Hace algo más de cien años Marcel Duchamp expuso en una muestra de objetos artísticos un pissoir destinado a dar que hablar. Lo curioso del asunto es que Duchamp no era el autor del objeto. Se había limitado a comprarlo en una tienda de sanitarios y, en vez de instalarlo en un mingitorio como cualquier albañil, lo mostró como queda dicho. Es decir que, en lugar del objeto, cuya invención no le correspondía, expuso el gesto de lo que años más tarde se llamó descontextualización pop.
Así vimos, allá por los sesentas del siglo pasado, encuadrados en las vitrinas o colgados de las paredes de las salas especializadas, escobas, latas de gaseosas, colchones, zapatos y hasta una vaca con las proporciones del Partenón que exhibió en Buenos Aires un émulo de Duchamp llamado Pipo Peralta Ramos.
Duchamp pertenece al gremio de los pintores mediocres que inventan un espacio virgen para conseguir un primer plano y salir de la penumbra en la que hubieron de alojarlos los primeros de verdad. Es posible comprobarlo repasando las obras primerizas de Piet Mondrian y Joan Miró, por ejemplo. Y, aportando más gestos que objetos, hacer hablar sin temer al charlatanismo. Son los fundadores del arte conceptual para el que poco importa la obra, el opus, sino las divagaciones conceptuales que genera.
Ciertamente, descontextualizar un meadero es llamativo. Al menos hasta que se descontextualice un segundo meadero, que ya no será novedoso y mostrará que los meaderos están en su contexto cuando se los cuelga en una sala de arte, lo mismo que una bombilla eléctrica o un extinguidor de incendios, habituales en tales lugares por prescripción municipal.
Hay, como añadido, un beneficio de trivialidad que nunca queda mal en materia de arte. Es que el mingitorio de Duchamp era en sí mismo esa obra de arte que Duchamp pretendía negar con su desafío conceptual. La cosa era un objeto de diseño. Simple o complejo, bello o feo, logrado o fracasado pero trabajo de un diseñador. En sí mismo no consistía en ninguna novedad. Y este paradójico aporte negativo es el que enmascara un evento banal como es colgar una cosa de una pared: la ausencia de la obra, de la artesanía y el artesano. La desaparición del aura del objeto único en la reproducción industrial, como estudió Walter Benjamin. Duchamp llevó al límite de lo conceptual su experimento. Pero, entonces ¿cabe preguntarse qué diferencia hay entre colgar el cacharro en una sala de exposiciones y hacerlo en una feria de muestras, si es que será el mismo objeto de diseño? Un objeto que, ciertamente, Marcel Duchamp fue incapaz de diseñar y cuya aura enigmática se esfuma en cuanto un señor cualquiera decide emplearlo y convertir su gratuidad estética en utilidad funcional.
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