Hernán MigoyaHoy he despertado tarareando una melodía inventada en un sueño.
Soñé que iba a un festival de cine de terror italiano de los 80, la entrada con cortinajes rojos y todo.
Me cruzaba con Paolo Vasile en su época benigna de compositor de bandas sonoras (pasó en traje azul perlado y rodeado de fans como si fuera un director estrella) y me metía a ver una peli de Fulci tan aterradora que debí salirme a la mitad. No recuerdo nada de ella, pero no podía dejar de entonar su música que ‒esto sucede a menudo con los géneros italianos‒ parecía más propia de una cinta infantil que de una de miedo.
Es una tonada juguetona como la que compuso Walter Rizzati para Estoy con los hipopótamos (la vi de niño y la olvidé por completo, salvo su pegadiza canción) o Morricone para Le ruffian de Giovanni.
Luego me reuní con unos amigos que salían de ver Cujo (aún no sé por qué se coló en la programación del festival italiano) y yo se la tarareaba en el café del vestíbulo.
Y desperté tarareando en mi cabeza la perversa musiquilla.
Ahora la chasqueo con mi boca, dividido entre el temor a olvidarla y el pánico a que no me abandone nunca.
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