Me gustan los escritores que, no siendo músicos ni críticos musicales, escriben algo sobre la música. Toman la palabra por quienes conformamos la inmensa mayor parte de la realidad musical: los melómanos.
Desde los empecinados consumidores de compactos hasta quien se enrolla con el hilo musical en el ascensor y se equivoca de piso. Es el caso de mi muy admirado Coetzee en unas páginas de su Diario de un mal año. Repite el tópico de que la música expresa sentimientos. Pero lo da vuelta en el aire, o sea donde ocurre la música: los sentimientos de quien escucha.
Él «descubrió» a Vivaldi en la consulta del dentista, por ejemplo. En efecto –sigo a Coetzee, vale la pena y él es un enorme poeta de la pena– nada sabemos de lo que sintieron los músicos de antaño, separados de nosotros por un mar de siglos. Sus códigos expresivos no son los nuestros.
Nadie escribe hoy como Bach, Mozart o Beethoven. Los pájaros actuales cantan igual que hace millones de años. Los seres humanos ¿sentimos como nuestros antepasados? Sospechamos que sí y que no. Faltan y faltarán siempre las pruebas.
El arte es universal y perpetuo. El gusto estético no lo es. A veces, un gran nombre permanece olvidado en la sordera del tiempo y, un buen día, estalla y deslumbra. Entonces nos preguntamos por qué esa universalidad perpetua, ese río borgiano que huye y que perdura y que Borges oyó fluir en Brahms, pudo pasar inadvertido para nuestros abuelos.
Coetzee propone una explicación, que suscribo por lúcida y pertinente: la música es la historia del alma y nacemos con la memoria inconsciente de esa historia. Norbert Elias sostuvo, y también lo suscribo, que las civilizaciones se caracterizan por construir códigos diversos para «decir» nuestros sentimientos, que son estrictamente indecibles, inmanentes, inefables. Por eso, acaso, cuando Petrarca o Verlaine dicen lo que dicen sobre el amor, lo dicen respecto a nuestros amores. Y si sentimos algo, ahora, cuando escuchamos a Bach, somos Bach y él nos dice. La admiración nos lleva a calificar de inmortal su obra, aunque no podamos sentir lo que él sintió mientras componía. Con agradecimiento, reconocemos nuestra propia fantasía, omnipotente como todas las fantasías, de ser inmortales.
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