Hubo una entera época, heredera directa de la Ilustración, en que hubo hombres que creyeron estar listos para ordenar el mundo en palabras.
En 1825 el lexicógrafo norteamericano Noah Webster culminó su diccionario del inglés-americano con más de doce mil palabras. En Alemania, en 1837, los hermanos Grimm —los de los cuentos infantiles— daban comienzo a la compilación de un diccionario germano histórico y etimológico que sólo se concluiría un siglo más tarde: el Deutsches Wörterbuch.
En Francia, otro lexicógrafo, Émile Littré, iniciaba en 1847 su Dictionnaire de la langue françáise, donde pretendía adjuntar al significado de cada palabra su etimología, sus sinónimos, sus usos arcaicos y contemporáneos, ejemplificando todo ello con citas de autoridades, lo que le hizo invertir treinta años de su vida.
En Inglaterra, en 1884 apareció la Parte I, que abarcaba las entradas A-ANT, del Oxford English Dictionary, que venía alentando como editor y principal compilador, por encargo de la Oxford University Press, James A. H. Murray (1837-1915), hijo de un sastre de Denholm (Inglaterra), quien coronó la que se considera la obra que mejor encarna el genio de la lengua inglesa, por encima incluso de Shakespeare.
Compilando el universo en papel
Todos ellos (en la era anterior no ya a los ordenadores sino a las meras máquinas de escribir, en una época en que no había sistemas ni mecánicos ni electrónicos de archivo, sino la pura memoria de un hombre entregada a la abrumadora tarea de clasificar miles de anotaciones en cajones o carpetas o casilleros alfabéticos, discriminando sólo con sus ojos y sus manos) afrontaron, sin enloquecimiento, el vasto afán de reunir una a una las palabras con que una lengua entera nombra las interminables cosas que pueblan o componen el universo.
Todos ellos invirtieron decenas y decenas de años de su vida y empeñaron la existencia cotidiana de sus familias, sin que muchos de ellos pudieran ver culminada su obra. Todos ellos pidieron ayuda al mundo entero mediante anuncios en diarios, en folletos, en los sermones de sus iglesias, en los círculos, casinos y ateneos, en cartas privadas y en convocatorias públicas, ofreciéndose a recibir toda la información posible sobre cualesquiera vocablos raros, curiosos, inusuales, específicos.
Y todos ellos fueron ayudados desinteresadamente, espontáneamente, por maestros de escuela y profesores de universidad, por literatos, por periodistas, por académicos, por científicos, por predicadores, por embajadores, por naturalistas, por médicos, por miles de personas ajenas a la profesión filológica, meras gentes voluntariosas —que en no pocas ocasiones pretendieron quizá deslizar una aportación personal poco fidedigna—. Y fueron secundados por corresponsales de todo el mundo —incluso de lugares de la tierra que todavía se estaban explorando—: en ocasiones el torrente de cartas era tan caudaloso que exigía a los servicios postales de destino ubicar buzones especiales en las calles o caminos o veredas que conducían al domicilio del compilador o a los talleres del editor del diccionario. (Fue muy celebrado el hecho de que una carta dirigida a Mr. Murray, Oxford, desde cualquier lugar del planeta, llegaba a su destino).
Todos ellos hubieron de aceptar, tarde o temprano, que los avances de sus obras fueran publicados en forma de fascículos, para intentar con su venta que la obra se fuera rentabilizando; toleraron —el fin lo merecía— la servidumbre mercantil de que su obra siguiera adelante gracias a las promesas hechas por los impresores al público suscriptor, que aceptaba adelantar unas monedas a cambio de obtener por suscripción periódica el cuadernillo de palabras apalabrado.
Todos ellos, antes o después, fueron tildados por las sociedades filológicas que los habían contratado, por las universidades que los auspiciaban, por los impresores que aguardaban con incertidumbre sus entregas, de irresponsables, de arbitrarios, de desconsiderados, fueron acusados de intransigentes, se les reprochó poblar el diccionario de hojarasca, se les censuró el vicio del exceso de líneas dedicadas a cada entrada, se les vituperó el esfuerzo erudito de retrotraerse en la búsqueda de usos de los vocablos hasta orígenes inciertos, porque todo ello demoraba tanto la fecha fijada de publicación de la obra, alargaba tan imprevisiblemente la inicial extensión asignada, que los costes editoriales fijados se multiplicaban hasta la ruina y los beneficios esperados se alejaban hasta convertirse en hipotéticos. Ellos estaban compilando el universo y quienes pagaban el papel les exigían que cercenaran la realidad, que la acortaran, que la simplificaran.
Un léxico que abarcaría toda la historia de la lengua inglesa
El ejemplo más señero de la capacidad necesaria para afrontar una empresa así quizá sea el de Murray, cuya historia es ejemplar. James Augustus Henry Murray pudo, no culminar su obra, sino empezarla, porque tenía un talento prodigioso: era un empleado de banca de veintinueve años cuando se presentó para cubrir un puesto en la Biblioteca del Museo Británico: adujo tener un conocimiento general de las lenguas y literaturas aria y sirioarábiga, con un conocimiento más íntimo de lenguas romances como el italiano, el francés, el catalán, el español y el latín, y, en menor grado, el portugués, el provenzal y otros dialectos; en la rama teutónica, se confesó conocedor del holandés, el flamenco, el alemán y el danés; en la rama anglosajona, añadía el celta; también se había interesado por el eslavónico después de haber obtenido útiles conocimientos del ruso; apuntó asimismo cierto conocimiento comparado de las ramas persa, aqueménida y cuneiforme, y finalizó su carta de presentación detallando nociones suficientes para afrontar determinadas lecturas de hebreo y siríaco, arameo, copto y fenicio.
No fue admitido (quizá sus méritos fueron juzgados inverosímiles). Cuando más tarde asumió él sólo llevar una academia en Hawick, en calidad de único profesor anunció que, además de las habituales Lectura, Escritura, Gramática, Aritmética, Geografía, Dibujo y Lenguas antiguas y modernas, impartiría también las menos usuales y más especializadas Ciencia Moral, Economía Política, Historia, Ciencias Naturales y Fisiología Humana.
No es de extrañar que cuando la Oxford University Press le encomendó el diccionario, James Augustus Henry Murray planificara minuciosamente, sin ningún aspaviento megalomaníaco, un léxico que abarcaría toda la historia de la lengua inglesa, desde sus raíces —anglosajonas, latinas y anglonormandas— hasta los neologismos literarios, periodísticos y científicos, ilustrándolo con ejemplos no sólo de autores consagrados, sino tomados de todo cuanto pudiera encontrarse impreso —en el ámbito científico o literario— y de cuanto pudiera recogerse de los usos coloquiales.
Un esfuerzo heroico
Cuando empezó a recibir las primeras noticias filológicas de entre los millones de ellas que acabaría recibiendo, clasificando, cotejando y corrigiendo, ya había perdido a su primera esposa y a una hija debido a la tuberculosis.
Con su segunda esposa tendría once hijos más, que fueron creciendo entre correspondencia que llegaba de todas partes del mundo, pliegos de papel que ocupaban cada rincón de la casa, impresores que apremiaban en la puerta para cumplir los plazos, editores que provocaban altercados por las entradas que se añadían de continuo a la obra, visitas de asistentes que llegaban con nuevas fichas caudalosas, frustraciones por la financiación que se agotaba y amenazaba con no renovarse, incomodidades por el cobertizo de chapa y madera que él mismo erigió en su jardín y destinó a sede de los trabajos y que enseguida mostró sus insuficiencias para abarcar el contenido del mundo escrito en papel —pero Murray no dudó en llamar Scriptorium a ese chamizo—.
Todo ello, además de los problemas teóricos, las cuestiones meramente lingüísticas, que un diccionario tan minucioso y prolijo exigía afrontar.
La nieta de Murray, que contó en un libro la historia de esa aventura intelectual de su abuelo —por sus exigencias físicas, también pareció una heroicidad guerrera—, narraba que éste tan pronto archivaba una información sobre Jubilee enviada por el Gran Rabino como comprobaba un documento de 1620 que el Indian Office poseía con la primera mención de punch. Tanto agradecía por carta al diario The Nation de Nueva York que le remitiera un informe sobre determinados términos políticos, como escribía otra al administrador de las islas Andamán para comprobar una entrada para jute; también relataba las zozobras que padecía intentando desbrozar los significados que poetas y novelistas como Tennyson, Hardy o Browning daban en sus escritos a determinadas palabras.
Naturalmente, Murray estuvo tentado de abandonar en varias ocasiones, pero no lo hizo; naturalmente, contó con ayudantes —hasta sesenta de ellos—, pero él supervisaba siempre y reescribía buena parte de las entradas del diccionario —a veces incluso estando ya en galeradas—, y llegó a trabajar ochenta horas a la semana, porque además de su labor como lexicógrafo se veía obligado a seguir desempeñándose como maestro.
Naturalmente, nadie supo prever que la obra tardaría más de cincuenta años en concluirse. Naturalmente, a Murray ninguna universidad inglesa le ofreció una beca, ni un cargo investigador siquiera honorífico que le permitiera sufragarse, y sólo a regañadientes, en 1908, se le concedió el título de «Sir», pero ello no le reportó un penique de beneficios.
En 1895, tres años después de la fecha que se le había impuesto desde un principio para concluir el diccionario íntegro, andaba por la letra «C», y cuando murió, en 1915, ultimaba la «T».
El profeta de las palabras
Al diccionario aún le quedaban trece años para ver completo la luz, pero una vez que lo hizo, dio respuesta a la vieja pregunta de qué único libro te llevarías a una isla desierta, al menos para los que conocen y aman el inglés: el Oxford, sin pensarlo ni un momento, opina Steiner, porque uno se sumerge en él, en cualquier parte, y la vida misma se apiña ante sus ojos.
De James Murray, en fin, se conserva un antiguo daguerrotipo que lo retrata en 1880 en lo que parece su estudio (pero que no era más que un armazón sotechado con pretensiones de pabellón): en él vemos a alguien que ya parece un anciano pese a que apenas había rebasado la cuarentena. Se toca con un bonete y viste un sobretodo oscuro que sería su bata de trabajo para investigar con diaria comodidad en el laboratorio de sus palabras.
Lo rodean prolijas estanterías interminables, un tapiz de anaqueles multiplicados en profusas simetrías, como las celdillas de un panal de abejas, atestados no de libros, sino de fichas, pequeños papeles o cartulinas apilados en columnas tan estrechas y apretadas como las pacientes notas escritas a mano que probablemente se contendrían en ellas.
Él mismo está en actitud de cotejar una de esas fichas con un tomo que mantiene abierto en una de sus manos enflaquecidas y sarmentosas. Su aspecto es el de un viejo sabio o de un santón venerable, tiene una barba apostólica, está en pie ante una estantería, erguido como una columna de sabiduría —aunque los hombros ya se le venzan de modo imperceptible, aunque las rodillas parezcan flaquearle ligeramente—, y su mirada se entrega a la sagrada tarea de comprobar palabras con fatigada dedicación pero con determinación invencible.
Parece un antiguo patriarca, un reverenciado Padre de la Iglesia, mejor dicho, un profeta: no podía ser de otra forma en quien dedicó una existencia entera a revelarnos, aunque fuera sólo en un idioma, las palabras mediante las cuales un Dios puede construir el mundo.
Copyright del artículo © J. Miguel Espinosa Infante. Este artículo es un fragmento del libro Mapa del tesoro I (Fragmentos para mi hijo), en adaptación libre del autor. Publicado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.