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Recordando a Jessye Norman

El último día de septiembre de 2019 dejaba este mundo en Nueva York una de las mayores artistas que ha dado Estados Unidos: Jessye Norman (1945-2019).

Un cantante puede ser medido a través de tres premisas: voz, canto e interpretación. Si las tres confluyen en un mismo y alto nivel, nos hallamos ante un artista excepcional. Jessye Norman las poseía. Su voz de un oscuro y mórbido timbre, sensual, inclasificable por su extensión (capaz de pasar de soprano a mezzo con una facilidad turbadora al estar más allá de estrechas clasificaciones), era manejaba con una musicalidad y un encanto de inmediato atractivo para el oyente; sus lecturas eran de una profundidad inatacable, fruto de su excelente formación y de su noble y entregado concepto del trabajo elegido.

Ante la muerte de un famoso los ditirambos suelen dispararse. En el caso de la Norman todos los adjetivos a favor parecían pocos.

Su inmensa figura física, alta, ancha, monumental, le impidió un tanto exhibirse escénicamente, pese a que dejó legados visuales de  extraordinario disfrute como Sieglinde (Wagner), Ariadne (Strauss), Jocasta (Stravinsky), Emilia Marty (Janácek) o Cassadra (Berlioz). Cinco personajes un tanto estatutarios que no reflejan del todo lo que fue su actividad operística, ampliada a Kundry o Judith de Bartók y, por lo ya adelantado, mejor desempeñada en registros discográficos que en espectáculos escénicos.

Cantó en todos los idiomas posibles (italiano, inglés, ruso, alemán, francés, checo, húngaro), con un repertorio que se espaciaba del Barroco (su Dido de Purcell sólo es comparable en calidad al de Victoria de los Angeles) a Stravinsky o Schoenberg, con algún Mozart, Gluck (Alceste como hecha medida), Weber (Euryanthe que busca sucesora) y por supuesto, Verdi: una impensable Giulietta de Un giorno di regno, la lamentosa Medora de Il corsaro, y en especial, una imponente Aida en la Radio Francesa de 1973,  junto al vibrante y hercúleo Radamès de Pedro Lavirgen y donde superó con creces el acostumbrado acosamiento de Fiorenza Cossotto a sus compañeras sopraniles. Su único desliz operístico fue la Carmen de Bizet grabada en 1988; lectura demasiado personal y rebuscada, con momentos puramente canoros de una magia arrolladora.

En terreno de cámara fue la Norman, de nuevo se impone el término de excepcional, una todavía más activa intérprete: en la melodía francesa no tuvo rival y lo mismo puede decirse en el lied alemán, donde dejó modelos a seguir de la mayoría de los compositores asociados al género (Schubert y Schumann, Beethoven, Loewe, Wagner, Brahms, Strauss, Wolf, Mahler y Berg), algunos pulsados de forma exhaustiva.

Cual melodista francesa, idéntica dedicación, con especial cuidado por Ravel, Duparc, Chausson o Poulenc (reinventó la deliciosa Les chemins de l’amour, propina obligada y esperada en sus recitales). En Madrid, Auditorio Nacional, cantó las Siete canciones populares de Falla; fue un momento imborrable. Como el de su aparición también recitalística en el Teatro Real en la época directiva de Cambreleng.

Fiel a su doble origen no olvidó los Spirituals (unió su cálida voz a la ligera y cristalina de la caprichosa Kathleen Battle en una destacadísima sesión captada en disco), ni la canción tradicional o actual norteamericanas, o la tan socorrida y rica comedia musical.  Tampoco dejó de lado la música religiosa de Haendel y Bach, Beethoven, Brahms, Gounod, Verdi.

En Francia fue tan popular como para ser elegida para celebrar, ante el Arco de Triunfo de las Champs-Elysées y vestida con la bandera tricolor, cantando La Marsellesa a los 200 años de la Revolución Francesa. En su país natal intervino en las investiduras presidenciales de Reagan y Clinton (Obama le otorgó la máxima distención: la Medalla de las Artes) y, cual artista pop entre las más destacadas, llegó a inaugurar una ceremonia de la correspondiente temporada del fútbol americano.

Jessye Norman había nacido en Augusta el 15 de septiembre de 1945. Acababa, pues, de cumplir 74 años. Su nutrido legado sonoro la mantendrá siempre viva. Y cada vez, sin duda, será más admirada y amada.

Imagen superior © Carol Friedman / Philips. Reservados todos los derechos.

Copyright del artículo © Fernando Fraga. Reservados todos los derechos.

Fernando Fraga

Es uno de los estudiosos de la ópera más destacados de nuestro país. Desde 1980 se dedica al mundo de la música como crítico y conferenciante.
Tres años después comenzó a colaborar en Radio Clásica de Radio Nacional de España. Sus críticas y artículos aparecen habitualmente en la revista "Scherzo".
Asimismo, es colaborador de otras publicaciones culturales, como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Crítica de Arte", "Ópera Actual", "Ritmo" y "Revista de Occidente". Junto a Blas Matamoro, ha escrito los libros "Vivir la ópera" (1994), "La ópera" (1995), "Morir para la ópera" (1996) y "Plácido Domingo: historia de una voz" (1996). Es autor de las monografías "Rossini" (1998), "Verdi" (2000), "Simplemente divas" (2014) y "Maria Callas. El adiós a la diva" (2017). En colaboración con Enrique Pérez Adrián escribió "Los mejores discos de ópera" (2001) y "Verdi y Wagner. Sus mejores grabaciones en DVD y CD" (2013).