Los teóricos y gurús del guión proponen diferentes estructuras con cualquier número de actos, aunque suelen preferir tres (Syd Field, Robert McKee, Linda Seger), cuatro (Kristin Thompson) o cinco, siguiendo, se supone (pero sólo se supone) el modelo shakesperiano.
Ahora bien, tengan los actos que tengan, todas esas estructuras justifican sus diferentes partes y accidentes, puntos de giro, incidentes incitadores, clímax, crisis o desenlaces en función de lo que le sucede al protagonista. En esta escena, el protagonista es tentado por la aventura. En esta otra, entra en el mundo extraordinario. Aquí hay un punto de giro porque descubre que le están traicionando. Aquí se encuentra en una crisis al perder la confianza de sus amigos. Allá se produce el clímax cuando debe enfrentar sus mayores miedos. Aquí debe resolver su problema interno para después solucionar el externo.
Esta manera de concebir la estructura es un error que afecta de forma directa al trabajo del guionista, y que esconde una pobre comprensión del arte narrativo.
Es un error porque toda la estructura se explica y analiza en función de lo que le sucede al protagonista. Todo se construye a partir del examen de dónde está ahora y dónde está después, de qué desea y de qué consigue, de qué obstáculos encuentra y de qué planes elabora.
El error consiste en que, al examinar la estructura, nos preocupemos de manera exclusiva por saber dónde está el protagonista, porque lo que verdaderamente le tiene que preocupar a un narrador es dónde está el espectador.
Supongamos que tengo razón. Si así fuera, ¿cómo es posible que ninguno de los teóricos, expertos y gurús del guión se haya dado cuenta de una cosa tan obvia?
La respuesta es sencilla: sí se han dado cuenta. Se han dado cuenta, pero solo en cierto modo. Cualquier persona que sepa algo de guión es consciente de que hay que despertar, mantener y estimular la atención del espectador. También sabe que existen diversos medios, herramientas y recursos para lograrlo. Todos saben que se debe usar el suspense, la sorpresa, la elipsis narrativa, la tensión sexual no resuelta y otros mecanismos o trucos que hacen que el espectador se mantenga interesado en lo que le estamos contando.
Por otra parte, como ya he dicho, la mayoría de los expertos propone una estructura para el guión, compuesta por tres, cuatro, cinco o diez actos, con diversos puntos de giro y momentos clave.
El problema es que muchos expertos mantienen en compartimentos separados el análisis de los recursos que se pueden emplear para despertar y mantener el interés del espectador y, por el otro lado, el examen de la estructura. Dedican trescientas páginas a explicar los mecanismos narrativos y otras cincuenta o cien a desentrañar los secretos de la estructura.
En una parte hablan de lo que puede hacerse al espectador, pero en la otra se limitan a referirse a lo que debe hacerse a los personajes. Para ellos, en definitiva, todo lo que se relaciona con la estructura le sucede a los personajes.
Esos teóricos hablan del Macguffin como herramienta para mantener ocupados a los personajes, pero no advierten que los propios personajes son parte de ese otro gigantesco Macguffin que mantiene ocupados a los espectadores, inmóviles en la butaca del cine, pero moviéndose sin cesar de una emoción a otra dentro de sus cabezas, de una hipótesis a otra.
Ese otro Macguffin, como ya he dicho, es el guión o, si se prefiere, la sucesión y el orden de los acontecimientos o secuencias narrativas. Todo en una película, los personajes, las tramas, todo es solo un gigantesco Macguffin, cuyo único fin es que el espectador se mueva de un lado a otro.
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