno de Solos en la madrugada, o quizá fue en el de Las verdes praderas. ‘Tendrías que hacer Luz de domingo’, me dijo, y yo le contesté ‘Es difícil, porque Pérez de Ayala, aunque yo lo conozco, es muy complicado de llevar al cine’.

Cándido creía que ésta sería una película muy española. Un reflejo muy claro de lo que vino dos décadas después, con la Guerra Civil. Eso quedó así, y siempre que me encontraba con el, me decía ‘A ver cuándo haces Luz de domingo’.

Recuerdo que cuando terminamos el guión Horacio y yo, le llamé por teléfono para enviárselo, a ver qué le parecía. Cándido estaba ya en el hospital. Yo me tuve que ir unos días, con tan mala suerte que no lo pudo leer, porque se murió antes. Pero él fue la primera persona que vio que ahí se podía hacer una película. De hecho, él era de Oviedo, y mantuvo mucha correspondencia y amistad personal con Ramón Pérez de Ayala.

Cuando ruedas Sangre de mayo, regresas a un terreno que te resulta familiar. Tú ya conoces bien el universo de Galdós…

Sí, quizá el haber trabajado antes con Galdós en El abuelo me hace conocer o aproximarme mejor a cómo entendía él un determinado tipo de personajes de nuestra Historia.

Los acontecimientos del Dos de Mayo los conocemos todos, porque están bien documentados, y porque no hace tanto que ocurrió todo aquello. Sólo hace doscientos años, lo cual en la Historia es muy poco. Y en lo literario, en la película se sigue muy, muy libremente un episodio nacional de Galdós, pero está cambiado absolutamente. Hay una determinada visión del Madrid de la época. Hay personajes que no tienen nada que ver con la historia y que están insertados. Es algo parecido a lo que sucedió con El abuelo, que era una obra de teatro y se fue convirtiendo en una película, buscando una serie de lugares distintos en los que desarrollar la acción.

Para realizar la ambientación de Sangre de mayo vuelves a contar con tu amigo Gil Parrondo, que es uno de los grandes maestros en este campo. Debe de ser un privilegio contar con un colaborador como él, ¿no es cierto?

Llevo trabajando con Gil Parrondo desde Volver a empezar, que es del año 1981. Así pues, llevamos trabajando juntos casi treinta años. Pero antes ya le había conocido sus decorados para Samuel Bronston [La caída del Imperio Romano (1964)]. Creo que el de Sangre de mayo es uno de los mejores decorados que se habrán hecho en el cine español.

Alguna vez te he oído comentar que es una lástima el modo en que nuestro cine desaprovecha nuestra Historia. Casi es un tópico repetirlo, pero en eso también nos diferenciamos de los ingleses, de los franceses, y por supuesto, de los estadounidenses.

Yo creo que ha habido un género muy bueno… Es un género que se nos ha escapado, y que es, en particular, el de la conquista de América.

Piensa en ese mundo exuberante de verdes, de corazas plateadas brillando al sol, de caballos en la selva… Era un mundo maravilloso, y se ha hecho muy poco. Saura lo abordó en El Dorado, donde contaba esa aventura de Lope de Aguirre que antes rodó Werner Herzog.

Este es un género para nosotros hubiera sido como el western. Además, se desarrolla en un escenario que también tiene las fronteras difusas, igual que sucede con el Oeste americano.

Pero el tratamiento tendría que ser atractivo. Por citar un caso, Alba de America, la película que rodó Juan de Orduña, no llega a funcionar como debiera. A pesar del talento del director, tiene un aire algo solemne.

Bueno, es que en Alba de América se cuenta la historia de la aventura de Colón, y ese no es un tema muy agraciado. Incluso Ridley Scott y George Pan Cosmatos lo han intentado y no les ha salido muy bien.

La Historia es muy difícil de llevar al cine. Una cosa es el rigor histórico y otra cosa el rigor mortis [Risas]. Entonces hay que andarse con mucho ojo y darle vida al argumento. La sensación… la impresión de vida no debe desaparecer nunca en las películas. Menos aún en las películas que son históricas.

Siempre se puede caer en el puro cartón piedra, ¿verdad? Lo digo porque hay muchas películas de este tipo que me recuerdan a un museo de cera.

Tenemos que amoldar nuestra sensibilidad de hoy a la de otro tiempo. Hay que conseguir que las películas estén llenas de vida. Hace siglos, el entorno y las condiciones eran distintos, pero por dentro cada persona quería ser feliz, quería ser mejor, estaba enamorada o sufría un desamor…

No hace mucho, comenté que, a la hora de hacer cine, me interesaba más el pasado. Yo hice un cine en torno a lo que ahora se conoce como la Transición. Reflejé ese periodo de una forma absolutamente documental. Así, en películas como Asignatura pendiente, Solos en la madrugada y Las verdes praderas quedaba plasmado por medio de distintas referencias: desde la muerte de Franco y la legalización del Partido Comunista hasta aquellos chalecitos en la sierra, donde no había bombona para calentarse en el fin de semana.

Después de eso, Horacio Valcárcel y yo nos acercamos a una investigación más actual, que fue El crack. En esa película, con materiales más o menos negros –o gris marengo– también reflejamos algo de lo que estaba ocurriendo en España. Después de Canción de cuna no es que yo haya perdido las ganas de reflejar el presente, pero sí he llegado a una conclusión, y es que creo que para reflejar el presente hay que hacer como los pintores. Conviene dar un par de pasos atrás, y tomar perspectiva.

Me imagino que, a la hora de rodar Sangre de mayo, te vendrían a la memoria otras películas de aventuras que en su momento rodaron Michael Curtiz, Raoul Walsh o incluso Howard Hawks.

Ojalá me pasara a mí como a Howard Hawks, que no había hecho nada de cine histórico y rodó Tierra de faraones, que es una película que a mí me parece maravillosa… La verdad es que no lo sé, no tengo ni idea. Plantear en el cine la épica mezclada con el mundo de la emoción creo que es algo muy difícil.

Hace años, en la radio, te oí hablar por primera vez de un proyecto que planeabas escribir con Eduardo Torres-Dulce. Ese proyecto ha sido finalmente Holmes & Watson. Madrid Days. ¿Desde el principio incluía al personaje de Holmes o solo se refería a ese Madrid del XIX que tanto te fascina?  

La de Holmes & Watson es una idea que nace el año 98, después de rodar El abuelo. Yo iba paseando por la calle Génova con Eduardo Torres-Dulce. Él es un gran holmesiano, no solo por haber leído los libros y haberse aficionado a ellos, como es mi caso, sino porque es miembro de una sociedad importante de Holmes de Londres. Son de los que creen que Holmes vive realmente en el 221B de Baker Street… Incluso han abierto allí un museo donde venden souvenirs y exhiben cosas relacionadas con el personaje… Es algo que te deja un poco desconcertado.

El caso es que le pregunté a Eduardo: «¿Tú sabes si Holmes estuvo alguna vez en España?» Me respondió: «No, nunca ha estado». «Bueno –le dije–, pues estaría buen escribir una aventura con esa idea». Y él me contestó: «Mejor sería hacer una película». Así comenzó el proyecto. Se trataba de ambientar la película en el XIX. El motivo de la visita de Holmes, en el fondo, era lo de menos. Un McGuffin, como los que proponía Hitchcock. En este caso, surgió la idea de que Jack el Destripador continuase sus crímenes en Madrid. Inventamos un crimen en los lavaderos del Manzanares, con un cuchillo Bowie, y nos trajimos a Holmes para investigar el caso, en ese Madrid barojiano de La busca.

Como habrás visto, se han hecho muchas películas sobre los asesinatos de Jack el Destripador, y últimamente también se han rodado series y películas sobre Sherlock Holmes, porque, además, han quedado libres los derechos de Arthur Conan Doyle.

Tu recuerdo de los cines de barrio me recuerda esa nostalgia que refleja Bradbury en algunos de sus escritos.

Somos solitarios en un mundo que ni siquiera Bradbury intuyó. Son cambios que han ido pasando a enorme velocidad. Antes el cine se veía en una sala y era un hecho social. Ahora es más bien un supermercado. Las salas están a doce kilómetros de la ciudad, en grandes superficies donde te tomas una hamburguesa o un perrito caliente, te compras una corbata y, al final, vas a ver una película. Por eso te digo que el cine ha dejado de ser un hecho social para pasar a formar parte de la oferta de los grandes centros comerciales.

Habría que inventarse otras fórmulas, como esa que le sugiero a nuestro querido ministro Wert: creo que ha llegado el momento de que el Museo del Prado abra una sala de cine, y empiece a mostrar los clásicos de nuestro cine, desde Florián Rey y Buñuel hasta Berlanga. Naturalmente, también debería exhibir las películas de directores como Mizoguchi, Ford, Dreyer… Es algo que también sería adecuado que hicieran el Thyssen o el Reina Sofía. Es evidente que el cine no debe desaparecer, menos aún como hecho cultural.

Lo que los aficionados al cine sí deben echar de menos es el formato original. Ver las películas como antes se veían… Porque no es lo mismo ver Casablanca en una pantalla de cine que verla en un televisor. Ahí hay un problema que no es de metros cuadrados. Es un problema de intensidad… Y eso era ir al cine. Era como ir a otro planeta. Era la realidad virtual por excelencia.

En la actualidad, ir al cine es un acto de rebeldía. Las películas se ven en casa, en DVDs o robadas en internet, pero el hecho social de ir al cine a ver una película, solo o acompañado, es algo realmente paradójico. Ojalá esta previsión no sea muy negativa, pero es posible que, en unos años, lo que entendemos como industria del cine va a tener unos problemas con P mayúscula.

Ir al cine era una aventura tan personal que el simple hecho de que se descorrieran las cortinas ya era maravilloso. Cuando te sentabas en la butaca, tenías fe en lo que iba a salir del proyector. En el fondo, era una religión, y podías creer o no creer en lo que te iban a contar desde la pantalla. Por eso mismo, el hecho de que el público comiera pipas o palomitas o bebiese Coca-Cola no era molesto… Sí lo es, claro, el que la gente hable. Parece que se han acostumbrado a charlar mientras ven la televisión, y luego hacen lo mismo en todas partes… De todos modos, las personas que siguen acudiendo a las salas de cine merecen un respeto muy grande, porque el cine está acabándose.

Hablé de todo esto con David Giler, que es amigo mío desde hace veinticinco años. Giler es productor ejecutivo de Prometheus, la película de Ridley Scott, y me contó que, pese al enorme presupuesto que habían invertido, recaudó seis veces menos de lo que esperaban en España. Multiplica eso por los países que hay Europa, y podrás hacerte una idea…

Es evidente el cambio generacional. A mí me gustaba ir al cine… De hecho, no tenía muy claro qué es lo que más me gustaba: si ir al cine, ver cine o hacer cine. Las tres cosas me apasionaban. ¿Hacer cine? Lo he hecho. ¿Ir al cine? Antes lo hacía casi todos los días. ¿Y ver cine? Pues para qué te voy a contar…

Copyright del texto y de las fotografías de José Luis Garci © Guzmán Urrero. Reservados todos los derechos.

Guzmán Urrero

Colaborador de la sección cultural de 'The Objective'. Escribió de forma habitual en 'La Lectura', revista cultural de 'El Mundo'. Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador de las páginas de cultura del diario 'ABC' y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Ha trabajado en el sector editorial y es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.