Cumplir cien años, como le correspondería hacerlo a Federico Fellini, puede ser un evento casual o meramente biológico. Pero en el caso, el siglo es una marca si por siglo entendemos la pertenencia secular. Fellini es sintomático de la cultura por excelencia del siglo XX, el cine. Y, además, lo es por pertenecer a esa juventud italiana que aparece perfilada por otros dos rasgos esenciales de dicho siglo: el fascismo y la guerra mundial que empezó en 1914 y acabó en 1945.
El fascismo fue un proyecto totalitario realizado a medias. Por sus grietas floreció en Italia un núcleo de narradores, cineastas, directores de escena y ensayistas como no había conocido el país. Dejo de lado las vanguardias, pues son anteriores a la dictadura fascista. De todos modos, en lo que hace a Fellini: la adscripción al realismo como una manera de soslayar el discurso oficial, la pompa imperial y triunfalista del régimen. Sobre este puente, la camada de Fellini pasó de la guerra a la paz, de la tiranía a la democracia, de la monarquía a la república. Italia empezó a tener más futuro que pasado, y a mostrarse más urbana que rural, más hedonista que doliente, menos heroica y más industriosa.
El cine de Fellini es una muestra sintomática de este proceso. Es el retrato de la Italia cutre (Amarcord, I vitelloni, en buena parte Roma), a veces elaborada con completo acierto, a veces desordenada por un manierismo lírico de lo cutre (La strada, Las noches de Cabiria). El gran fresco de la Italia próspera de posguerra es La dolce vita, que acierta y yerra en ambos sentidos fellinianos. Soslayo el intento esteticista y experimental de cierto Fellini que me parece buscador pero errático, el de Ocho y medio y Julieta de los espíritus. Creo que en estos filmes el director sucumbió a la cercanía del esnobismo francés de la nueva ola y temió quedarse atrás y resultar pueblerino con sus rememoraciones neorrealistas.
Hay un problema de medidas en juego. Fellini tiene una medida dentro de la cual se halla y otra dentro de la cual se pierde. Se asemeja a otro gran ejemplo del cine contemporáneo al suyo: Orson Welles. En El extraño, Balada de amor o Mister Arkadin, Welles se corta la ropa a la medida, por decirlo gráficamente. En Ciudadano Kane, El proceso y en los encuentros con Shakespeare, la ropa le va holgada. Dicho pedantemente: la retórica no coincide con la semántica, el gesto es abusivo en relación con la palabra. En ambos –en Fellini, por fáciles razones de nacionalidad– hay una desviada vocación por la ópera, que aparece en Ciudadano Kane y en E la nave va. Como en la ópera, si está desajustada, el libreto chirría con la música. O dicho del revés: la palabra, en la ópera, sólo es válida si se canta. Así nos pasa a menudo que, al leer los libretos de óperas que admiramos, nos parecen pobre literatura o mal teatro. Falta el gesto sonoro del canto, el gesto que puede resultar exagerado y de fallida retórica en el cine, si sustituimos el canto por la imagen. Borges, al juzgar Ciudadano Kane, dijo que era una película genial pero no inteligente. Quede para mejor ocasión discurrir el vínculo entre la inteligencia y la genialidad.
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