Es interesante, al evocar la obra de este artista, situar antes que su pintura, que es el medio en que se ha popularizado en mayor medida, su escultura. Algún ejemplo tenemos al aire libre de Madrid. He allí a una de las “gordas” boterianas. No sólo de frente, como en sus lienzos, sino en todas sus dimensiones. Las carnes son abundantes pero no deformes. Están ordenadas y expuestas con una placidez que ahuyenta cualquier provocación. Son sólo cuanto son, en su orgullosa vulgaridad, y nada hacen para que admiremos sus gestos porque no los tienen. Están expuestas al sol que obtiene de sus líneas y superficies unos destellos como de piel recién lavada, con su perfume original y una tersura que el bronce convierte en el pudor donde la epidermis parece oficiar de vestimenta.
Esta imagen permite rever su pintura. Allí la mujer puede ser una matrona doméstica pueblerina o ser la que habita las alcobas de la antigua profesión. En ningún ejemplo hay procacidad sino la exposición digamos que de oficio, ya que no de profesión. La señora y la hetaira comparten su quietud, acaso porque saben que el pintor las ha convertido en una obra de arte.
El dibujo de línea, casi sin sombras, remite al arte ingenuista, el naïf. No obstante, la composición dista de ser ingenua. Hay un plano próximo y otro lejano. El pintor ha visto las composiciones del Cuatrocientos, también lineales, de planos ordenados, también carentes de sombras. Los cuerpos reunidos evocan las armonías de las ninfas y las diosas de los idilios neoclásicos. Sólo un detalle matiza a estos personajes. Son las miradas de ojos anchamente abiertos, con algo del asombro primario. Están levemente sorprendidas de que las estemos mirando.
Esta constancia de la mirada atónita, inexpresiva, estática, nos lleva al origen del deseo, que es la infancia. Los ojos del niño ven por primera vez el mundo, lleno de objetos deseables que desconoce. Son las miradas del descubrimiento. No ven las cosas porque no las distinguen sino que ven con pureza, tal si el mundo acabase de ser creado. En este cruce de memoria académica y apariencia naïve trabaja la sapiencia de Botero. Por eso sus “gordas” de bronce pueden yacer con acabado señorío en una calle de la ciudad superpoblada, bajo un sol que convierte su resplandor moreno en una joya de grandes proporciones, el cuerpo humano. No son el arquetipo del cuerpo bello sino la evidencia del cuerpo gregario, del cuerpo de cualquiera, el de todas y todos. Son nuestros cuerpos, en la inmovilidad perdurable de la obra de arte.
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