Giuseppe Fortunino Francesco Verdi, el más italiano de los compositores, nació francés en Le Roncole, porque esta pequeña localidad era entonces un departamento napoleónico, el 10 de octubre de 1813 a las nueve horas de la mañana. Murió en el Hotel Milán de esta capital lombarda a las dos y cincuenta minutos de la madrugada del 21 de enero de 1901.
Una vida larga, muy larga para la mortalidad media de entonces, rica en acontecimientos, muy bien aprovechada como hombre y como compositor. De origen campesino, fue un cosmopolita que viajó por la Europa más cultural de entonces: Inglaterra (jamás pudo hablar tan “endiablado” idioma ni soportar su insoportable clima), Francia (en París residió alguna temporada pues allí se encontraba a gusto por el anonimato que la ciudad le procuraba), Rusia y Alemania, llegando con ocasión del estreno de unas de sus partituras “españolas”, La forza del destino, hasta una España (Madrid visitando luego El Escorial, Toledo, Granada, Sevilla) por entonces bastante alejada de los circuitos al uso. Madrid, tres décadas atrás, había conocido una triunfal visita de Rossini; Bellini y Donizetti jamás pisaron la Península Ibérica.
Conoció el amor en la etapa juvenil de su descubrimiento, con la joven e infortunada Margherita hija de su protector Antonio Barezzi, que le dejó viudo muy joven; unió su vida a una mujer bien vivida e inteligente, fiel compañera durante casi todo el resto de su vida (la sobrevivió apenas tres años), Giuseppina Strepponi; disfrutó en la madurez de la pasión por una mujer más joven y lozana, algo nada desdeñable en tal etapa de madurez, la cantante Teresa Stolz.
Fue testigo y participó interesado por los acontecimientos políticos de la época, sobre todo los relacionados con su patria Italia, unificada finalmente gracias en parte al contenido y difusión de su obra y al carisma de su persona.
Dejó para la posteridad una imagen de bonhomía, simpatía y respeto, peculiaridades que no comparte con muchos colegas y cuya inalterabilidad parece crecer con el paso del tiempo. Una existencia rica y beneficiosa, que se extiende a lo largo de todo un siglo, el XIX, tan abundante en acontecimientos de todo tipo y condición. No tuvo descendientes directos.
Los dos hijos habidos con Margherita Barezzi (Virginia e Icilio por la historia romana que tanto gustaba al compositor) murieron poco después de nacer, ninguno llegó a cumplir los dos años de edad. La Strepponi, sin embargo, dio a luz a varios hijos naturales de padres no identificados del todo, que siempre tuvo alejados de su matrimonio con Verdi.
La pareja adoptó a una sobrina de Verdi, Filomena (luego llamada Maria), heredera universal del maestro busettano.
Imagen superior: Verdi en el jardín de Sant’Agata, en 1898. Acompañan al compositor Maria Carrara Verdi, Barberina Strepponi, Giuditta Ricordi, Teresa Stolz, Umberto Campanari, Giulio Ricordi y Leopoldo Metlicovitz.
La obra
En el ámbito profesional, Verdi tomó el testigo de tres grandes compositores, Rossini (el que clausuró, puso fin al barroco italiano), Bellini y sobre todo Donizetti cuya reconocible influencia en su primera etapa compositiva no siempre estuvo dispuesto a admitir o constatar. Su obra abrió camino a la Joven Escuela Italiana (Puccini en cabeza) y otras estéticas sucesivas, porque ¿no hay multitud de premoniciones veristas en el último acto de La Traviata con tanto expresivo y certero recitato? ¿No existe ya una estética verista en multitud de momentos de Otello?
Por otro recodo, Falstaff ¿no anuncia muchos de los títulos de Wolf-Ferrari y otros colegas contemporáneos, llegando incluso a algún que otro ejemplo de Nino Rota?
De la trimurti belcantista recibió el lenguaje de las formas, números cerrados de arias, dúos y otras combinaciones solistas hasta los septetos, los concertantes, los coros, las oberturas o preludios o algunos intercalados fragmentos orquestales en medio de tanto esplendor vocal. Formas o maneras que fue puliendo sutilmente a la largo de su trayectoria acudiendo a modalidades inesperadas que lograba fundir astutamente.
En Don Carlo, una de las páginas solistas más esperadas, la de la celosa y apasionada Eboli, el O don fatale, ¿no contiene en esencia, estilizada agudamente, la tripartita distribución de siempre, a saber: recitativo (O don fatale), aria (O mia regina) y cabaletta (Oh, ciel! E Carlo)? Fragmento que convive perfectamente con otro que viene a continuación donde esas formas desaparecen ante un discurso tan variado como opulento vocal y musicalmente: el aria de Elisabetta Tu che le vanità, de un desarrollo inédito hasta entonces en la operística italiana y en la que aria propiamente dicha y partes de recitado melódico se entrecruzan de forma perfecta e indisoluble.
Al contrario de las prácticas barrocas que luego siguieran en mayor medida Rossini más que Donizetti y apenas Bellini, como hijo del romanticismo que Verdi era, en contadísima ocasiones trasladó melodías o páginas enteras de una obra a otra. Pero como siempre hay excepción a las reglas, el lamento de Philippe II ante la muerte de Posa que hubo de cortar para aligerar las funciones del estreno parisino del Don Carlos se convirtió luego, mejor desarrollado, en el emocionante Lacrimossa del Requiem; y el Tacea la notte placida de la Leonora aragonesa comparte algunas notas con la hermosísima canción con texto de Jacopo Vittorelli In solitaria stanza, número 3 de Sei romanze per canto e pianoforte publicadas en Milán en 1838.
Al contrario de Rossini y Donizetti (mucho menos Bellini, la vida no le dio espacio) que fueron compositores múltiples pues escribieron para todos los espacios posibles (escena, iglesia, recintos privados) a la manera de los modelos compositivos del Dieciocho, Verdi fue en esencia un autor teatral. Fuera de este ámbito sólo ha dejado una Misa de Requiem, extraordinaria desde luego, y varias piezas sacras de similar voltaje; un precioso cuarteto en mi menor, escrito como entretenimiento en Nápoles para alejar el aburrimiento tras un obligado retraso del estreno partenopeo de Aida en 1872; y varias canciones, aunque valorativamente menores, algunas encantadoras en su sencillez (Lo spazzacamino), otras casi una verdadera escena operística (L’esule).
Llegó a componer una página de circunstancias, algo que el compositor odiaba con toda la energía de la que era capaz: el Himno de las Naciones para la Exposición Mundial de Londres de 1862, en la que aparecen las melodías nacionales de Inglaterra, Francia e Italia, sin ninguna referencia a España, espacio al que tanto valor diera el compositor dentro de su argumentación operística: nada menos que cuatro de sus óperas, en todo o en parte transcurren en nuestro país. Sin contar aquellas con se mueven entre personajes españoles o deben sus argumentos a escritores patrios. Y, rizando el rizo, Procida en I vespri siciliani habla de España como nación cómplice de los sicilianos rebeldes, mientras Falstaff en el acto III se compara en su escondite en la canasta de la ropa sucia como una lama (espada) “de Bilbao”.
Otro himno, Suona la trompa, escrito en tan decisivo año como fue 1848 sobre el texto del poeta Goffredo Mameli, increíblemente no logró convertirse en el cántico nacional italiano. En su lugar fue preferida la música compuesta por Michele Novaro a partir del mismo texto del vate amigo del patriota Mazzini. Mas la posteridad se resarció con Verdi al instituir como oficioso himno nacional italiano su universal Va, pensiero.
Entre 1839 (Oberto) y 1893 (Falstaff), Verdi estrenó 28 títulos operísticos. Veintiocho, si consideramos que Jérusalem es independiente (lo es de hecho) a su original partitura italiana I Lombardi, y que Stiffelio tiene sólo algunas partes comunes con la revisión posterior nombrada Aroldo.
Catálogo, sin embargo, cuya cantidad puede aumentarse si pensamos que de La forza del destino hay dos versiones con sustantivas diferencias (San Petersburgo 1862 y Milán 1867), lo mismo que Simon Boccanegra (Venecia 1857, Milán 1881) y Macbeth (versión italiana florentina de 1847 frente a la francesa de 1865).
Abundando algo más se podría añadir que Don Carlos (original francés) y Don Carlo (versión en italiano la más difundida) es una partitura nada definitiva: existen cuatro versiones posibles a la hora de programarla en un escenario o grabarla en un estudio discográfico. Los temas de sus obras transcurren en variados lugares y épocas, de la Babilonia de Nabucodonosor quinientos años antes de la llegada de Cristo o en una época faraónica imprecisa, al Perú español del siglo XVI o a la América bostoniana del XVII (impuesta por la censura), lugares que lo sugieren una particularidad especial sino que están siempre descritos desde su perspectiva italiana. Aunque tengan lugar en cualquier parte del orbe siempre parece que suceden en la península itálica. No hay, como por ejemplo existirá luego en Puccini, un intento de definición colorista local. Pasen donde pasen siempre están vistas a través de la personalidad del compositor. Pueden romper esta regla ciertas fugaces excepciones: el pretendido exotismo de la obertura de Alzira, la canción del velo de Eboli en Don Carlo con sus toques andalucistas o el preludio al tercer acto de Aida con su seductor y cálido orientalismo. Orientalismo también presente en el coro del harén de I Lombardi y el ballet de Otello escrito para su estreno parisino.
En primeriza etapa compositiva donde trabajó en Busetto de manera pública o privada para las reuniones musicales que se ofrecían en casa de su protector Antonio Barezzi, Verdi compuso páginas vocales y orquestales que ordenó fueran destruidas al considerarlas de poco valor o poco representativas de su arte. Parece ser que alguna sobrevivió, dado que Riccardo Chailly grabó unas pocas en 2012.
La obra de Verdi recorre prácticamente todo el siglo XIX absorbiendo la evolución musical del periodo, sin dejarse tentar por cantos de sirena ajenos a su personalidad, porque Verdi suena igual de Verdi cuando se escucha la enérgica cabaletta de Leonora de San Bonifacio (Oh potessi nel mio core) que cuando Otello desgrana su agresivo lamento (Ora e per sempre addio), pese a que entre ellas haya transcurrido casi medio siglo. Y, si bien, para triunfar en París hubo de adaptarse a las modas de la Ópera, sus partituras superaron con creces a los, por otro lado, interesantes modelos. De hecho, Aida parece el mejor compendio, sublimado, de lo que fue hasta entonces la operística italiana y francesa de todo el siglo lírico.
Los personajes
Verdi, desde que tuvo oportunidad de elegir los temas musicables, demostró que le interesaba más la fuerza de los personajes en conflicto que la propia credibilidad de los argumentos. Por esas 28 composiciones desfilan personalidades de diverso tipo y condición, donde las de carácter noble y orgulloso se oponen o enfrentan a las mezquinas o simplemente negativas, en una colección de entidades encuadradas en diferentes grupos sociales: reyes, nobles, religiosos, burgueses, pueblo llano… Los personajes de dudosa o discutible moralidad pueden ser de una sola pieza (Wurm, por ejemplo) o con una actitud negativa motivada (Yago) o justificada (Conde Walter).
Merece destacarse en este sentido que muchas acciones poco positivas surgen como consecuencia de la prioridad que se dan a otros valores por encima de los personales o privados: Amonasro es capaz de sacrificar el amor de su hija por su odio al enemigo egipcio; el Gran Inquisidor, por fanatismo religioso, exige otro tanto al rey Felipe en relación con su vástago; Giorgio Germont hace lo propio por el buen nombre de la familia y de su posición social. Conflicto social, político o religioso público enfrentado a los intereses privados, tema que da para largo y tendido. Un desacuerdo de intereses o prejuicios que permite enlazar aquí con otra cuestión vital dentro de las personalidades verdianas: la presencia continua de una figura paterna en contraposición con la escasa presencia de madres en el mundo verdiano. Sí, Amelia es una madre que pide antes del castigo por (presunta) adúltera ver a su hijo, pero su maternidad nada tiene que ver con la esencia argumental de la ópera; Azucena es también madre pero de un hijo que no le pertenece; Lucrezia Contarini sufre más por la pérdida del esposo Foscari que por sus dos descendientes; otras figuras secundarias maternas apenas cuentan en otras partituras del compositor cual Viclinda y Sofia de I Lombardi (incluso, desaparecen en su alter ego francés Jérusalem) o la Alice Ford de Falstaff.
Sabemos que Verdi demostró un cariño incondicional hacia su madre Luisa Uttini que dejó el mundo mientras componía, precisamente, Il trovatore. Figura algo borrosa en la biografía verdiana, esta mujer campesina desaparece en franca oposición con la presencia del padre, Carlo Verdi, con quien el hijo protagonizó serios enfrentamientos por motivos personales (a causa de su relación con la Strepponi) y económicos (mala gestión de las propiedades del músico a él encomendadas).
Sin embargo, en un mundo muy masculino como es el verdiano (15 de sus títulos llevan nombre de varón o se refieren al mundo varonil) y a pesar de que la mujer tiene en él una presencia importante y nada convencional para la época, entidades muy femeninas pero capaces de un vigor y de unas actitudes poco pasivas, la figura del padre es decisiva dentro de su producción.
Desde el primer título al último, aunque aquí se le dé una vuelta de tuerca: Oberto, Nabucco, Francesco Foscari, Giacomo de Domrémy, Massimiliano de Moor, Miller y el conde Walter, Stankar y luego Egberto, Rigoletto, Giorgio Germont, Monforte, Boccanegra, Filippo II, Amonasro y Ford (bien burlado en su intransigente autoridad paterna, por esta vez el padre no arruina la vida de un descendiente), a los que, en menor medida también pueden sumarse, el clasista Marqués de Calatrava o el noble Gusmano peruano.
Normalmente estas entidades están encargados a la voz de barítono que Verdi elevaría a las mayores posibilidades de expresión otorgándole una preeminencia inaudita (por más que el maduro Donizetti se la pusiera un poco en bandeja).
En la lista figura también algún que otro cometido importantísimo esta vez destinado a la voz de bajo: Fiesco y Filippo en cabeza. Ello nos lleva directamente al próximo apartado: la vocalidad verdiana.
Las voces
Calificar una voz comoverdiana es la respuesta a varias condiciones que en general puede resumirse en dos palabras: cantar bien. Esto supone que el instrumento esté bien colocado y emitido, permitiéndole así exhibir un legato académico (es decir, sin molestos y cómodos portamenti o arrastres del sonido de una nota a otra), facilidad para las medias voces, ataques directos a la nota escrita sin otras acomodaticias que los faciliten; atención al texto para exponerlo claramente, coloreándolo a través de un fraseo imaginativo; registro suficiente y homogeneidad del mismo, temperamento generoso (¡ay, la frialdad de un maestro de canto!) En realidad, condiciones que valen para cualquier compositor italiano, pero que en el casoverdiano suma dos requisitos más: si el cantante cuenta con un colorido “mediterráneo”, en pigmentación y brillo y el volumen es considerable, quien detenta estas dos cualidades es más proclive a merecer la definición de cantanteverdiano.
Verdi escribió para todas las cuerdas posibles del canto humano a las que llevó al máximo de sus posibilidades y cabría decir lo mismo con respecto al coro que, igualmente, lo explotó a conciencia.
Sus coros apoyan las labores solistas pero tienen también, puede que algo más como en Rossini, Bellini y Donizetti, momentos protagónicos en solitario. Pero Verdi dio un paso más: los utilizó como recurso instrumental y descriptivo en Rigoletto (a bocca chiusa para describir una tormenta) y con un efecto pre-estereofónico en Il trovatore cuando durante el miserere su canto entre bambalinas unido al de la soprano en primer término y al del tenor en un plano superior crea un impresionante efecto sonoro espacial.
Las voces en Verdi están dictadas en gran medida por la psicología de los personajes, institucionalizando de una vez por toda la herencia belliniana (I puritani) y donizettiana: voces claras para los personajes juveniles, oscuras para los maduros. Tenor y soprano como pareja amorosa; barítono como rival del tenor o padre; mezzosoprano enfrentada a la soprano; bajo, sacerdote o rey, en particular y, en general, como el detentador de la legalidad.
Para los personajes episódicos de un paje, salvo el caso de Oscar, se sirve de una voz femenina travestida (Tebaldo, el de la duquesa de Mantua). Características, claro está, referibles a la mayoría de su catálogo que es de contenido dramático. Un giorno du regno, un melodrama giocoso de 1840 parece un prematuro resbalón en su carrera; sin duda, menos negativo de lo que se ha acostumbrado a considerar tratándose de un género para la época en plena decadencia ante el público.
Por parte de su última ópera, Falstaff, entre otras consideraciones posibles ante tamaña obra maestra, surge de inmediato una: la de la mirada que Verdi lanza, entre irónica y tierna, a su obra anterior donde cuestiones tan esenciales en ella como el honor (al “honor español” se refiere en concreto Elisabetta di Valois), motivo de tantos desencuentros y conflictos, encuentra en el excelente monólogo de su protagonista un jarro de agua fría a tal supuesta virtud humana, tan bien razonado y desacreditado como convincente. Eso sí, el amor, el eje central de sus argumentos sigue en pie. Él, que desde el de Giovanna y Carlo VII escribiera largas secuencias dedicadas a tan provechoso sentimiento entre soprano y tenor, con Fenton y Nannetta lo estilizó reduciéndolo a unas simples pero precisas e igualmente fervorosas frases: Bocca baciata no perde ventura….
La voz femenina más grave, la de la contralto, aparece en la Ulrica de Un ballo in maschera, una parte que si bien cuenta con ascensos a las notas agudas siempre mantiene una línea de canto que la va “tirando” hacia las notas más graves de su tesitura, tal como se evidencia en su invocación del cuadro segundo del acto I, hasta culminar en los impactantes Silenzio (sol grave el segundo) que la rubrican.
Hay que esperar más de treinta años para que Verdi distribuya otra voz de contralto a Quickly, pese a que en la partitura, curiosamente, figura como mezzosoprano. La cuerda mezzosopranil dominante en el mundo verdiano es la mezzo aguda o falcón, pues tales pueden definirse Cuniza (rival de la soprano), la algo insignificante Fenena, Preziosilla, la más ambigua Maddalena y, especialmente Eboli, que una cantante si no tiene las espectaculares notas agudas de su imponente momento solista, más bien haría en evitar la agradecida parte. Azucena, como Maddalena pero en un plano mucho más exigido, está a medio camino entre la contralto y la mezzosoprano de ahí que una contralto se las ve y se las desea para alcanzar las notas agudas de algunos momentos y una mezzo le pasa lo contrario para llegar con soltura a sus partes graves.
Por parte de Amneris, otra de las extraordinarias heroínas mezzosopraniles verdianas, es una parte cuya línea vocal se mueve entre el centro y el agudo pero con alguna trampa en forma de nota grave (escúchese el la bemol del recitativo Radamès qui venga) para exceptuar el rasgo genérico.
Tras el algo indefinido vocalmente Oberto, considerado como bajo pero que en la práctica lo ha llegado a cantar algún barítono, evitando la referencia a los bufos de Un giorno in regno, Verdi con Zaccaria se estrenó con la voz de bajo. Aquí el compositor demuestra cierta desatención a las posibilidades de esa cuerda, al dotarle de notas agudas excesivas frente a otras en el registro grave de similares características. Este digamos “desliz” no volverá a repetirlo al demostrar siempre un conocimiento profunda de cada voz.
Antes del busettano, escasos son los personajes escritos para esta cuerda grave que tengan la estatura de Attila, Procida, Filippo, Fiesco. A la par necesitados de poderío y anchura instrumentales y variedad de fantasía ejecutiva.
El centro neurálgico de la voz tenoril es en Verdi el tenor spinto, enmarcado entre el lírico-ligero o di grazia (Fenton en especial) y el dramático (Otello), en medio algunos líricos de soberana entereza (Alfredo Germont). Es una modalidad donde el intérprete ha de combinar instantes de lirismo envolvente con fraseo tumultuoso y empuje vocal. Esta categoría ya se vislumbra en el Riccardo de Oberto, se afianza con Ernani, se enriquece con Manrico y se concluye con Radamès.
En estos últimos casos aún el compositor demanda particulares tan de otras estéticas como un trino en Ah, sì ben mio del primero y un morendo en si bemol del segundo.
Típico tenor spinto es Rodolfo de Luisa Miller: en su situación más comprometida ha de hacer compatibles un recitativo de acentos casi otellianos (Ah, fede negar potessi), con un nocturno de lirismo agobiante (Quando le sere, al placido) para rematar cometido con una cabaletta necesitada de esa citada calificación de spinto (L’ara o l’avello, apprestami).
Verdi comenzó utilizando la soprano heredada del antiguo régimen: la dramática de agilidad, pero muy exigida en sus extremas posibilidades concretadas sobre todo en Abigaille, Odabella, Lady Macbeth. A partir de I vespri siciliani esa agilità(muy tramposa en este caso porque se la demanda únicamente al final en un endiablado bolero que en realidad es una siciliana), desaparece en favor de un canto completamente spianato.
En Aroldo, en este sentido, Lina que en la precedente Stiffelio contaba con una florida cabaletta (Perder dunque voi volete), en la revisión de siete años después, en la página equivalente que tiene a su cargo la ahora llamada Mina (Ah, dal sen di quella trompa) esas florituras desaparecen de raíz, en favor de un impresionante discurso dramático que tan bien aclara Maria Callas en una grabación de 1963.
Consideración aparte merecería Gilda y Violetta. La primera, durante décadas asumida por sopranos ligeras que daban a la heroína indudable candor y pureza, conviene más bien a una cantante lírica con cierta disposición coloraturística. Gilda crece ante nuestros ojos mientras avanza la obra y en el último acto tal maduración le sugirió al gran Toscanini encomendárselo en una grabación a una spinto de peso como era Zinka Milanov.
La Valéry, teniendo en cuenta ese sambenito que viene arrastrando de tratarse de tres sopranos distintas, puede sacarla adelante con provecho una lírica, asimismo con cierta disposición para la coloratura del Sempre libera y, esto es más decisivo, con una dosis extraordinaria de expresividad para el acto IV.
Sopranos lírico-ligeras, en realidad, en el mundo verdiano sólo podía aplicársele al Oscar del Ballo. Líricas a secas puede merecer el calificativo la Medora del Corsaro y, en especial, Alice Ford de Falstaff. Aquí, la encantadora Nannetta tampoco entra de lleno en la categoría de ligera sino más bien en otra lírica de timbre más liviano que el de su madre artística.
Legados
Desde que se inventó ese mágico artefacto que se llama disco, Verdi estuvo presente mayoritariamente en él. Primero en fragmentos; pronto al completo. Así ya en 1912 se detectan un Rigoletto (Jean Noté) y un Trovatore al completo grabados en francés y publicados en 12 discos de pasta por Pathé.
El primer título fue grabado de nuevo, en italiano, en 1916 y 1917, con Cesare Formichi y Giuseppe Danise, respectivamente.
A finales de la década de los pasados años veinte aumentó esta oferta discográfica en esas populares títulos que en la que se reunían algunos de los cantantes mejores del periodo como Stracciari, Capsir, Galeffi, Pertile, Merli, Minghini-Cattaneo, Granforte, Scacciati… La mayoría de los cantantes de cada generación han querido grabar páginas aisladas u óperas completas verdianas. La lista es eterna. Sea suficiente constatar que La Traviata, Rigoletto o Il Trovatore son las obras más grabadas en disco, oficial o pirata. Y que La donna è mobile el fragmento más repetido en la discografía. Desde Gaetano Breda y Carlo Caffetto en 1900 a… el próximo tenor que acuda a un estudio discográfico.
Felizmente, ha habido intérpretes elegidos por Verdi para estrenar sus últimas obras, que pudieron acceder a este sistema de reproducción sonora. Baste citar a Francesco Tamagno y a Victor Maurel con sus registros de Otello y, el barítono, también de Falstaff. Son documentos de un valor incalculable. Algunos cantantes que participaron en el estreno de Falstaffdejaron constancia registrada de su voz pero en óperas ajenas al catálogo verdiano: Giuseppina Pasqua, Adelina Stehle,Antonio Pini Corsi, Edoardo Garbin. Me gustaría, sin embargo, llamar la atención sobre un detalle. En el Niun mi temaotelliano registrado por Tamagno emite el suspiro o lamento prescrito antes de que la orquesta dé punto final al momento, pero durante este mismo postludio (piano en la grabación de abril de 1904) el tenor turinés se dedica a emitir una especie de gruñidos pre-mortuorios que pueden sobresaltar al oyente. La duda está en si esos detalles de mal gusto se los impuso Verdio si fue el propio intérprete para dar más énfasis a una interpretación ante un medio que era para él (y para el resto del mundo, desde luego) desconocido y que, por tanto, pensaba que debía de extremar el mensaje dramático.
El cine, italiano especialmente, se ocupó en múltiples ocasiones de Verdi y su obra. Sea suficiente citar, en un capítulo con material para ocupar un espacio importante, los filmes de Carmine Gallone (1938) y Raffaello Matarazzo (1953). En el primero Verdi era el actor Fosco Giachetti y, entre otras voces de la banda sonora, se escuchaba la del gran Beniamino Gigli; en el segundo, el actor francés Pierre Cressoy daba rostro y maneras al compositor, con las voces de Mario del Monaco y Tito Gobbi.
La televisión italiana realizó en 1984 un magnífico relato de la vida verdiana, donde Renato Castellani contó con el actor inglés de notable parecido con el compositor, Ronald Pickut, y con la bailarina Carla Fracci capaz de ofrecer un encantador perfil de la Strepponi.
En la banda sonora, entre los cantantes a disfrutar, la grandísima Leyla Gencer que fugazmente aparece también en pantalla. Fue un éxito de audiencia incluso en nuestro país.
Se han filmado partituras verdianas al completo (o casi) desde el citado y obstinado Gallone (Traviata con Nelly Corradi y el canto de Orelia Finesche, Rigoletto con Tito Gobbi, Il Trovatore con la imponente Gianna Pederzini, etc.) hasta Zeffirelli y sus formidables Otello (con Plácido Domingo) y La Traviata (con Teresa Stratas).
La música de Verdi fue en numerosos filmes un elemento narrativo y expresivo utilizado astutamente por sus responsables. Pueden recordarse, en extremos, el giallo de Dario Argento Terror en la Ópera con el uso tan certero que hace con fragmentos del Macbeth, mientras que Luchino Visconti con un momento de Il Trovatore en Senso, en la representación inicial filmada en La Fenice veneciana, da ya las claves de lo que va a protagonizar su heroína que lleva el rostro y los modales de una extraordinaria Alida Valli.
En otro plano expresivo, no hay que olvidarse de E la nave va de Fellini con Mara Zampieri dando voz a una Edmea Tetúa que parece prefigurar a Maria Callas (Tetúe en francés es “calla”…).
Hoy día toda la obra verdiana, con más o menos incidencia hacia algunas partituras digamos con reticencia “menores” (enVerdi, todo interesa), está presente en las programaciones teatrales y en grabaciones tanto en audio como en vídeo. Incluso la más maltratada de todas, Alzira, desde que Verdi confesara que era su ópera más brutta (fea).
Copyright © Fernando Fraga. Publicado previamente en «Intermezzo», Asociación de Amigos de la Ópera de Madrid. Aparece en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.