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Humanistas y astronautas

La revolución iniciada por Copérnico en el siglo XVI trajo consigo una imagen del mundo que negaba los “hechos obvios” que cualquiera con dos dedos de frente podía reconocer, esto es, que el sol, los planetas y las estrellas se movían sobre una Tierra estática siguiendo el curso de esferas traslúcidas.

Hasta ese momento, todo el pensamiento de la humanidad había estado basado en conceptos del universo confirmados visualmente por unos ojos que miraban a ras de suelo.  La revolución copernicana derribó las reconfortantes bóvedas celestes etéricas, que diría Sloterdijk.

Conforme los humanos se acercaban a los aposentos de Dios, un tufillo a aceite para engrasar autómatas invadía el ambiente. La cosa no parecía ir de olimpos ni jardines. No había rastro de los perfumes de rosas y azahar con que cada religión imaginaba su cielo particular. Ni restos del vestido de Afrodita, ni de la corona de la Virgen, ni del lápiz de ojos de Isis. Y aunque durante un tiempo muchos lo negaron, acabaron admitiendo que la vida estaba gobernada por un mecanismo de relojería al que no había que dar cuerda, así que, puestos a no haber rastro ni restos, ni huella del relojero.

Luego, hubo poetas románticos que imaginaron a Jesús regresando de los cielos más profundos para verse obligado a declarar solemnemente, y ante una humanidad que aguardaba tensa y expectante frente las puertas de San Pedro, que, tras haber recorrido todas las estancias de palacio era su deber confirmarlo: “Hermanos, somos huérfanos”.

Tras tres siglos de prisas y descubrimientos empíricos y pensamientos racionales, los humanos llegaron a una terrible pero inevitable afirmación, visto lo visto: estaban más solos que la una en un espacio negro compuesto por grises e inertes minerales.

Durante un tiempo, aún hubo esperanzas para los más incrédulos ante las devastadoras afirmaciones de la razón.

Pero llegó el terrible día. Primero fueron fotos desde globos y luego desde aviones. Vino bien para acostumbrarse. Finalmente, llegaron los cohetes.

En julio de 1969, tres americanos llegaron a la Luna en nombre de la humanidad. Uno de ellos se bajó a hacer un poco el paripé, que es lo que se suele hacer cuando te ponen –o te pones— delante de una cámara de televisión. Es más: tuvo que decir alguna frase para la historia, de manera que el descenso por aquella escalera de tubos y el salto final antes de poner pies a luna sonara a cosa solemne.

Luego, otro de los viajeros –seguramente el que se había quedado sin hablar frente a la cámara de televisión— envió una foto que añadir a otra anterior: el “Amanecer de la Tierra”, captado desde el Apolo 8 unos meses atrás, en la Navidad de 1968.

El Apolo 8 había sido la primera nave tripulada en abandonar la Tierra y dirigirse hacia otro cuerpo celeste; además, hizo el mayor descubrimiento en la historia de la carrera espacial: la Tierra. Las cosas obvias suelen resultar las más admirables.

Pero la foto por la que se hizo famosa la misión Apolo 8 fue tomada off schedule, que dicen los que hablan la lengua del Imperio, o sea, de forma inesperada. La primera foto de su planeta de origen visto desde el espacio no estaba prevista en la agenda. Todos los instrumentos, cámaras y atención humana de la misión Apolo 8 estaban dirigidos única y exclusivamente al reconocimiento de la superficie de la Luna con el objetivo de preparar el gran salto para la humanidad (pero pequeño para el hombre) que se daría unos meses después.

Tras haber rodeado el satélite cuatro veces, el astronauta Frank Borman contempló por casualidad, a través de una de las ventanillas de la nave, la salida de la Tierra por el horizonte lunar. Entonces, sucedió algo curioso: surgió la excitación, algo negativo en una misión de tales características. Borman llamó la atención de sus compañeros para grabar la imagen, así que pidió la cámara, pero éstos no la localizaban, y el giro de la cápsula espacial hacía correr la breve y rápida cuenta atrás por la que aquella visión desaparecería para siempre.

Borman: Oh my God! Look at that picture over there! Here’s the Earth coming up. Wow, is that pretty.
Anders: Hey, don’t take that, it’s not scheduled.
Borman: (riendo) You got a color film, Jim?
Anders: Hand me that roll of color quick, will you…
Lovell: Oh man, that’s great!

Vista primero la foto y pisada después la Luna, la humanidad reprimió la angustia en lo más hondo de lo inconsciente y trató de ser positiva, actitud elevada al rango de obligación moral unas pocas décadas atrás.

«¿Qué haces, tú, Tierra, en el cielo? / Dime, ¿qué haces, Silenciosa Tierra?», escribió Giuseppe Ungaretti.

Los miembros de la misión Apolo 11 afirmaron a su regreso que la Tierra se les antojaba un oasis en el desierto del espacio infinito.

Es cierto que trataban de ser poéticos, pero no se puede esperar poesía trascendente de unos tipos entrenados para comportarse como computadoras en situaciones extremas, donde cualquier desvío emocional puede acabar con unos cuantos millones de dólares despilfarrados en el espacio infinito. Además de sus vidas, claro.

El 25 de diciembre de 1968, apenas unas horas después de que la imagen embriagara las retinas del mundo, el poeta Archibald MacLeish escribía un breve artículo marcado por el sobrecogimiento de la perspectiva recién adquirida. En un planeta saturado de las víctimas indefensas de una farsa sin sentido, escribía MacLeish, donde al final no sólo las víctimas sino toda la humanidad termina siendo víctima, donde millones de seres humanos pueden ser asesinados en guerras mundiales, en ciudades bombardeadas y en campos de concentración sin más razón que la razón de la fuerza, quizás, soñaba MacLeish, algo había podido cambiar en aquellas pocas horas transcurridas desde que la Tierra había sido contemplada por primera vez en la historia no como un agregado de continentes y océanos desde una altura mínima, sino como un todo completo y redondo que podía cambiar el rumbo de la humanidad:

«To see the earth as it truly is, small and blue and beautiful in that eternal silence where it floats, is to see ourselves as riders on the earth together, brothers on that bright loveliness in the eternal cold — brothers who know now they are truly brothers.»

La imagen de marras de una Tierra en el espacio infinito daría pie a discursos ecologistas sobre el cuidado de la madre Gaia y pacifistas sobre la hermandad de sus hijos. Hay quienes piensan que no fue casualidad que los nuevos movimientos ecologistas coincidieran con las anécdotas “humanas” de las misiones Apolo, un espíritu de época resumido, muchos años más tarde, en el libro Un punto azul pálidode Carl Sagan, publicado con motivo de otro acontecimiento: una foto del planeta tomada por la sonda Voyager desde Saturno en 1990.

Sagan confesaba su rubor en el libro mencionado cuando reflexiona sobre la placa que quedó en la Luna: «Para mí, lo más irónico de ese momento de la historia es la placa firmada por el presidente Richard Nixon que se llevó el Apolo 11 a la Luna. Reza así: “Vinimos en son de paz y en nombre de toda la Humanidad”. Mientras Estados Unidos estaba soltando siete megatones y medio de explosivos convencionales sobre naciones pequeñas del sudeste asiático, nos congratulábamos de nuestra humanidad: no íbamos a hacer daño a nadie sobre esa roca sin vida.»

Tal y como explica Sagan, las misiones Apolo se debieron únicamente al propósito de siempre, aquel que había hecho posible toda la carrera espacial y por el que se puede comprender la suspensión del programa una vez que se lograron los objetivos perseguidos: la necesidad militar de garantizar la supremacía del mundo libre durante la Guerra Fría.

Con todo aquello, si algún país aún tenía dudas por entonces, le debería quedar bien claro que, quien puede llevar un cohete tripulado a la Luna y traerse de vuelta a la tripulación sana y salva, puede llevar lo que quiera a cualquier parte del globo y no necesariamente con fines turísticos.

Viene bien para concluir una referencia al mitólogo Joseph Campbell, quien al respecto de la llegada del hombre a Luna se refiere a la película 2001: una odisea en el espacio como metáfora de la evolución del conocimiento humano: «La aventura empieza con algunas imágenes de una comunidad de simios de hace más o menos un millón de años: un grupo de esos simios homínidos conocidos actualmente por la ciencia como Australopitecus, que gruñen, pelean entre sí y se comportan como cualquier grupo de simios. Sin embargo, entre ellos había uno que en su alma llevaba impreso el potencial de algo mejor; y ese potencial se evidenciaba en su sentido de conocimiento ante lo desconocido, su fascinada curiosidad, llena de deseo de aproximación y de explorar. En la película se sugiere lo anterior en una escena simbólica en la que se le ve sentado, maravillado ante un curioso bloque de piedra que misteriosamente se mantiene erecto en medio del paisaje. Mientras los otros simios continúan con su comportamiento de hombres-simios, absortos en sus problemas económicos (tratando de conseguir comida para sí), disfrute social (buscando piojos en la cabellera de los otros), y actividades políticas (luchando entre sí), este otro, solo y apartado, contempla el bloque, llega hasta él y lo toca lleno de prevención, en un movimiento similar al del primer paso sobre la Luna.» (Los mitos. Su impacto en el mundo actual).

Hay que corregir a Campbell. El primer paso sobre la Luna también fue parte de una actividad política, no de conocimiento puro. Sin embargo, hay un episodio de la misión Apolo que podría encajar aquí. Se trata de la famosa metanoia del astronauta del Apolo 14 Edgar Mitchell, quien, como el simio solitario de la película, se apartó de la tendencia pragmática de sus colegas: «En el espacio, a raíz de la falta de atmósfera, el ojo humano desnudo distingue casi diez veces más estrellas que en la Tierra, y los objetos familiares son también unas diez veces más brillantes: las estrellas y los planetas parecen arder contra la fría negrura. Uno tiene la sensación de ser acunado en el cosmos, en medio del rutilante silencio de la Vía Láctea y de todas las galaxias que están más allá.» (MitchellEl camino del explorador)

Mitchell no miró a la Tierra, sino al espacio infinito donde los otros no miraron porque sólo imaginaban desierto: «Tuve la certeza de que la naturaleza del universo no era como me la habían enseñado. Mi comprensión de la separación, la individualidad y la relativa independencia de movimiento de esos cuerpos cósmicos se quebró. Brotó, como de un manantial, una idea nueva, acompañada de la sensación de una armonía generalizada, de nuestra interconexión con los cuerpos celestes que rodeaban la nave. Ciertos hechos científicos particulares referentes a la evolución estelar cobraron un nuevo sentido.»

Paradójicamente, Mitchell, que había sido el primer hombre con un título superior en Ciencias que pisaba la Luna, fundó a su regreso el Instituto de Ciencias Noéticas, pasando los años siguientes entre chamanes y excéntricos de todo tipo. Pero esa ya es otra historia.

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Rafael García del Valle

Rafael García del Valle es licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Salamanca. En sus artículos, nos ofrece el resultado de una tarea apasionante: investigar, al amparo de la literatura científica, los misterios de la inteligencia y del universo.