El pasado 17 de junio de 2018 Charles Gounod hubiera cumplido 200 años, motivo por el que se dispararon las conmemoraciones. Los teatros no se han quebrado demasiado la cabeza para hacerlo: lo más cómodo era acudir a su obra más popular, Faust, y eso es lo que la mayoría de las programaciones llevó a cabo. Así, por ejemplo se cantó en Lieja, Metz, Saint-Etienne, Chicago, Ginebra, el Real madrileño, París (Champs-Elysées) además de en Marsella, escenario que con mayor imaginación sumó a ello la certera parodia realizada por Hervé en 1869: Le petit Faust (o sea, El Faustito). Seguro que otros muchos escenarios más que se escapan a esta rápida enumeración se acordaron de del músico y de su obra más difundida.
La Salle Favart parisina, al contrario, fue más original en el homenaje pues sacó de relativo olvido La nonne sanglante (se había cantado ya en la Osnabrück sajona alemana de 2008 con grabación incluida), paralelamente a Tours que recordó su Philemon et Baucis y Múnich que realizó lo propio con Le tribut de Zamora, objeto asimismo de registro discográfico. Otra obra bien socorrida del homenajeable, Roméo et Juliette se cantaba en Montréal, Metropolitan neoyorkino, Niza, Montecarlo, Valladolid, Liceo de Barcelona y un probable etcétera.
La Royal Opera londinense se unió al más fácil carro conmemorativo acudiendo igualmente al Faust en la producción estrenada hace algo más de una década y que había reunido antaño un equipo sobresaliente: Angela Gheorghiu, Roberto Alagna, Bryn Terfel, Simon Keenlyside, Sophie Koch, con la veterana Marthe de Della Jones y el Wagner de Matthew Rose, hoy distribuido en primeros cometidos. Producción que fue objeto de una edición videográfica.
La reposición londinense no se anduvo tampoco con restricciones, el nuevo reparto era de bastante nivel y el éxito coronó la propuesta, tal como se pudo comprobar en diferido a través de la pantalla del Palacio de la Prensa madrileño. En este formato se pudo disfrutar quizás mucho mejor que en directo, pues la emisión siempre es más fluida al no tener que aguantar los, a veces, latosos intermedios de una ejecución en directo y en la que no se prescindió de las interesantes y oportunas adiciones de costumbre. Tampoco faltó la ya imprescindible y certera presentación de la bella y elegante Clemency Burton-Hill, de presencia siempre muy disfrutable.
El trabajo escénico de David McVicar (en revival de Bruno Ravella) es excelente. Contó la historia sin altibajos y con aportaciones originales que no desvirtuaron el original (el final insinúa que todo lo acontecido puede haber sido una fantasía senil de Faust), dirigiendo al escena con pericia tanto en los momentos de masas como en los de intimidad. En suma, un espectáculo rico, variado y efectivo al servicio de la obra (no en contra, como por desgracia suele pasar más a menudo de lo necesario). Con decorados que tanto aludían al mundo profano como al sacro entre los que se desarrolla el argumento, diseñados de Charles Edwards, y el vestuario donde se mezclaban dos épocas: la del original goetheano y el de la traducción musical goudoniana. La iluminación de Paule Constable pudo ser la indicada para la representación in situ pero a menudo quedó oscura y poco clara para la transmisión cinematográfica.
Parte de los nuevos cantantes convocados (tres: Schrott, Lungu y Dégout) estuvieron presentes en las representaciones de la ópera cuando tuvo lugar en Madrid. Prueba, por si falta hay de ello, del nivel que actualmente ha alcanzado el Teatro Real.
Un equipo multinacional como corresponde a un género que, felizmente, no conoce fronteras ni incómodas o quiméricas nacionalidades. Irina Lungu, rusa, que sustituía a la previamente distribuida Diana Damrau, logró que no se echara en falta su deserción. Fue una Marguerite de muy buen labor escénica y vocalmente capaz de pasar del lirismo de la primera parte a la intensidad dramática del resto, con las exigencias vocales a punto asociadas a ambas situaciones. Michael Fabiano, norteamericano, volvió a confirmar que es un tenor de canto elegante y sensible en parte que se corresponde exactamente con sus medios y personalidad artística. Erwin Schrott, uruguayo, actor desenvuelto de presencia impactante, voz a medio camino entre el bajo y el barítono por lo que la parte le va a medida, brilló como Méphistophèles. El francés Stéphane Degout, Valentin, cantó el aria de manera impecable así como la escena de su muerte, con voz rica, potente y hermosa. Aquí se puede añadir que el aria de la medalla (en base a la melodía central del preludio) fue un añadido que Gounod efectuó a favor de Sir Charles Santley un popular barítono inglés, cuando Faust se estrenó precisamente en Londres en 1863.
Marta Fontanals-Simmonds, española, dio a Siebel el perfil necesario y no desmerecieron ante los cantantes principales los dos de apoyo: Germán E. Alcántara (Wagner) y Carole Wilson (Marthe Schwertlein) a quienes, pese a la brevedad del cometido, se logró bien definir por parte del atento regista. El coro, a la altura de las exigencias. Con una lectura desde el foso, responsable Dan Ettinger, israelí, completamente fiel además de inspirada sacando el enorme prvecho que facilita la categoría instrumental de la orquesta londinense. La coreografía de Michael Keegan-Dolan (recuperada por Ania Sofonova) añadió otra originalidad: no fue un pegote a la representación; al contrario, formó parte de la narración de la obra convocando ante Faust a las dos víctimas de su pacto diabólico: Marguerite embarazada y Valentin moribundo.
Una velada inolvidable.
Imagen superior: Stéphane Degout como Valentin e Irina Lungu como Marguerite en «Faust», The Royal Opera© Tristram Kenton, ROH.
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