Sor Juana había nacido al mundo como Juana Inés de Asbaje y Ramírez de Santillana. Y era hija natural, en aquel México del XVII que no era tal México sino Virreinato de Nueva España. Era hija natural porque su madre no quiso casarse con su padre. Porque era una mujer con recursos propios que decidió no atarse a ningún hombre y tener hijos con el (los) que quisiese.
Sor Juana era una niña inteligente, mucho, que rápido llamó la atención del virrey, Marqués de Mancera. Y, más que el virrey, fue la virreina, Leonor de Carreto, quien se convirtió en su mecenas, procurándole un puesto en la corte virreinal y permitiéndole que diera rienda suelta a su inteligencia.
Pero, no nos olvidemos, aquello era el México del siglo XVII, donde no cabía más opción, para una mujer, que casarse o hacerse monja. Y no es que Juana tuviera mucho interés en la religión, pero menos tenía en el matrimonio, así que decidió tomar los hábitos. Eso sí, con la condición de tener una celda lo suficientemente amplia como para dar cabida a sus miles de libros, una de las bibliotecas más importantes de todo el virreinato.
Sor Juana era inteligente. Mucho. Una inteligencia que no dudó en poner al servicio de la religión, única disciplina que podía cultivar. Y fue así como se metió en camisa de once varas. Fue así como defendió su derecho a interpretar la Biblia. Un derecho que, desde los orígenes mismos del cristianismo, estaba vetado a las mujeres, tal y como se había encargado de decir Pablo, la piedra sobre la que se construyó la iglesia: Mulieres in Ecclesia Taceant. Las mujeres calladas, al fondo, sin armar ruido.
Sor Juana, como religiosa y como mujer, debía obediencia a su confesor espiritual, el obispo Manuel Fernández de Santa Cruz. Él sabía todo lo que ella escribía. No podía ser de otra forma. Y conocía aquella crítica que había hecho a un sermón del jesuita portugués Antonio de Vieyra. Y aprovechó la circunstancia para silenciar a aquella monja que, además de lista, era desobediente. Publicó la crítica manuscrita y le incorporó un prólogo, que firmó con un pseudónimo, Sor Filotea. Un prólogo donde, si bien elogiaba el entendimiento de la monja, al mismo tiempo le recriminaba que hubiera empleado su talento en cuestiones teológicas cuando, en realidad, sólo debía dedicarse a la lírica.
Esta publicación produjo un daño irreversible en sor Juana, pues todo el virreinato sabía quién se escondía detrás de sor Filotea. Era como abrir barra libre al ataque, sistemático, de todos aquellos que querían soterrar a aquella monja que era hija natural, que no había querido someterse a hombre alguno, que vivía rodeada de comodidades y libros, que era la protegida de la virreina y, lo peor de todo, que era inteligente. Y lo demostraba, con el uso de la pluma.
Sor Juana respondió. Tardó. Pero respondió. Y lo hizo a través de un escrito, como no podía ser de otro modo. Un breve opúsculo titulado Respuesta de la poetisa a la muy ilustre sor Filotea de la Cruz (1691) donde, amparándose en la autoridad de cuarenta mujeres antes que ella, reclamaba su derecho a leer, a saber, a pensar, a escribir. Unos derechos que, bien lo sabía ella, no habían de corresponderle. De ahí que hiciera voto de silencio, a partir de ese mismo momento, recluyéndose en la cocina conventual, aunque ni siquiera allí pudo acallar su mente inquieta:
«Pues ¿qué os pudiera contar, Señora, de los secretos naturales que he descubierto estando guisando? Veo que un huevo se une y fríe en la manteca o aceite y, por contrario, se despedaza en el almíbar; ver que para que el azúcar se conserve fluida basta echarle una muy mínima parte de agua en que haya estado membrillo u otra fruta agria; ver que la yema y clara de un mismo huevo son tan contrarias, que en los unos, que sirven para el azúcar, sirve cada una de por sí y juntos no. Por no cansaros con tales frialdades, que sólo refiero por daros entera noticia de mi natural y creo que os causará risa; pero, señora, ¿qué podemos saber las mujeres sino filosofías de cocina? Bien dijo Lupercio Leonardo, que bien se puede filosofar y aderezar la cena. Y yo suelo decir viendo estas cosillas: Si Aristóteles hubiera guisado, mucho más hubiera escrito.»
Una pasión errada
Dice Octavio Paz, el Premio Nobel Octavio Paz, hablando de una de las mujeres más inteligentes de la Historia: «Por primera vez en la historia de nuestra literatura una mujer habla en nombre propio, defiende a su sexo y, gracias a su inteligencia, usando las mismas armas que sus detractores, acusa a los hombres de los mismos vicios que ellos achacan a las mujeres. En esto Sor Juana se adelanta a su tiempo: no hay nada parecido, en el siglo XVII, en la literatura femenina de Francia, Italia e Inglaterra.»
Y el escrito pionero al que se refiere Octavio Paz dice así:
«Hombres necios que acusáis
a la mujer sin razón,
sin ver que sois la ocasión
de lo mismo que culpáis.
Si con ansia sin igual
solicitáis su desdén.
¡Por qué queréis que obren bien,
si las incitáis al mal!
Parecer quiere el denuedo,
de vuestro parecer loco,
al niño que pone el coco,
y luego le tiene miedo.
Queréis con presunción necia
hallar a la que buscáis,
para pretendida, Thais,
y en la posesión, Lucrecia.
¿Qué honor puede ser más raro
que el que falto de consejo,
él mismo empaña el espejo
y siente que no esté claro?
Con el favor y el desdén
tenéis condición igual,
quejándoos si os tratan mal,
burlándoos si os quieren bien.
Opinión ninguna gana,
pues la que más se recata,
si no os admite es ingrata,
y si os admite es liviana.
Siempre tan necio andáis,
que con desigual nivel,
a una culpáis por cruel
y a otra por fácil culpáis.
¿Pues cómo ha de estar templada
la que vuestro amor pretende,
si la que es ingrata ofende,
y la que es fácil enfada?
Dan vuestras amantes penas
a sus libertades alas,
y después de hacerlas malas
las queréis hallar muy buenas.
¿Cuál mayor culpa ha tenido
en una pasión errada,
la que cae de rogada
o el que ruega de caído?
¿O cuál es más de culpar,
aunque cualquiera mal haga,
la que peca por la paga
o el que paga por pecar?
Pues, para qué os espantáis
de la culpa que tenéis
queredlas cuál las hacéis
o hacedlas cuál las buscáis».
(Sor Juana Inés de la Cruz)
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