No creo que sea necesario demostrar la versatilidad del western como género. Su marco geográfico, temporal y conceptual ha permitido contar todo tipo de historias, pero sin duda sus pioneros cinematográficos no pensaron que un día a alguien se le ocurriría mezclar el desierto y los cowboys con dinosaurios.
Eso es precisamente lo que hace El Valle de Gwangi, una idea que, sobre el papel, es atractiva para cualquier amante del cine de aventuras. Y, sí, ofrece mucho de ambas cosas y contiene al menos una de las secuencias imprescindibles para cualquier entusiasta del cine de dinosaurios. El problema es el mismo del que adolecían muchas de las películas de monstruos en las que participó el legendario artista de los efectos especiales Ray Harryhausen, desde El monstruo de los tiempos remotos hasta La Isla Misteriosa: los efectos especiales son mucho mejores que el resto de la película.
A comienzos del siglo XX, en una pequeña ciudad mexicana, el cínico tratante de caballos Tuck Kirby (James Franciscus) se reencuentra con su antigua socia y novia, T.J. Breckinridge (Gila Golan), propietaria de un circo de espectáculo Wild West que sufre serios problemas financieros. Kirby quiere que ella venda el negocio y se establezca con él en un rancho de Wyoming. Pero entonces uno de los empleados, el gitano Carlos (Gustavo Rojo), trae un caballo en miniatura que le ha dado su hermano Miguel antes de morir. Esa maravillosa y única criatura puede salvar al circo.
El paleontólogo inglés de dudosa moralidad Horace Bromley (Lawrence Naismith) identifica la criatura como un eohippus, un antecesor de nuestro actual caballo y, ansioso de alcanzar la gloria tanto como de expandir los límites del conocimiento, advierte a los gitanos del lugar del paradero del animal para que lo roben. Y es que éstos creen que el valle del que procede está maldito y que nada que more en su interior debe salir de él, por lo que, efectivamente, se hacen con él y se dirigen rápidamente al valle.
Horace sigue a los gitanos con la intención de, a su vez, arrebatarles al animal, sin saber que Carlos, Tuck y los cowboys del circo les siguen la pista. Todos acaban llegando al recóndito valle, al que acceden por una estrecha grieta para encontrárselo poblado de grandes animales antediluvianos. Sobreviven a la experiencia a duras penas, pero ello no impide que Tuck idee un atrevido plan: capturar un feroz alosaurio y utilizarlo como inigualable reclamo del circo.
No hay una opinión unánime acerca de El Valle de Gwangi. Muchos desprecian a este film como un mero escaparate para lucir efectos especiales sin apenas soporte argumental; otros lo reivindican como una obra no lo suficientemente valorada que cuenta con algunas de las mejores escenas diseñadas por el genio de Ray Harryhausen, especialista en la técnica stop-motion y responsable de los espectaculares efectos de películas como El monstruo de los tiempos remotos (1953), La Tierra contra los platillos volantes (1956), Simbad y la princesa (1958), Jasón y los argonautas (1963) o El viaje fantástico de Simbad (1973).
Sin duda hubo alguien en Warner Brothers y Seven Arts, productoras de la película, que pensó que juntar dos elementos tan icónicos como el dinosaurio y el cowboy sería algo irresistible para mucha gente. El problema es que un concepto, una idea, no basta para hacer una buena película. Ni siquiera la participación de buenos profesionales constituye una garantía. Es igualmente necesaria la oportunidad.
Para entonces, el western era un género que había perdido el favor del público y dejado atrás su época dorada. En cuanto a los dinosaurios, distaban de ser una novedad en el cine. Llevaban décadas viéndose en pantalla desde que Willis O’Brien, mentor de Ray Harryhausen, les diera vida en El mundo perdido (1925). En aquella película, adaptación de la novela homónima de Arthur Conan Doyle, se establecía la rutina que posteriormente ha sido repetida hasta el hartazgo en tantas películas: grupo de exploradores en una tierra recóndita y/o olvidada por el tiempo encuentran bestias prehistóricas, capturan una especialmente peligrosa, la llevan a la civilización para exhibirla y estudiarla y/o ganar dinero, ésta se escapa y provoca el caos antes de morir.
En El Valle de Gwangi los guionistas Julian More y William E. Bast se limitaron a trasladar ese argumento básico, popularizado universalmente gracias sobre todo a King Kong (1933), a un escenario del Oeste.
Ni siquiera la inclusión de cowboys fue completamente original. Aunque no figure en los créditos, El Valle de Gwangi está basado en un guión que Willis O’Brien trató de sacar adelante en la década de los cuarenta para RKO-Pathe, basado en una historia de Harold Lamb sobre un gran tiranosaurio llamado “Gwangi”. El proyecto no fructificó, pero una variación del momento en que los cowboys enlazan al dinosaurio sobrevivió en su El gran gorila (1949) y algunas de sus ideas y el concepto se reciclaron en La Bestia de la Montaña (1956). En esta última, un grupo de vaqueros descubren en México un tiranosaurio e intentan acabar con él para evitar que siga diezmando el ganado.
El Valle de Gwangi, por tanto, no aporta nada nuevo. Simplemente, es algo mejor película.
Eso sí, mientras King Kong enfocaba la idea del mundo perdido con un pie en el terror, El Valle de Gwangi ofrece una propuesta mucho más plana. Las junglas pesadillescas de la Isla de la Calavera se reemplazan por un desierto polvoriento, y donde Kong escalaba los rascacielos más altos de Manhattan, el destrozo de Gwangi se limita a una pequeña ciudad de adobe y una catedral. Para matar a Kong se necesitaron aeroplanos de combate sobre el Empire State Building; Gwangi perece víctima de las llamas y el desplome de un edificio.
Todo el argumento destila la sensación de algo que podría haber sucedido, un pequeño desastre que se desarrolla, alejado de la atención del gran público, en una alejada zona rural, sin ninguna autoridad presente que intervenga o deje testimonio de ello. El caos sembrado por Kong sorprendió al mundo; la huida y posterior muerte de Gwangi será sin duda ignorada, quedándose quizás en leyenda del folclore local, una nota al pie de algún oscuro texto antropológico.
Si el enfoque es poco ambicioso, el argumento es igualmente pobre en ideas y desarrollo y los personajes son planos o erráticos (Tuck Kirby, por ejemplo, cambia de opinión respecto a sus planes de futuro tres veces a lo largo de la trama).
Lo que realmente salva a este clon recalentado de King Kong es el gran trabajo de animación que realiza Harryhausen y que puede disfrutarse en escenas como aquella en la que los cowboys intentan enlazar el pequeño eohippus; la lucha de Lope contra un pterodáctilo; la captura de Gwangi (el alosaurio) y el combate entre éste y un estegosaurio; y, por supuesto, el clímax, en el que Gwangi siembra el caos por las calles de la ciudad, peleándose con un elefante y pereciendo abrasado y sepultado en una catedral gótica (escenas que fueron rodadas en Almería y Cuenca).
Resulta chocante el contraste entre el grado de verosimilitud de estas secuencias y la implausibilidad de todo el concepto sobre el que se apoya el argumento. A diferencia de muchos de sus primeros films –como Jasón y los Argonautas‒, Harryhausen ya había aprendido aquí el arte de inyectar auténtico dramatismo en la animación. Aunque no fue su última película, sí fue la última vez que Harryhausen animó dinosaurios. Las películas con saurios gigantes habían ya perdido el favor del público por entonces y no lo recuperarían hasta que Parque Jurásico (1993) los trajo de vuelta ya en formato digital.
El propio Gwangi tiene un diseño sobresaliente y la animación fotograma a fotograma de Harryhausen le insufla una vitalidad impresionante. Lejos de poseer esa fría inmovilidad propia de los reptiles, se mueve con rapidez y su cola no para de culebrear y retorcerse en el aire con maligna energía. Gruñe y pone muecas, crispando sus garras mientras contempla su presa. Aunque su aspecto no se ajusta al de ningún dinosaurio real (parece una mezcla entre tiranosaurio y alosaurio), desde luego sí parece vivo. Dice mucho del talento de Harryhausen –y muy poco de la película en general‒ que sus dinosaurios sean, con diferencia, los personajes más carismáticos de la historia.
Y es que, por desgracia, el director, el británico James O’Connolly, intenta darle al factor humano un peso que nadie pide y hace que a la película le cueste mucho llegar a los momentos de acción. Toda la primera mitad del metraje se invierte en presentar a los acartonados personajes y sus relaciones, que, además de no ser novedoso, carecía de importancia alguna para lo que vendría a continuación. Eso sí, una vez que los dinosaurios aparecen, la película cobra más ritmo y suspense, no abandonándolos ya hasta el apoteósico final, en el que los personajes son totalmente olvidados en favor de la espectacularidad visual.
Puede que los cabezas de cartel fueran James Franciscus y Gila Golan, pero las verdaderas estrellas de la película eran sin duda los dinosaurios de Harryhausen. A nadie le importaban demasiado los actores y puede que ellos mismos fueran conscientes de su papel de meros comparsas. El resultado es que James Franciscus da vida a un héroe soso y errático que no consigue dotar de la menor credibilidad a su relación sentimental con Gila Golan. Ésta, por su parte, ni siquiera convence de que sea americana. De hecho, fue doblada muy mediocremente por alguna otra actriz, probablemente una decisión de último momento de algún productor que se alarmó ante su obvio acento oriental –era una modelo de origen polaco nacionalizada israelí tras la guerra‒, algo que, sin embargo, no había sido inicialmente un impedimento para seleccionarla de entre las muchas bellezas disponibles en Hollywood.
Hay que destacar, eso sí, la banda sonora compuesta por Jerome Moross, una partitura que respira western por los cuatro costados, con ritmo de galope y unas secciones de cuerda y viento a la altura de los que pueden escucharse en Los Siete Magníficos, El bueno, el feo y el malo o La Conquista del Oeste.
La película se estrenó sin demasiada publicidad, entre otras cosas porque con la obra terminada en sus mesas, los productores no le vieron salida. Tenían razón. Como hemos dicho, el proyecto original databa de 1942 y para cuando Harryhausen desempolvó las notas de su maestro O’Brien, El Valle de Gwangi no era sino la reliquia de una era ya finiquitada. A la gente ya no le hacían gracia los monstruos de goma, y el espíritu pulp y los western poblados por personajes que respondían a nombres como Rowdy, Champ y Tuck, no parecía tener buen acomodo en el mismo año en que se estrenaron films como Cowboy de medianoche, Dos hombres y un destino o Easy Rider.
El Valle de Gwangi acabó estrenándose como parte de un programa doble, siendo la otra película –y esto es muy significativo‒ una de motoristas. Esto de por sí vetaba al público objetivo, el infantil, aun cuando éste probablemente hubiera encontrado difíciles de digerir las largas y aburridas secuencias iniciales.
Así que la película pasó sin pena ni gloria y se sumió rápidamente en la oscuridad tras ser rechazada por un público ya cansado tanto de los westerns como de las monster movies. Pero el caso es que, a diferencia de muchos otros productos de serie B, El Valle de Gwangi se resistió a desaparecer del todo. A pesar de sus defectos, el espectáculo visual orquestado por Harryhausen dejaba un recuerdo indeleble en quien lo veía y, así, el film halló refugio durante décadas en los pases televisivos de los sábados por la mañana, lo que le aseguró un lugar especial en la memoria de generaciones enteras de niños.
El Valle de Gwangi es pura serie B: sin estrellas, guión mínimo, rodada rápida y descuidadamente; no tiene buena fotografía, actores, dirección o montaje. Ni siquiera se trata de una historia original. Muchos incluso se negarán a considerarla ciencia-ficción. La única “ciencia” aquí es la representada por las explicaciones sobre la evolución que da el paleontólogo (y que se caen por su propio peso ante el hallazgo de dinosaurios aún vivos). ¿Por qué recomendar por tanto esta película?
Creo que su paralelo en el ámbito literario podrían ser las historias incluidas en las revistas pulp de comienzos del siglo XX: narraciones con poca o ninguna calidad formal, basadas en estereotipos, de tramas predecibles, con personajes planos y carentes de cualquier mensaje intelectual, filosófico o moral. Eran puro entretenimiento, puertas a mundos maravillosos y fantásticas aventuras con las que soñar. No había que analizarlas, sólo disfrutarlas. Pues bien, lo dicho vale para El Valle de Gwangi. Es necesario prescindir de cualquier expectativa o pretensión de plausibilidad en su historia, ser consciente de que no es una gran película y que no debe compararse con films de mayor presupuesto y mejor factura. En lugar de tomársela en serio, es mejor dejarse llevar por el sentido de la maravilla que destila la propuesta y, sobre todo, el trabajo de Harryhausen.
Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.
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