Hay escritores con más suerte que talento. A veces, la clave del éxito de una obra no reside tanto en su calidad u originalidad como en el momento histórico, social o económico en el que se presenta al público. Naturalmente, esto es más fácil de analizar con la perspectiva que da el tiempo. Dudo mucho que James Hilton construyera su novela Horizontes perdidos a partir de detallados estudios sociológicos sobre los gustos imperantes. Pero tuvo suerte.
En 1933, el mundo aún seguía sumido en una profunda crisis económica que había puesto en cuestión el mismo sistema capitalista del que tantos beneficios se habían extraído tan solo unos años antes. Aún peor, esa crisis estaba generando unos monstruos políticos en Europa (desde el fascismo y el nazismo al comunismo) que nadie hubiera podido prever antes de la Primera Guerra Mundial y que ya comenzaban a pavimentar el camino hacia la siguiente conflagración (recordemos que este mismo año 1933, H.G. Wells ya había previsto el sangriento conflicto en su obra La vida futura).
Hubo escritores que se enfrentaron valientemente al negro futuro que se avecinaba, como Aldous Huxley y el propio Wells. Otros, como Hilton, optaron por el escapismo y la ensoñación, trasladando al lector a un mundo mejor, un paraíso remoto en el que sentirse a salvo: Shangri-La. Y acertó.
Desde el momento de su publicación, Horizontes perdidos se convirtió en un éxito editorial que nadie había sido capaz de anticipar. Vendió millones de ejemplares, dio nombre a la residencia de descanso del presidente norteamericano (Franklin D. Roosevelt la nominó Shangri-La en 1942 antes de que Eisenhower lo cambiara por Camp David) y un recién oscarizado Frank Capra (por Sucedió una noche, 1934) la seleccionó para su adaptación cinematográfica en 1937. Cuatro décadas después, en 1973, se estrenó un musical basado en la película aprovechando la renovada fiebre por la cultura y la espiritualidad orientales.
La novela comienza con un prólogo y dos extensos capítulos preparatorios en los que se presenta la historia. El primero nos lleva hasta un club de gentlemen en Berlín en el que se encuentran reunidos cuatro británicos. La charla deriva hasta el secuestro, unos años atrás, de un avión en la India en el que viajaba un conocido de todos ellos, el diplomático Hugh Conway. Éste era un sabio multidisciplinar en Oxford, inteligente, atlético y dotado para las artes, el héroe prototípico de la novela de aventuras. Tras dar por finalizado el encuentro, uno de los ingleses, Rutherford, confiesa a otro de los contertulios que ha visto a Conway. Tras su prolongada ausencia, apareció amnésico en un hospital de China, donde le dictó sus asombrosas experiencias. Rutherford le pasa a su compañero el manuscrito para que lo lea, dando así comienzo a la novela propiamente dicha.
Los dos primeros capítulos presentan al grupo central de personajes y su peripecia durante el vuelo. Entre los pasajeros, además de Conway, se encuentran Mallinson, su joven ayudante; Barnard, un tosco norteamericano; y Miss Brinklow, una misionera evangélica. No tardan en darse cuenta de que el piloto les está llevando por una ruta diferente a la planeada, pero sus protestas son acalladas a golpe de revolver. Cuando el aeroplano se estrella en un remoto rincón de la cordillera del Himalaya, los cuatro protagonistas son rescatados y llevados a la lamasería de Shangri-La, un lugar cuyos secretos y descripción se abordan en el tercer capítulo.
Este primer tercio de la novela sigue de cerca los parámetros ya bien establecidos del subgénero de Mundos perdidos: un grupo de viajeros abandonan su cotidiana y previsible existencia para viajar a algún paraje exótico y lleno de emociones al tiempo que difícilmente accesible. En él descubren alguna civilización perdida y aislada del mundo exterior. Dentro de ese marco muy general, se pueden encontrar desde novelas de aventuras más o menos puras, como Las Minas del Rey Salomón de H. Rider Haggard, ciencia ficción como El mundo perdido de Arthur Conan Doyle o terror como En las montañas de la locura de H.P. Lovecraft.
La idea de un mundo oculto bajo la superficie de nuestro planeta es muy antigua y se puede rastrear en todo tipo de cuentos populares y tradiciones orales. En muchos de ellos, ese mundo tiene forma de utopía radiante de armonía y poder espiritual.
Para la creación de su Shangri-La, Hilton recurrió a antiguas leyendas que hablaban de un lugar más allá del Tíbet, entre las nevadas cumbres del Himalaya y los escondidos valles de Asia, en el que sólo vivían seres perfectos y puros de corazón y que respondía al nombre de Shamballa (que en sánscrito significa lugar de paz y tranquilidad). Era la fuente legendaria de sabiduría para la rama más esotérica del misticismo tibetano.
Según una profecía, cuando la especie humana se corrompa a causa de la extensión de la ideología materialista y sus seguidores se unan bajo el mando de un rey maligno que crea que ya nada queda por conquistar, las brumas se disiparán para revelar las montañas de Shamballa, cuyos longevos y sabios habitantes no sólo resistirán los ataques de las hordas de aquel corrupto monarca con fenomenales armas, sino que conseguirán aniquilarlas.
Estas leyendas (que se referían a Shamballa como Agarta y que en algunos casos eran relacionadas inclusoa con la Atlántida) llegaron a Occidente de la mano de los primeros viajeros occidentales al Tíbet, pero fueron figuras más estrafalarias las que la popularizaron. Fue el caso del ocultista autodidacta Joseph-Alexandre Saint-Yves (1842–1910), quien afirmó seriamente recibir mensajes telepáticos del Dalai Lama y efectuar viajes astrales a Agarta. Viajeros posteriores, como los rusos Ferdinand Ossendowski y Nicolás Roerich (éste último miembro de la esotérica Sociedad Teosófica), recogieron aún más testimonios locales sobre la existencia de un paradisiaco y avanzado mundo subterráneo.
Pero Hilton no sólo se apoyó en estas informaciones tan fragmentarias como fantasiosas, sino en la crónica que National Geographic publicó por entonces de la expedición a los Himalayas chinos conducida por Joseph Rock.
Ahora bien, aunque todo hasta este momento apuntaba a que Horizontes perdidos sería un relato más de Mundos Perdidos, lo cierto es que acaba despegándose de los tópicos de muchas de las obras más populares en ese momento en el ámbito de las revistas pulp, por ejemplo, las novelas de Burroughs, en las que el aventurero occidental de tez blanca se erige como bastión moral de un mundo poblado de tribus primitivas y belicosas y en el que la acción incesante domina toda la narración.
En cambio, la novela de Hilton abandona la épica aventurera que se sugiere en su comienzo para convertirse en una obra más cerebral que hace hincapié en reflexiones sobre el pacifismo y la filosofía de vida, desarrolladas sobre todo a través de las conversaciones de los viajeros con el Gran Lama de Shangri-La y sus acólitos. De hecho, aquí son los occidentales los que adoptan el papel de ignorantes invitados de una civilización claramente superior, tecnológica y moralmente.
Los monjes de Shangri-La creen y practican una filosofía a mitad de camino entre el cristianismo (introducido en el remoto valle en el siglo XVIII por un sacerdote francés) y el budismo tradicional de la zona. El lema de estos monjes podría quizá resumirse en «Todo con moderación». En palabras de uno de ellos: «Gobernamos con una dureza moderada y a cambio obtenemos una satisfactoria obediencia moderada. Y creo que puedo afirmar que nuestro pueblo es moderadamente sobrio, moderadamente casto y moderadamente honrado».
De la misma forma, sostienen que todas las religiones son moderadamente verdaderas. En este sentido, la dicotomía Oriente–Occidente se hace patente cuando Miss Brinklow intenta comprender las creencias religiosas de los habitantes del valle. Chang, el lama que les enseña el lugar, explica que los monjes se dedican a la contemplación y tratar de alcanzar la sabiduría . Pero eso es como no hacer nada, responde Brinklow de acuerdo a su forma claramente occidental de pensar. Chang, sin perder la calma, le da la razón: Entonces, madam, no hacen nada . El tibetano no discute con la mujer ni trata de convencerla de su punto de vista. Es más, cuando ella anuncia su propósito de convertir a su fe cristiana a sus anfitriones, el lama ni se interpone ni la ayuda, sencillamente la deja hacer.
El autor describe el valle como un lugar pacífico, no completamente ajeno a las influencias del mundo exterior pero sí tan idílico y por encima de las maldades humanas que casi se diría ajeno a él. No es tampoco el paraíso bíblico ni ninguna utopía de las imaginadas por la filosofía y la ciencia ficción occidentales. Al contrario, su espíritu pretende ser netamente oriental.
Y digo pretende porque por desgracia, las virtudes de ese maravilloso lugar quedan empañadas por las contradicciones que se infieren de la narración. Aunque no se dice demasiado de la gente que vive en el valle presidido por el monasterio, resulta un tanto chocante que sus moradores actúen como porteadores acarreando parafernalia occidental –como un piano de cola– por los más peligrosos pasos de montaña del mundo mientras los monjes disfrutan de moderados lujos en su recinto. Por otra parte, el monasterio existe gracias a una mina de oro localizada en el valle, algo muy poco espiritual. Todo ello parece encajar mal con las elevadas filosofías de las que hacen gala los monjes.
Por otra parte, Shangri-La recibe la influencia de sacerdotes franceses, tiene estudiantes de la música clásica y la cultura europeas. Ya ven, somos menos bárbaros de lo que esperaban afirma Chang. Y es que, en el fondo, Hilton identificaba su ficticia utopía oriental con el sustrato cultural europeo y su pensamiento, por mucho que los monjes vistieran ropajes orientales, era en realidad una sublimación de la filosofía aristotélica que enfatizaba la virtud de la moderación y el control de las pasiones.
Pero aunque Shangri-La sea la idealización occidental de un paraíso oriental, lo cierto es que Hilton fue capaz de condensar en un solo lugar la fuerza de un mito, una proyección de los sueños europeos de paz, tranquilidad, conocimiento y sabiduría, en el que el transcurso del tiempo no se vive con angustia sino con serenidad. Su idea es tan poderosa que ha perdurado hasta nuestros días y ha sido asumida por intereses menos elevados: no son pocos los países de la zona y los operadores turísticos que utilizan el nombre de Shangri-La como anzuelo para los viajeros.
Sea como fuere, si existiera, Shangri-La sería un lugar interesante que visitar. Pero no en compañía del grupo de personajes que reúne Hilton. Éstos, en realidad se limitan a servir de excusa para que el lector pueda acceder al perdido valle y la filosofía que allí rige. Mallinson es especialmente irritante, siempre quejándose, añorando su hogar y sin modificar un ápice su actitud y pensamiento. Mis Brinklow, a pesar de sus firmes creencias, aporta bien poco en lo que podría haber sido un interesante debate entre su filosofía y la de los monjes. Barnard es el único personaje con algo de chispa gracias a su tormentoso pasado, pero no lo suficiente como para conectar con el lector o convertirse en el soporte de la narración. El Gran Lama no tiene personalidad propia, limitándose a ejercer de portavoz de la ideología de su pueblo. Y el propio Conway, al que el escritor trata de dotar de un mundo interior complejo resulta ser un individuo de lo más aburrido que incluso llega a dudar de si sus recuerdos son reales o meramente una fantasía inducida por el shock y el agotamiento.
Horizontes perdidos es un libro a caballo entre la fantasía y la ciencia-ficción, que prima la construcción de atmósferas sobre la acción tratando de suscitar reflexiones filosóficas en el lector. Es, también, uno de los últimos libros sobre Mundos Perdidos antes de que el subgénero perdiera popularidad –aunque nunca llegó a morir del todo–. Tras la Segunda Guerra Mundial ya no parecía en el mundo haber rincones disponibles que pudieran esconder ninguna civilización avanzada y salvadora de los pecados de nuestra especie. A partir de ese momento, la ciencia ficción dirigiría su mirada hacia el espacio.
Copyright del texto © Manuel Rodríguez Yagüe. Sus artículos aparecieron previamente en Un universo de viñetas y en Un universo de ciencia-ficción, y se publican en Cualia.es con permiso del autor. Manuel también colabora en el podcast Los Retronautas. Reservados todos los derechos.