Hace unos días (*) nos dejó uno de los grandes maestros de la ciencia-ficción. Las palabras «grande» y «maestro» se usan con excesiva alegría al hablar de escritores, sobre todo si estos acaban de morir. Pero en el caso de Jack Vance son esas dos, juntas, las que mejor le cuadran. Murió casi con cien años y con una obra extensa a sus espaldas, tanto en el campo de la novela de misterio como en el de la ciencia-ficción, que es por el que será recordado.
Los habrá que dirán que como escritor tenía sus limitaciones y defectos. Es cierto: los tenía. Pero a cambio sus logros son en algunos casos de talla excepcional. Y aquí tanto me da que los «puristas» puedan torcer el gesto. Verán: vivimos en una cultura en la que, por alguna razón, se supone que la excelencia literaria reposa sobre el estilo. Y a su vez el estilo se considera tanto más excelso cuanto más dado sea a las florituras. Es un criterio impuesto a machamartillo por los grandes críticos (grandes según ellos y los círculos a los que pertenecen).
Bueno. Yo soy de los que niegan la mayor.
El estilo es uno de los pilares de la literatura, pero no es su piedra angular, si es que esta existe. Su valor está en función de la capacidad que tiene de trasmitir al lector aquello que el autor quiere contar o evocar. El preciosismo en el estilo puede epatar, puede ser espectacular. Pero ese preciosismo no hace buena a una obra ni define a un gran escritor. Es como en el cine: una fotografía preciosa no hace por sí misma buena a una película.
Jack Vance abrió una nueva senda en la literatura y a lo mejor no somos conscientes de ello. Gracias a él, el sense of wonder tomó un significado nuevo. Sense of wonder. Un término que se acuñó en época bastante temprana de la ciencia-ficción y que definía el prodigio, la novedad, la extrañeza que acompañaba a las historias de ficción interplanetaria, rebosantes de mundos ignotos, razas galácticas, monstruos y portentos.
Con Jack Vance, el sense of wonder se convirtió en todo un recurso literario, algo buscado y cultivado. Y si la ciencia-ficción no hubiera sido considerada un género menor por buena parte de la literatura, así se lo habrían reconocido hace tiempo.
En sus space operas, Vance exploró y explotó un recurso inédito o casi inédito: buscar trasmitir sensaciones de extrañeza, de ajeno, de otredad. Fue una vuelta de tuerca, una evolución de esas sensaciones que nos trasmitían las primeras novelas interplanetarias o las de género exótico. Ahí donde narradores previos aportaban detalles chocantes que provocaban esas sensaciones, Jack Vance lo convirtió en un recurso literario al servicio de la narración. Solo por eso merecería su lugar en la historia de la literatura, aunque fuese en forma de anotación al margen.
En fin. Ya hemos comentario que vivió una vida larga y fue escritor prolífico. Pero esta no es una necrológica. El que quiera conocer pormenores de la vida y obra de Jack Vance puede encontrarlos en la red. Ya no es necesario, a la muerte de un autor, glosar lo que ya está disponible en internet hasta la saciedad. Es mejor algún apunte algo más personal.
Por uno de esos extraños azares de la vida, supe de la muerte de Jack Vance justo cuando estaba embalando mi biblioteca de ciencia-ficción y fantasía. Y justo esa tarde había guardado el primer libro de Vance que tuve jamás entre las manos. Lo saqué de la caja y ahora está aquí, sobre mi mesa. Se trata de Los valerosos hombres libres (The Brave Free Men, 1973) y recuerdo muy bien las circunstancias de su adquisición. Lo encontré en una mesa de segunda mano, en la Cuesta de Moyano. La edición era la de Bruguera Libro Amigo y ni el título ni la ilustración tenían nada que ver con su interior. La segunda porque era la de un hombre primitivo con lanza observando una nave espacial posada en el desierto. El primero porque rezaba Ciencia ficción Selección 29. Había que ir a la contra para saber que era la segunda parte de una trilogía. Cosas de la edición de la época.
Pese a ser una segunda entrega, me la llevé. Y no me arrepentí. Encontré algo totalmente nuevo en las aventuras de Gastel Etzwane a lo largo del país de Shant y sus cantones de microculturas a cada cual más exótica. Después, a lo largo de los años, fueron llegando muchos más títulos de Vance, unos excelentes, otros no tanto. Reconozco que su lectura me ha dejado un poso muy importante. En sus páginas aprendí algo como lector, la misma lección que tarde o temprano aprende el viajero. Se dice que a menudo importa más el camino que el destino. En muchas novelas de Vance ocurre igual. Es secundario el desenlace y quién es el traidor –uno de sus temas recurrentes‒ es un tema menor. Importa ese tránsito por páginas llenas de maravillas y sensaciones.
Se ha ido un autor único y lo ha hecho cuando ya su producción estaba cerrada. En tal sentido, el tiempo ha sido bueno con él. Nos deja historias impagables y solo puedo desear que su tránsito le lleve a mundos nuevo bajo soles lejanos, tal como él nos llevó a nosotros con la imaginación.
(*) Vance murió el 26 de mayo de 2013. Escribí este texto poco después.
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