Cuentan que, con tan sólo tres años, la pequeña Isabel ya era capaz de escribirle cartas a su abuela Catalina, la Reina Negra, como gustaban llamarla sus adversarios.
Catalina, educada por su tío, el papa Clemente VII, era una mujer astuta y poderosa, entusiasta de la magia, que se preocupaba por la educación de sus dos nietas, Isabel y Catalina, hijas de su malograda Isabel, muerta en la flor de la vida. Y aunque nunca llegó a conocerlas, el contacto con ellas fue permanente.
Isabel había aprendido a escribir con fray Martín de Palencia, el experto calígrafo benedictino de San Millán de la Cogolla, cuna del castellano, que hubo de trasladarse a la corte por expreso deseo de Felipe II, padre de la pequeña Isabel. Una Isabel que atesoraba papel batido, plumas y lacre de Portugal así como tablillas para escribir, forradas en terciopelo carmesí, con cuchillos y tijeras para sus escribanías. Porque a Isabel le encantaba escribir. Algo que, sin duda alguna, debió heredar de su padre, el augusto Felipe, famoso en toda Europa por revisar, uno a uno, la multitud de memoriales que conformaban su monarquía.
Con los años, Isabel se hizo construir un bufete de ébano, con el que acudía a los Consejos de Estado, sentada a la derecha de su padre, atenta a los asuntos que allí se debatían. Porque a Felipe II se le morían, uno tras otro, todos los herederos varones. De ahí que retuviese junto a él a aquella princesa tan inteligente, llamada a convertirse en esposa de algún monarca europeo, por si la sucesión venía mal dada.
Estando en Monzón, donde se organizaban las Cortes de Aragón de aquel 1585, Isabel acudía por las mañanas a las reuniones, junto a su padre, y dedicaba las tardes a dar consejos, emitir opiniones. Siempre acompañada de su bufete de ébano, mientras su pequeño hermano Felipe, el único varón que le quedaba vivo al todopoderoso Prudente, jugaba al fondo de la estancia, ajeno al papel que le tocaba representar y que estaba llevando a cabo, con total soltura, su hermana mayor.
Isabel debió ser reina. Reina de España. Como lo había sido su bisabuela Isabel. «Divina, más que humana, cual nunca se vio mujer, ni creo que se ha visto ni verá, sin parecerse a otra que a sí misma, y no sé si ha nacido quien la pueda merecer».
Isabel Clara Eugenia (1566-1633), Infanta de España, Archiduquesa de Austria, Soberana de los Países Bajos y de Borgoña.
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