Entre 1665 y 1666 la ciudad de Londres se enfrentó a la peor epidemia de peste bubónica de su historia. Más de la quinta parte de su población perdió la vida; en total, fueron casi 100.000 los ingleses que murieron a causa de la bacteria Yersinia pestis.
En 1665 Isaac Newton tenía 23 años y estudiaba en el Trinity College de Cambridge. Era un estudiante mediocre al que sólo interesaban las eternas lecturas que realizaba en la biblioteca universitaria. Por aquel entonces, ya había comenzado a hacer experimentos físicos y matemáticos.
Cuando el centro decide cerrar, ante una enfermedad que se propaga por doquier, Newton regresa a la granja familiar de Woolsthorpe, en el condado de Lincolnshire. En los siguientes dos años, recluido en el campo y sin acceso a los libros de su interés, sentará las bases de la ciencia moderna, afianzando el cálculo diferencial e integral, formulando las leyes de la mecánica clásica y la ley de la gravitación universal. Dicen que también herborizó toda la zona y realizó un pormenorizado catálogo de las plantas autóctonas del condado.
Tardó varios años en publicar sus descubrimientos. Tras regresar a Cambridge, su interés se derivó hacia la búsqueda de la Verdad, entendida como conocimiento único, conocimiento divino. Newton confiaba en la Filosofía de la Naturaleza, que para él tenía un significado teológico, pues era capaz de revelar aquellos aspectos de lo divino que nunca fueron recogidos en la Biblia. Pero también se centró en la exégesis bíblica y en el estudio de otras fuentes alternativas de saber, pues consideraba que la Verdad había sido codificada por los antiguos en forma de mitos, profecías y tratados alquímicos. Fue así que, en las siguientes cinco décadas, Newton rellenó cientos de cuadernos con sus estudios bíblicos, cronológicos y alquímicos. Según han contabilizado los expertos, Newton escribió tres millones seiscientas mil palabras, dedicando millón y medio a la filosofía, un millón a la ciencia y casi un millón a la teología.
Durante siglos, estos escritos alternativos newtonianos fueron despreciados o no tenidos en cuenta por la ciencia ortodoxa. Fue una mujer, Betty Jo Teeter Dobbs, química de formación, quien dedicó toda una vida de investigación a la faceta alquímica de Newton, escribiendo trabajos pioneros como The Foundations of Newton’s Alchemy, or ‘The Hunting of the Greene Lyon’” (1975) o The Janus Faces of Genius: The Role of Alchemy in Newton’s Thought (1991). Betty era conocida por la defensa apasionada que hacía de sus teorías, avaladas por cientos de argumentos documentales, que fueron horadando, poco a poco, la férrea resistencia de sus contrincantes, académicos hombres que se negaban a aceptar el papel de la sabiduría antigua, ancestral, en la formación de la cultura científica occidental.
Y dice Newton, en uno de sus muchos escritos dedicados a la Cosmogonía: “Dios se valió de un fuego invisible, inmortal e incomprensible para el hombre para crear la primera materia indivisa (de la que emana el alma inmortal) al principio del tiempo, cuando estaba solo, en la oscuridad indivisa y confusa. No se sirvió de la palabra como suele insinuarse, sino de este poder elevado, divino y oculto. Tampoco se sirvió de los cuatro elementos que le valieron para formar la tierra, el cielo, el sol, la luna y las estrellas. Este fuego espiritual, el mismo que conforma el alma humana, es anterior a la palabra y a los elementos. (…) Escucha bien, mi querido amigo, mi discípulo: al principio de los tiempos, cuando Dios forjó la tierra, no había necesidad alguna de que lloviese. Todo estaba recubierto de polvo, y de ese polvo amasó Dios el cuerpo del hombre. Después Dios envió una neblina fecunda para que pudieran crecer sin esfuerzo las plantas y los árboles. Fue entonces cuando la carcasa de polvo de la tierra se transformó en sustancia viscosa y quedó cubierta de agua espermeática colmada de vida, que se fue infiltrando hacia el útero secreto y oscuro de la tierra.”
Isaac Newton, Filósofo del Fuego. El último de los magos. El último de los babilonios y los sumerios, la última gran mente que vio más allá del mundo visible y racional, con los mismos ojos de aquellos que iniciaron la construcción de nuestra herencia intelectual, en palabras de John M. Keynes, el célebre economista que compró los manuscritos ocultos de Newton, los cuadernos donde el sabio inglés buscaba el conocimiento divino, la única Verdad.
En la imagen, una de las páginas de un pequeño manuscrito alquímico elaborado por Newton, perteneciente a la Babson Collection of the Works of Sir Isaac Newton at the Huntington Library, Art Museum, and Botanical Gardens (San Marino, California, USA).
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