Marte, el Planeta Rojo, parece destinado a formar parte de nuestra historia como especie a tenor de los proyectos para llevar al hombre hasta allí que desde hace algún tiempo parecen tomar forma en diferentes agencias espaciales. La ciencia-ficción, por su parte, hace ya mucho tiempo que lo eligió como escenario para tal multitud de historias de todo tipo y condición que casi se podría reconocer un subgénero específico con Marte como centro.
Muchas de esas historias tratan sobre la colonización del planeta y su terraformación, esto es, modificar sus condiciones geofísicas, atmosféricas y biológicas para adaptarlo a nuestras necesidades vitales. Pero en la novela que ahora comentamos, la aproximación es la contraria: cambiar al hombre para adaptarlo a Marte.
En la década de los cincuenta, el dúo compuesto por Frederik Pohl y Cyril M. Kornbluth firmó algunas de las novelas más ingeniosas de la década, como Mercaderes del espacio (1953), El abogado gladiador (1955) o La lucha contra las pirámides (1959). Pero tan fructífera asociación se disolvió a la fuerza en 1958, cuando Kornbluth murió a la tempana edad de 35 años. Pohl continuó escribiendo, a veces en colaboración con su colega escritor y gran aficionado a la ciencia-ficción Jack Williamson. Pero en 1961 aceptó al puesto de editor de la revista Galaxy y su producción se redujo considerablemente.
La revista evolucionó magníficamente bajo su dirección, hasta el punto de convertirse en la más importante en su género del mercado norteamericano. Igualmente bien lo hizo Pohl con la publicación hermana de Galaxy, If, ganando varios premios Hugo por esta labor.
Pero en la década de los setenta, decidió dar un nuevo giro a su carrera, uno que fue bienvenido por todos los aficionados: dejar de supervisar la ficción de los demás y centrarse en la suya propia. Abandonó el trabajo de editor y volvió a escribir. Homo plus fue su primera obra de esta nueva etapa y hoy, casi cuatro décadas después de su publicación y de haber ganado el Premio Nébula a la Mejor Novela de aquel año, sigue siendo uno de los mejores tratamientos sobre el tema del ciborg o la transhumanidad.
Roger Torroway es un astronauta veterano cuya vida, en su propia opinión, deja mucho que desear. Aunque él sigue enamorado de su mujer, Dorrie, ésta parece haber perdido interés en él; y si bien es considerado un héroe tras haber salvado años atrás a unos cosmonautas rusos en el curso de una misión, ahora ya no vuela más, dedicándose a tediosas tareas representativas y de relaciones públicas que no le satisfacen.
Pero la situación en la Tierra es aún peor. Las condiciones ambientales se están deteriorando con rapidez, la descomposición social generalizada es más que evidente y la crisis energética ha provocado una tensión creciente entre las potencias nucleares (representadas por unos decadentes Estados Unidos y el poderoso Nuevo País Asiático liderado por la antigua China).
Los estadísticos y sociólogos son claros en las conclusiones de sus estudios. La humanidad se encamina hacia su destrucción y es hora de evaluar las opciones. La construcción de grandes refugios nucleares que puedan proteger durante un largo periodo de tiempo al menos a parte de la especie es inviable en un escenario de profunda crisis económica. La única alternativa parece ser la colonización del planeta «habitable» más próximo: Marte. El éxito de la misión atraería tal grado de atención e interés que la presión geopolítica se aliviaría.
Pero no se dispone de mucho tiempo. En lugar del largo e incierto proceso que supondría la terraformación de un planeta, ¿por qué no transformar nuestros cuerpos? Ahí entra en escena el programa Homo Plus, un experimento destinado a crear el primer ciborg, una fusión de organismo humano y artefactos tecnológicos, diseñado para explorar y vivir en el hostil entorno marciano.
Torraway se había unido al proyecto sin esperanzas de participar realmente en él. Inicialmente era el cuarto voluntario de la lista, pero cuando uno de sus componentes muere en el proceso y los otros dos consiguen deshacerse de su compromiso, Roger se encuentra en una poco envidiable posición. No sólo se convierte en el sujeto de un experimento aterrador, sino que sobre sus espaldas recae el destino del mundo.
A pesar de lo que pueda parecer por su tema, Homo plus no es un ejemplo particularmente brillante de ciencia-ficción «dura» y, de hecho, presenta algunas incoherencias temporales y científicas.
Por ejemplo, dado que la acción tiene lugar sólo veinte o treinta años en el futuro desde el momento en que fue escrita –con la sonda Mariner de la NASA recién llegada a Marte–, resulta altamente improbable que la tecnología aeroespacial y, sobre todo, la biomédica, hubiera alcanzado un estado tan avanzado como para permitir el tipo de transformaciones orgánico–tecnológicas que describe. En otro orden de cosas, las alas que se le insertan, cuya función es, según se explica, la de dispersar el calor, luego se utilizan sin noticia previa como receptoras de energía de microondas; o el cuidado que se pone en explicar el funcionamiento de los ojos de la rana en analogía a los colocados a Torraway no lleva a ningún sitio puesto que luego se olvida cualquier referencia a su papel en la misión.
Por otra parte, el cuadro político mundial que plantea Pohl resulta no sólo poco original sino rayano en lo paródico: Guerra Fría, conflicto nuclear inminente, superpoblación, escasez de recursos, mundo libre versus comunismo y la búsqueda de una huida de la Tierra como solución a los problemas. La paranoia política y la inevitabilidad de la aniquilación se exponen de forma demasiado forzada como para parecer creíble, e incluso el presidente norteamericano, impulsor y defensor a ultranza del Proyecto Homo Plus, está retratado con un siniestro humor negro que bordea la sátira.
Pero no son esos aspectos los que hicieron merecedora a la novela de los elogios que aún suscita, sino su exploración del transhumanismo, un término utilizado para expresar el deseo de romper las limitaciones de nuestro organismo mediante la integración en el mismo de elementos tecnológicos. No estamos hablando simplemente de usar un ordenador sino de insertar sus chips directamente en nuestro cerebro. Algo tan cotidiano hoy como las prótesis de rodilla o los marcapasos pueden ser considerados como escalones ya consolidados en ese camino.
La idea del ciborg, la fusión entre hombre y máquina, llevaba ya mucho tiempo circulando en el mundo de la ficción. Mitos y leyendas transmitidas oralmente por todo el mundo hablan de seres artificiales, creados por la mano del hombre mediante la alquimia, la magia o la intervención divina. El advenimiento de la era científica dejó su huella en esta figura en la forma de Frankenstein, de Mary Shelley. A partir de ahí, la intervención de seres artificiales, robots y ciborgs, se convirtió en algo habitual dentro de la ciencia-ficción, si bien sus génesis no eran explicadas aún satisfactoriamente. No fue hasta que el mundo de las computadoras empezó a avanzar de forma sustancial que ese concepto empezara a tomar visos de realidad.
El primer planteamiento serio se ofreció en una fecha relativamente temprana. En 1929, el polémico científico británico J.D. Bernal escribió el ensayo El mundo, la carne y el diablo, en el que postulaba que la exploración espacial prolongada sólo se lograría mediante la adaptación de nuestros cuerpos al nuevo medio; ello incluiría tanto cirugía prostética como el establecimiento de una relación directa entre nuestro cerebro y las máquinas. Fue una idea que no haría sino ganar adeptos. Los norteamericanos Manfred Clynes y Nathan Kline, ambos científicos del Laboratorio de Investigación del Hospital de Rockland State, propusieron en una conferencia en la NASA que la exploración del espacio dependería de la consideración del hombre y la nave como dos sistemas interrelacionados que compartieran información y ingeniería. De hecho, fue Clynes quien acuñó el término ciborg (cybernetic organism) en 1960, reflejando su idea positiva acerca de un futuro en el que el hombre pudiera «liberarse para crear, explorar, pensar y sentir».
Homo plus recoge algunas de esas opiniones y planteamientos para imaginar su propio ciborg, pero su conclusión es bien diferente: el hombre dejaría de ser, al menos en parte, hombre, para convertirse en otra cosa. Pohl dedica mucho esfuerzo en describir el tormento que soporta Torraway durante su radical proceso de transformación: su piel es sustituida por un recubrimiento plástico ultraresistente. Sus ojos, extraídos y reemplazados por unos sensores rojos de aspecto insectoide. Se le añaden alas con las que recoger energía solar. Se le conecta el cerebro a una computadora. Se le extirpan los genitales, retiran sus pulmones, colocan articulaciones cibernéticas y se le sustituye la sangre por una especie de fluido energético…
Pero tan impactante o más que ese martirio es la transformación psicológica que tiene lugar. Su cuerpo es gradualmente desmontado, sus órganos extirpados y reemplazados por ingenios artificiales e implantes que aumentan sus capacidades físicas y sensoriales y, finalmente, una computadora filtra y modifica sus percepciones, interfiriendo en sus emociones: «En la pantalla apareció un hombre. No parecía un hombre (….). Era astronauta, demócrata, metodista, esposo, padre, tocaba el tambor por afición y era un hábil bailarín; pero lo que tenía a la vista no era nada de esas cosas. Lo que allí aparecía era un monstruo».
La mente de Roger se va distanciando progresivamente de su propia humanidad y aislando del resto de sus congéneres, incluso de los que le son más cercanos: se ha convertido en una víctima de la ciencia por el bien de la especie, un moderno Frankenstein. Por otra parte, aquellos que le rodean, desde el momento en que da comienzo su transformación, le tratan de forma diferente. Intelectualmente, saben que es un ser tan humano como ellos, pero, al mismo tiempo, no pueden evitar verlo como un monstruo y sentirse incómodos en su presencia.
Así, aunque el proyecto Homo Plus es considerado como un colosal éxito científico que redundará en beneficios para toda la humanidad, es imposible no verlo también como una abominación, algo que atenta, precisamente, contra la humanidad.
Pohl realiza un excelente trabajo analizando la psique humana a través de la alienación de Torraway; el lector se siente fascinado por la exploración del autor de los íntimos lazos que unen la biología y la psicología. Aunque su nuevo cuerpo lo ha convertido en un ser superior, en esencia sigue siendo tan vulnerable emocionalmente como cualquier ser humano. No hay nada sensacional en este ciborg, a diferencia del tratamiento simplificado y optimista que por aquella misma época realizó el popular programa televisivo El hombre de los seis millones de dólares (The Six Million Dollar Man, 1974–1978). A Pohl no le importa tanto lo que su criatura puede hacer como lo que siente a raíz de su transformación.
Obviamente, Roger Torraway es el personaje central y al que más tiempo se le dedica, pero Pohl trata de esquivar los tópicos en lo que al resto del reparto se refiere. En lugar de limitarse a llenar los huecos predefinidos de «sufrida esposa del astronauta, científico brillante al cargo del proyecto, psiquiatra inseguro del éxito de la misión»… los dota de personalidades diferenciadas, sus propias voces, motivaciones y, sobre todo, defectos. Dorrie es la esposa aparentemente ideal de Torraway: atractiva, cariñosa, inteligente… pero en realidad esconde una profunda insatisfacción y desasosiego por los sentimientos que su marido le profesa. Brad es el cirujano especialista que dirige la transformación física del astronauta, un individuo pagado de sí mismo, mujeriego y ambicioso, pero extraordinariamente capaz. Kayman es un sacerdote que se unió al proyecto con el íntimo e inconfeso propósito de encontrar almas que salvar en Marte…
No es una novela de héroes o villanos. No existen personajes particularmente malvados, solo humanos. Y en cuanto a la consideración heroica que se hace de Torraway obedece precisamente a que no reconocemos en él los atributos habitualmente asociados a esa figura. Se siente confuso, aterrorizado, angustiado y, sobre todo, inmensamente solo. Su fragilidad emocional lo convierte en un hombre corriente que, abrumado por las circunstancias, se deja llevar por ellas. Los personajes secundarios –ninguno de ellos memorable y con un papel meramente instrumental en la historia– son presentados mediante breves descripciones sobre sus talentos y personalidades, pero ninguno experimenta un dramático cambio en base a las experiencias vividas; como mucho, consiguen controlar determinados aspectos de su carácter obligados por tal o cual situación.
Para ser una novela en la que no hay apenas acción y que ocupa la mayor parte de su tiempo narrando la evolución y cambio de Torrence hacia su nuevo ser, Homo Plus, su lectura no se antoja lenta, pero sí carente de auténticas emociones. Buena parte del libro está escrito en un tono documental con frecuentes digresiones históricas y explicaciones tecnológicas o médicas. Casi un tercio del texto tiene un estilo propio de la divulgación e incluso cuando se trata de la interacción entre los personajes el narrador se muestra distante, frío, como si fueran ratas de laboratorio. Y aunque esa aproximación emocionalmente lejana tiene una explicación que sólo se revela al final, lo cierto es que se trata de una lectura más intelectual que sentimental en la que resulta difícil identificarse con alguno de los personajes.
He mencionado el final del libro, y es que éste es otro aspecto digno de reseña. La historia es narrada por una voz en primera persona del plural que da a entender que estuvo presente en todos los acontecimientos descritos, pero que los recuerda como si ya formaran parte del pasado. La revelación de la identidad del narrador al final de la novela no sólo aclara algunos de las aparentes inconsistencias que parecía haber acumulado la historia (particularmente el interés desmedido del gobierno por un proyecto tan incierto), sino que, a la luz de la información desvelada, todo el libro cobra un nuevo significado.
En conclusión, esta novela corta y fácilmente digerible constituye una magnífica recomendación para los amantes del género y quienes tengan interés en el futuro de la exploración espacial. Indaga en el transhumanismo, el trauma del renacimiento, el peligro de la dependencia de las máquinas y la colonización planetaria a través de un argumento compacto y sin estridencias. Y, además y al mismo tiempo, plantea complejos dilemas científicos, éticos y personales.
Pohl escribiría años más tarde en colaboración con Thomas T. Thomas una continuación, Marte Plus, pero su antecesora, Homo Plus es en sí misma una obra unitaria que ha alcanzado el rango de clásico, una lectura obligatoria que sin duda dejará un recuerdo duradero.
Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.