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«El monstruo de los tiempos remotos» (1953), de Eugène Lourié

La posguerra no sólo trajo el deseo de levantar un nuevo mundo totalmente diferente al que había quedado atrás, sino también nuevas preocupaciones. Las dos bombas arrojadas por los norteamericanos en Hiroshima y Nagasaki, con las que se puso punto y final a la Segunda Guerra Mundial, habían sido una demostración dolorosamente clara de lo que podía conseguir la ciencia aplicada a la guerra.

Siguieron años de silencio cómplice, pero no de ignorancia o inocencia. El poder de la bomba nuclear había sido desvelado, y no había manera de escapar al bombardeo –nunca mejor dicho– de datos y hechos sobre su potencia destructora. Pero de alguna forma sí se produjo una especie de represión colectiva, entendida ésta como el proceso por el que deseos o impulsos inaceptables se excluyen de la mente consciente y se dejan operando a un nivel inconsciente.

Sin embargo, como todo el mundo sabe, estos sentimientos acaban emergiendo en la forma de pesadillas o, en el ámbito cultural, como ficción pulp o películas de serie B, productos que, por entonces –una época más inocente en la que incluso el entretenimiento para adultos tenía cierto tono infantil– era tanto como decir «ciencia ficción».

En este contexto en el que se mezclaba el miedo necesariamente reprimido al hongo atómico, la paranoia «roja» y las todavía poco estudiadas consecuencias de la radiactividad, nace el principal estereotipo de la ciencia ficción del cine de los cincuenta: el monstruo atómico. Ya no era suficiente justificación para un científico el estar «loco» al estilo del Doctor Cíclope, o ser un genio incomprendido y perseguido. Ahora, los sacerdotes del nuevo dios nuclear a menudo creían que estaban actuando según nobles principios y experimentando con una ciencia que conocían bien. E igualmente a menudo, se equivocaban.

En el cine de monstruos atómicos, los científicos, ya sea experimentando con radiación o detonando una bomba atómica, irradian a alguna pobre criatura (o grupo de ellas) de tal manera que ésta crece hasta alcanzar unas dimensiones gigantescas (violando alegremente todas las leyes de la física y la biomecánica) y atacando a continuación a la ciudad que más convenga al argumento del film. El espectador podía relacionar –si es que se molestaba algo en reflexionar sobre estas películas– la devastación provocada por el monstruo con la destrucción de un ataque nuclear. En algunas ocasiones, la mutación era causada por un accidente químico, pero la idea básica era la misma.

Este tipo películas ofrecían al espectador el placer de contemplar la destrucción de los símbolos de la civilización, pero también, al menos en su forma más clásica, la restauración del orden social: al final, la criatura en cuestión, creada por la tecnología nuclear, era destruida con un «arma definitiva», producto de la misma o superior tecnología. En otras palabras, los desafortunados resultados de una tecnología sofisticada y potencialmente letal, son vencidos por la creación de una tecnología incluso más sofisticada y letal.

Como acabo de apuntar, estos films tienen como tema importante la preservación del orden social. No hay salvación para las multitudes desorganizadas que huyen enloquecidas del monstruo en cuestión. Para enfrentarse a él, es necesario el trabajo en equipo, la cooperación, y sobre todo, la organización. En este subgénero, el monstruo no es en realidad el protagonista. Los mutantes y criaturas que amenazan las construcciones y las vidas de la gente no tienen personalidad ni propósito alguno. Están allí tan solo como catalizador para que surja el héroe colectivo: las instituciones organizadas de la sociedad ya sean científicas, militares o políticas.

El monstruo de los tiempos remotos es la quintaesencia de las películas de monstruos de los cincuenta. No es que sea un film especialmente memorable, pero a veces, en la ciencia ficción y la fantasía, la habilidad del género para transmitir un simbolismo social puede tener tanta importancia o más que el envoltorio que la rodea. Este es el caso con la cinta que nos ocupa, la cual retoma la fórmula del monstruo enloquecido sembrando el caos en la civilización humana ya establecida con éxito por King Kong (1933).

De hecho, fue la excelente acogida que recibió el reestreno de King Kong en 1952 lo que animó a los productores independientes Jack Dietz y Hal Chester, a repetir el esquema aunque, obligados por las circunstancias, con menos presupuesto. Para tratar de compensarlo, contrataron para el fundamental departamento de efectos especiales a un joven Ray Harryhausen, hasta entonces ayudante del ya legendario especialista en animación stop-motion Willis O’Brien. Igualmente, para las labores de dirección se aseguraron los servicios de Eugène Lourié, que había sido director artístico de Jean Renoir y Charles Chaplin antes de saltar a la dirección, y que tenía fama de ser capaz de resolver con diligencia y eficacia las dificultades de producción más inusuales.

El guión original, titulado Monster from Beneath the Sea, venía firmado por Lou Morheim y Fred Freiberger. Pero he aquí que un par de años antes, en 1951, el ya prestigioso escritor Ray Bradbury acababa de publicar una historia en el Saturday Evening Post titulada The Beast from 20,000 Fathoms.

Bradbury narraba cómo un dinosaurio, despertado de su letargo por una explosión nuclear, confundía el sonido de una sirena para la niebla procedente de un faro con una llamada de apareamiento. Deseando compartir la popularidad del autor e incluir su nombre en los créditos, Dietz y Chester compraron los derechos del cuento de Bradbury y cambiaron el nombre de la película para que coincidiera con él (a su vez, Bradbury retituló la narración para sucesivas reimpresiones y compilaciones a The Fog Horn, La sirena de niebla ).

Como era de esperar, la atmósfera elegiaca que domina el cuento de Bradbury es sacrificada en la película en aras del espectáculo visual.

Un grupo de militares que se encuentra en el Ártico realizando pruebas atómicas, despierta en el curso de una de ellas a una enorme bestia del Mesozoico conservada en el hielo en animación suspendida, un redosaurio. Nadie cree al único que ha visto a la criatura, el físico Tom Nesbitt. Pero semanas después, a medida que el monstruo avanza por el lecho marino hacia el sur, empiezan a sucederse extraños accidentes y avistamientos. Nesbitt convence al doctor en paleontología Thurgood Elson y su bella ayudante Lee Hunter, para tratar de hallar al redosaurio. Finalmente, éste llega a Nueva York, donde causa muerte y destrucción ante la impotencia de policía y ejército.

A primera vista, El monstruo de los tiempos remotos no aporta nada particularmente novedoso a la receta ya expuesta en King Kong –el redosaurio no despierta en el espectador ni la curiosidad ni la simpatía del gorila gigante‒. Pero a pesar de la relativa tosquedad del film, éste sí consigue elaborar con concisión y economía de medios su sobrecogedora metáfora nuclear : el miedo al poder desatado por la bomba atómica, el sentimiento de una inminente y devastadora amenaza eran evocados con mayor horror que en la posterior La hora final (1959), en la que el holocausto nuclear era abordado de forma directa. En cambio, como en este caso, el cine de ciencia ficción de los cincuenta disimulaba –y amortiguaba– los temores escondiéndolos bajo la forma de monstruos.

Y el primero de esos monstruos fue este redosaurio, ejemplo clásico de la ecuación que relacionaba a esas criaturas con las bombas nucleares: como éstas, son grandes; ambos tienen como objetivos grandes ciudades y ambos causan gran destrucción y mortandad. Y, en este caso, mientras que la bomba deja atrás radiación, el monstruo libera gérmenes mortales. Ese claro simbolismo sintonizó sin problemas con la ansiedad social reinante y pronto la Bomba se convirtió en el más utilizado deux ex machina a la hora de escribir guiones para películas con monstruo, por lo que este tipo de cintas no tardó en formar su propio subgénero.

Eugène Lourié se especializó en este tipo de películas, de las cuales rodó cuatro entre 1953 y 1961, siendo esta la primera y la mejor. La mejor, sí, pero no particularmente memorable en lo que a dirección se refiere. La historia se desarrolla de forma parsimoniosa y lineal, y sólo adquiere pulso en su última parte, en las escenas, rodadas sobre el terreno en Manhattan, en las que los militares defienden la ciudad hasta que llega el tenso clímax en el parque de atracciones de Coney Island, donde los guionistas sitúan al monstruo con el único fin de mostrar espectaculares tomas suyas en contraste con la famosa montaña rusa.

Como ya dijimos más arriba, El monstruo de los tiempos remotos fue la primera película en la que Ray Harryhausen se encargó en solitario del apartado de efectos visuales. Aunque años más tarde su trabajo inspiraría a innumerables aficionados, profesionales y especialistas en la técnica del stop-motion, aquí aún nos encontramos en el periodo temprano de su carrera, antes de que perfeccionara su arte en Simbad y la princesa (1958), Jasón y los argonautas (1963) o El viaje fantástico de Simbad (1973). A ello se añadía la escasez de medios con la que el reducido presupuesto le obligó a trabajar. Su redosaurio es errático y el ajuste entre modelos a escala y retroproyección algo torpe. Además, la criatura tiene la mala costumbre de modificar inexplicablemente su tamaño: en una escena, es tan grande como un faro, y en otra, su cabeza tiene el tamaño de un coche, mientras que en la siguiente el policía que engulle parece un mondadientes.

El actor de origen suizo Paul Christian (más conocido como Paul Hubschmid, nombre con el que desarrolló una próspera carrera en el cine y televisión alemanes) resulta ser una mala elección para el papel protagonista, no sólo por su estatismo expresivo, sino por su fuerte acento (detalle este, claro, que el espectador español no detectará en la versión doblada). Su rigidez sólo es superada por la chica del reparto, Paula Raymond, actriz de errática carrera que abandonaría temporalmente el cine dos años después ante la falta de éxito.

Compensando la mediocridad de la pareja protagonista, encontramos a Kenneth Tobey en el papel del coronel Evans (curiosamente, Tobey ya había interpretado otro papel de duro oficial militar en un film de ciencia ficción de culto, El enigma de otro mundo –1951). También interviene Cecil Kellaway, que eclipsa a todos con su traviesa interpretación del despistado profesor Thurgood Elson.

A tenor de los resultados, se puede afirmar sin temor a equivocarse que cada céntimo del modesto presupuesto de El monstruo de los tiempos remotos estuvo bien empleado. La combinación de elementos tan variopintos como el espíritu de King Kong, el miedo nuclear, la siempre irresistible fascinación por los dinosaurios y los efectos especiales de Ray Harryhausen convirtieron a la película en un fenomenal éxito de taquilla. Sobre un presupuesto de 200.000 dólares, recaudó nada menos que cinco millones. Naturalmente, semejantes cifras animarían inmediatamente a otros estudios a lanzar sus propios monstruos nucleares.

En unos pocos años, el subgénero se había banalizado tanto, había sido tan invadido por clichés, que apenas se puede encontrar algo digno de mención. Eran películas simplonas, sin pretensiones conceptuales o artísticas, a menudo pensadas para su exhibición en autocines, recurriendo siempre a las mismas escenas de archivo sobre explosiones nucleares insertadas en sus ominosos prólogos y con claros sesgos hacia el cine de terror.

Entre quienes se sintieron cautivados por la película, estuvo el productor japonés Tomoyuki Tanaka, que estaba planeando rodar una película sobre un gran pulpo radioactivo. Cuando vio el dinosaurio de Harryhausen, se dio cuenta de que su presupuesto no le permitiría utilizar la técnica stop-motion para una criatura de ocho tentáculos móviles. Decidió entonces cambiar a un saurio prehistórico, que sería interpretado por un hombre enfundado en un disfraz. Esa película se convirtió en Godzilla.

El monstruo de los tiempos remotos no es ninguna obra maestra, y el tiempo no la ha tratado del todo bien, pero algunas de sus escenas siguen teniendo gran fuerza y su papel pionero en la historia del cine y de la ciencia ficción es algo que ninguno de sus numerosos imitadores podrá ya arrebatarle al fenomenal redosaurio.

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".