Cualia.es

Desnudemos a la Novia

Octavio Paz escribió dos textos sobre Marcel Duchamp, reunidos bajo el título de Apariencia desnudaEl castillo de la pureza (1966) y Water writes always in plural (1973). Varias sugestiones octavianas emanan estas páginas: la preferencia por Duchamp, que inserta en el surrealismo una cuña dadá, que le permite seguir experimentando y huir de los rigores eclesiales que atacan al fundador de la escuela, André Breton; la producción de un espacio octaviano donde se cruzan varias disciplinas con libertad epistemológica y rigor discursivo: las religiones comparadas, la metafísica del tiempo, la historia como proceso significante, la teoría del arte, la erótica del saber y la sabiduría erótica; observar cómo la lógica del ensayista, lógica del intento y del camino más que del fin y del objeto, se transfiere al lector, deviniendo una estética de la lectura como tanteo, como tiento; comprobar cómo, pasados muchos años, estos textos, sustraídos al contagio estructuralista de aquellos días, resultan legibles fuera de contexto, cuando hoy, tantos robustos ejercicios jergales de los sesenta yacen cuidadosamente expuestos en los gabinetes de arqueología del saber.

El razonamiento de Paz se puede abrir con la consideración del par erótica/crítica y cerrar –para volver a empezar en el constante retorno de lo diverso– con las consideraciones acerca de lo religioso, que se religa – nunca mejor dicho – en una suerte de panteísmo de los cuerpos, con la experiencia erótica.

Paz define a Duchamp como un metairónico, alguien que excede la ironía, precisamente, ironizando. Ello vincula al artista francés con la tradición occidental que hace del amor –no del sexo– un doble espacio, a veces dialéctico, otras esquizofrénico: la física y la metafísica del amor en Occidente. Tal dicotomía, como todas, tiene algo de oposición y es, por esto mismo, crítica desde su comienzo. En la experiencia erótica ocurre esa enigmática aceptación del otro, del extraño, del ignorado, como propio y consabido, en el acto de la participación y el reconocimiento cuando entre los amantes aparece un ser terciario, lo que estrictamente llamaríamos Eros. Un demonio o personaje intermediario, sublunar, entre los hombres concretos y entre ellos y la Idea plena y suma que tienen de sí mismos. Platón lo ha explicado bellamente.

El erotismo es la inversión de la ironía; por lo tanto, su reproducción en espejo: uno trata lo ajeno como propio, en el reconocimiento amoroso; la otra toma lo propio como ajeno, en una suerte de gesto histérico de desdén y alejamiento. En el umbral de la crítica, que sería este desprendimiento llevado al plano de la reflexión intelectual, puede haber –lo hay en el Duchamp de Paz– una experiencia irónica.

Ahora bien: una vez experimentado el acto erótico, hay un residuo corporal que actúa gravemente – en el sentido de la gravedad, de la pesadez, de la instalación en la extensión – y es el componente religioso del erotismo. He aquí una de las constantes octavianas y su crítica al erotismo contemporáneo, basado en la imagen del cuerpo como mecanismo de placer y de significación, que termina articulando su propia e insolidaria satisfacción en el narcisismo de la industria cosmética y de la publicidad pornográfica.

El cuerpo en tanto sujeto erótico no resiste al proceso de profanización que impregna a las sociedades modernas. Al perder religiosidad, el cuerpo pierde calidad erótica, esa facultad de hallar la unidad en la dispersión y diversidad de los cuerpos. Por algo dice Hegel que en el acto sexual el individuo se experimenta como género. En el vocabulario octaviano, la religiosidad del cuerpo erótico se articula en liturgia o pecado, en reiteración o en transgresión de normas religiosas. Lo contrario, el moderno amor laico, es mera bufonería amorosa. Desde luego, existe el matrimonio, pero es el encuentro externo de dos prototipos sociales. El amor, dentro o fuera del matrimonio, es el hallazgo íntimo, invisible –por lo tanto, jamás público– de la generalidad en la peculiaridad. Es el sujeto que se transfigura en ser humano.

La crítica y el mito mantienen una relación de pareja que los aproxima al vínculo amoroso. Se critican mutuamente en una espiral dialéctica. La ironía, a su vez, suerte de tercero conciliador, critica a la crítica, sometiéndola a una acción similar a la de ésta respecto al mito. La ironía mitifica la crítica, criticándola a su vez porque la considera un mito.

La Novia de Duchamp actúa, así, como una metonimia de la crítica. Es una Idea constantemente destruida por sí misma, cuyas manifestaciones la manifiestan al tiempo que la niegan. Perseguir a la Novia es como perseguir a la crítica desde la ironía o perseguir al mito desde la crítica: el objeto escapa infinitamente y el trámite es una cacería sin fin en pos de una presa que, por su constante y renovado alejamiento, se torna intocable.

Se puede pensar que esta labor cinegética inacabable se parece a la historia, cuyo horizonte es siempre quimérico. También, que se asemeja al discurso del ensayista, perpetuo intento de abarcar un objeto inabarcable. Y, finalmente, que es elusivo como la vida, que se desvanece al ocurrir.

En concordancia con todo ello se puede invocar el principio octaviano de que la obra de arte no es hechura sino acto. Se puede añadir: acto actual, pasajero, que se agota en su aparición, hecho vital considerado por el actualismo como el universo del instante. He aquí un truco para evitar la errancia de una vida cuyo único objeto, indeterminado e impreciso, es ella misma, infinita sucesión de momentos discontinuos dirigidos a ninguna parte. Esto lleva a Paz a rescatar las categorías del escepticismo, entendido como duda militante y generadora de saber: una lógica de lo accidental, la aceptación de lo desconocido como fuente de la acción cognoscitiva. “El accidente no es sino una de las formas en que se manifiesta un designio que nos sobrepasa. Ignoramos todo o casi todo de ese designio, salvo su poder sobre nosotros.”

Se diría que las tres vías de conocimiento son en Paz: el lenguaje poético, el erotismo y el obstáculo accidental del que se ocupa la duda. Podrían sintetizarse en la aceptación de ese designio oculto que tanto puede sobre nosotros y que podríamos identificar con el deseo. Lenguaje, duda y cuerpo son tres escenarios del deseo como saber.

Duchamp encarna la variante negativa de este planteamiento. Parte de la Idea, de la vieja Idea decimonónica que conduce a los hombres por la maraña de la historia. Pero Duchamp parece actuar como si ignorase que la Idea, con ser divina, es también inexistente y, desde luego, invisible. Su obra se apoya en el vacío de la Idea inexistente a la cual se invoca constantemente como a una diosa muerta. Rituales de ausencia, a la manera de Mallarmé, o representaciones burlescas de la omnipotencia difunta de la Idea en modo romántico, los trabajos de Duchamp encarnan la tragedia semiótica del siglo XX: un desgarro entre la ausencia de significado y la necesidad impostergable, vital, de significar. Actuamos con el reverso del lenguaje, con el vacío universal que nos impone silencio. Partimos de éste en busca de la significación, usando un discurso abierto: agujereado, cuarteado, desjarretado. Ni portadora ni garante de la significación, la palabra se echa a un camino que puede no llevar a ninguna parte, a un trampantojo laberíntico. El arte contemporáneo impone al artista una ética de la vacuidad, de la falta de sostén, una suerte de “estética débil”. Paz la ejemplifica en su análisis del Gran Vidrio duchampiano: “El cero está pleno; la plenitud se abre, vacía. Presencia femenina: verdadera cascada en la que se manifiesta lo escondido, lo que está adentro, en los repliegues del mundo. El enigma es el vidrio que es separación/unión: el signo de la concordia. Pasamos del voyeurismo a la videncia: la condenación de ver se convierte en la libertad de la contemplación.”

La belleza moderna, de Baudelaire en adelante, significa una recalificación del tiempo. No es ya la belleza inmarcesible que se corporiza en la obra perfecta del clasicismo o la belleza oscura que conecta con el alma del mundo en el romanticismo, sino la belleza instantánea y perecedera de un tiempo que pasa y no vuelve, hecho de estremecimientos y saltos discontinuos y pasajeros. Breton culminará la meditación bodeleriana exigiendo a la belleza que sea convulsa. La conmoción de una bacante, el temblor de la muerte o el orgasmo, un acceso de tos.

Arte de lo bizarro y de lo único –no de lo singular, que es personalidad perdurable, sino lo incomparable y perecedero– lo bello moderno es definido por Paz como “la objetividad desgarrada por la subjetividad irónica, que es siempre conciencia de la contingencia humana, conciencia de la muerte.” La belleza moderna necesita autonegarse para existir, aniquilarse para ser, destruirse para vivir. Varía sin cesar. Lo bello de hoy no es el de ayer ni será el de mañana: cambio, historicidad, mortalidad.

El tiempo en que se despliega esta belleza, llevando al extremo su calidad histórica, se deshistoriza. En esta paradójica circunstancia se instala el proyecto irónico de criticar a la crítica, que Paz atribuye a Duchamp. Conducido a su propia culminación, el tiempo que pasa y no vuelve, es la urgencia brutal del ahora, su inminencia. La pura actualidad sin pasado ni futuro, sobre la cual no actúa la historia, que es acumulación y maduración del tiempo. La actualidad es un coágulo del tiempo con proyectos de universo. Picasso, en la perspectiva octaviana, personifica esta actitud de la intermitencia creadora: vive en un tiempo que sólo se afirma para negarse y, una vez negado, inventarse de nuevo, ser otro y seguir más allá. Una vez más: a saltos y convulsiones, proclamando la belleza que estalla en lo discontinuo.

Al poner en crisis la historia, lo moderno también pone en crisis a su par dialéctico y complementario: el mito. Éste es el retorno insistente a lo mismo, la eterna recurrencia que en vez de alejarse incesantemente del origen, como la historia, lo conserva en una vuelta infatigable. Pero ahora, cuando se vuelve a lo mismo, se advierte que ya no existe y aparece el paradójico espacio del eterno retorno de lo distinto. Ni el futuro ni el pasado son los que eran. Éste último ni siquiera parece haber pasado.

Sobre este fondo de crisis en las categorías del tiempo histórico y del tiempo mítico, se instala el fenómeno de las vanguardias. En este asunto tan malamente razonado en nuestro idioma, Paz ha hecho precisiones muy agudas y poco repetidas, a pesar de su evidente utilidad. Hay que distinguir la vanguardia del vanguardismo. Aquélla ocurre cuando las condiciones históricas así lo permiten y, en cierto modo, lo exigen. La apelación a las actitudes de vanguardia en los años sesenta y setenta del siglo pasado son mera nostalgia, puro anacronismo. La vanguardia niega libertariamente la historia, situándose en el futuro y negando la maduración del tiempo o proclamando, como los estridentistas mexicanos, la pura y aislada actualidad. Cuando se convierte en un código al cual se apela como a una autoridad, se academiza y se niega por reducción al absurdo. Asume el valor del pasado, justamente como lo hace la academia.

En el Gran Vidrio de Duchamp como en las máquinas inútiles de Francis Picabia, por otra parte, hay como en ciertas imaginerías de Max Ernst y de Yves Tanguy, una crítica hilarante a la civilización maquinista basada en la reacción antimecánica de la risa bergsoniana. Máquina paródica, escarnio de máquina, decepción de la eficacia causal, el artefacto metairónico de Duchamp excede la convención de la seriedad maquinal y esa otra convención que es la crítica instituida.

La reacción contra lo mecánico es, al tiempo, una reivindicación de la calidad pura. Es denuncia del gusto como una invención de la sociedad de clases, denuncia de su inexistencia objetiva. Lo bello moderno proclama su desaparición y, por lo tanto, la necesidad de que lo bello de ayer pueda ser hoy feo. Ello implica la derogación de las comparaciones: un artista –en un sentido estético, no técnico– no es mejor ni peor que otro. Sí puede ser único, como es el caso de Duchamp, para lo cual necesita instalar una lógica intransferible, unos dispositivos exclusivos, un espacio temporal donde habitar, aunque sea para desaparecer en breves instantes.

La máquina sin utilidad alegoriza al nombre sin significado. Al revés que el oriental, el arte occidental se afirma disintiendo de la naturaleza. No intenta parecer ni ser natural. Exalta su artificiosidad hasta el estado del Bodisatva, la no entidad, el nombre vacío, pura denominación sin referencia, una libertad estética que obtiene la belleza de lo indiferente.

El arte moderno cuestiona, además, la noción de “arte de una época”. Al proclamar el valor de lo bizarro y lo único, desdeña el término que define la producción de un periodo, que siempre es su término medio, su medianía, su mediocridad.

Estos logros, a su vez, implican dos modificaciones fundamentales en la historia del arte occidental, considerada desde el Renacimiento: la transformación de la obra de arte en objeto artístico, al desplazarse la visión de la cosa por la cosa misma, sensible y presente, y la conversión del objeto artístico en máquina de significar, que sólo pone en movimiento el espectador, hecho por una obra que es, a la vez, hecha por él. Entre el corpus de la obra y el sujeto contemplador se establece una interacción dialéctica que condiciona la aparición de un tercer sujeto: la obra misma, convertida en tal, y el espectador, cosificado por la competencia objetal de la obra. El arte se funde con la vida, obligando al espectador a ser un artista. La finalidad del arte no es la realización de la obra sino la libertad perdida por el espíritu de seriedad impuesto en el periodo renacentista y que llega hasta la vanguardia. El cuadro, entonces, no está hecho sino que se propone como un enigma a descifrar. Como este desciframiento es infinito, aparece el cuadro como un objeto cuyo sentido último se escapa infinitamente, tal si fuera secreto. El enigma deviene misterio.

En tanto miro el cuadro, éste recoge mi mirada y me ve. Más aún: me ve mirando o sea otorgando la mirada con la cual lo miro, que deposito en él, y así sucesivamente. Hay una espiral de miradas que se constituyen en condición de existencia del mirado y el mirón. La pintura, entonces, deja de representar cosas visibles para ocuparse de las relaciones invisibles entre ellas, generando la aparición de signos, es decir de elementos que cambian de significado cada vez que se los sitúa en distintos lugares de la estructura que los contiene y a la cual constituyen. No acumulan significados. Los sustituyen o sea que los pierden. Ocurre con ellos lo contrario que con los símbolos, que suman significados y cargan con una historia de hechos semióticos que termina por sobreponérseles y ocultarlos. El símbolo acaba siendo ilegible por un exceso de significación. En cambio el signo, ligero de equipaje semiótico, está dispuesto a una significación transparente e instantánea.

El sistema duchampiano descrito por Paz, la “lógica de la bisagra”, plantea una dialéctica binaria, cuyos términos se unen y se distancian por medio de un gozne que actúa como el cristal del espejo, que aproxima y separa, al mismo tiempo, el objeto de su reflejo. La aparición del objeto se astilla en apariencias, cada una de las cuales intenta regresar a la aparición originaria y, al hallarla invisible, se borra en el horizonte de la desaparición. Más allá del “arte en sí”, inexistente para Duchamp, el arte meramente moderno no aspira a decir sino a ser, obteniendo ese resultado paradójico del no ser, la nada de las desapariciones. No hay uno sin otro, no hay ser pleno sin vacuidad.

Si se examina esta lógica a la luz de algunas filosofías religiosas orientales, se obtiene un esbozo de aspiración a cierta mística negativa, afirmativa del vacío y contemplativa de un mundo sin sentidos fijos ni realidad última. Pero el hombre occidental no puede sino referirse a un Dios único, sea para afirmarlo o para negarlo, en una suerte de ineluctable monoteísmo.

La vida, el objeto artístico, la imposible y paródica religión occidental del vacío y el sinsentido, los intentos significantes del lenguaje, la fugaz unidad de los cuerpos en el coito, todo ello remite a una presencia evanescente e inevitable. La Novia de Duchamp es esa promesa infinita y decepcionante de ser. La estamos persiguiendo y desnudando desde hace años pero ella nos gana siempre la delantera y hay otro velo debajo del velo que cae. No termina de desnudarse, de revelarse, no acaba de elegir entre los solteros que nunca llegaremos a desposarla.

Imagen superior: Marcel Duchamp junto a su obra «La novia desnudada por sus solteros» o «El gran vidrio» (1915–1923).

Copyright del artículo © Blas Matamoro. Este artículo forma parte de la obra Lecturas americanas. Segunda serie (1990-2004), publicada íntegramente en Cualia. La primera serie de estas lecturas abarca desde el año 1974 hasta 1989 y fue publicada originalmente por Ediciones Cultura Hispánica (Madrid, 1990). Reservados todos los derechos.

Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")