Si Coppola hubiera dirigido esta película, sería una de las mejores de la historia del cine. El hoy algo anquilosado director de Candyman no se muestra muy en forma detrás de las cámaras, pero sí inoculando un discurso “autoral” disfrazado de película para pasar el rato: la vida del virtuoso Paganini (encarnada por el violinista alemán David Garrett), presentado como estrella de rock avant la lettre, perseguido por las Damas por la Rectitud Moral y presunta víctima de un contrato fáustico (como su leyenda afirma), resulta una propuesta en verdad fascinante, e incluye uno de los parlamentos más definitivos sobre lo que significa ser artista fiel a una naturaleza transgresora.
Parlamento puesto en boca de su mefistofélico sirviente: “Realmente no la amabas. Amabas la idea de lo que creías que ella era: una inocente. Alguien cuya pureza podría redimirte de tus muchos pecados. ¡Pero ella es humana! Posee la misma carnalidad y ambición que tú. Lo único que hubiese sucedido es que la habrías destruido… corrompido… con la misma sordidez y la misma infección que arde en tu sangre… Soy tu sangre… No soy el Demonio: yo sirvo al Demonio y tú eres mi Maestro.”
Sinopsis
1830… El virtuoso de violín y notorio mujeriego Niccolò Paganini (David Garrett) está en la cumbre de su carrera. Aclamado en todas partes de Europa. su nombre solo sugiere asuntos incontables y escándalos. Sólo queda por conquistar el público de Londres.
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