He aquí uno de tantos casos en los que el autor de relatos cortos sufre un injusto olvido, eclipsado por sus «hermanos mayores», los novelistas.
Edward Page Mitchell cursó estudios de medicina, pero descubrió su verdadera vocación en el periodismo, llegando a ser uno de los escritores más populares del diario neoyorquino The Sun, el principal periódico del país, del que llegaría a convertirse en editor en 1903 y en el que trabajaría durante nada menos que cuarenta y siete años.
Mitchell no respondía al arquetipo de escritor maldito. Fue muy popular, pero nunca buscó un reconocimiento intelectual por parte de sus colegas del que, por otra parte, podría haber disfrutado. Tuvo una vida feliz, dos matrimonios satisfactorios (su primera mujer falleció), crió cinco hijos, desarrolló una buena carrera profesional e incluso fundó un nuevo pueblo, Glen Ridge. Sin embargo, una vez falleció en 1927, nadie pareció acordarse ya de él.
Sus crecientes responsabilidades en el periódico le habían ido apartando de la escritura, toda su obra apareció de forma anónima en periódicos y no fue publicada como libro. Así que no es de extrañar que Mitchell vegetara en el limbo durante décadas. Pero en 1973, la publicación de una antología de sus historias despertó el interés por su obra entre los aficionados quienes reconocieron su papel de pionero en el género de la ciencia-ficción.
Mitchell fue durante toda su vida un estudioso del ocultismo y el mundo de lo sobrenatural, afición que se reflejó en varios de sus relatos. De hecho, el cuento que le hizo merecedor de un puesto en el New York Sun fue precisamente uno de fantasmas, «Back from that Bourne», escrito como si fuera una noticia auténtica. Varias de sus colaboraciones periodísticas fueron investigaciones de encantamientos y apariciones que, según él mismo determinó, tenían una explicación perfectamente racional.
Pero lo que más nos interesa aquí tiene que ver con sus incursiones en el mundo de la ciencia-ficción. Quizá su primera toma de contacto con el género fuera a través de Edward Everett Hale, uno de los pioneros y del que ya hablamos en un artículo anterior. Fue su mentor en sus primeros escarceos con el oficio para el Daily Advertiser, de Boston y en los años siguientes, a partir de 1874, escribió una notable cantidad de historias cortas que fueron viendo la luz anónimamente en periódicos, redactadas como si de noticias auténticas se trataran, tal y como dictaba el estilo periodístico de la época.
Por desgracia, Mitchell, sigue siendo virtualmente desconocido en España, donde actualmente tan sólo se pueden encontrar historias sueltas publicadas en un par de antologías de relatos de ciencia-ficción. Es posible, sin embargo, recuperar el libro que en 1977 publicara la editorial argentina Andrómeda, El hombre de cristal, recopilando ocho historias que originalmente fueron publicadas en The Sun entre 1877 y 1883 y que gloso brevemente a continuación.
«El taxipompo» (1874) es un relato satírico sobre el obsesivo y cerrado mundo de los matemáticos y en el que el humor es la base tanto del estilo como del fondo. Un mediocre estudiante aspira a conseguir la mano de la hija del erudito matemático, Abscissa Surd, pero para ello deberá resolver el desafío que su futuro suegro le plantea: resolver el problema aparentemente insoluble de cómo viajar a más velocidad que la luz.
«El espectroscopio del alma» (1875) es una divertidísima relación de los enloquecidos experimentos llevados a cabo por el profesor Dummkopf, entre ellos la fotografía de los olores («imaginé el otro día que había obtenido un nítido negativo del aroma de un humeante guiso de cebollas y la idea me ha dado ánimos desde entonces»), el envasado del sonido en botellas («no creo que las botellas comunes pudieran contener la música de Wagner. Sería necesario usar garrafones») o el espectroscopio del alma («Basta de matrimonios desgraciados. La novia me traerá a su voluble pretendiente antes de aceptar o rechazar su proposición, y yo le diré si su espectro exhibe las características del amor puro, la constancia y la ternura, o las de la sórdida avaricia, el afecto vacilante y la futura crueldad»).
«El hombre sin cuerpo» (1877) recupera de nuevo al excéntrico profesor Dummkopf ‒o, mejor dicho, su cabeza‒ en otra hilarante historia en la que se plantea la posibilidad de transmisión de materia a través del cable, como si fuera un teléfono.
«El hombre más capaz del mundo» (1879) nos presenta el primer ciborg de la ciencia-ficción, un ruso al que se le ha injertado un cerebro mecánico con una precisa y fría inteligencia artificial y que deslumbra al mundo con sus dotes para la política y la diplomacia. Cuando un jugador de póker americano descubre el secreto, se da cuenta de que el fin último de esa fusión de hombre y máquina es convertirse en el ser más poderoso del mundo.
«La hija del senador» (1879): quizá el mejor relato de la compilación. Situada en el futuro de Mitchell (esto es, 1937), aventura descubrimientos que entonces eran casi fantasía: transporte por tubos neumáticos, calefacción eléctrica, pastillas concentradas que sustituyen a la comida, retransmisiones internacionales instantáneas, técnicas criogénicas… por no hablar de predicciones sociales como el voto femenino, una guerra entre Estados Unidos y China (ganando esta última), congresistas americanos de raza oriental y matrimonios interraciales.
«El hombre de cristal» (1881) es un claro antecesor de El hombre invisible, de H.G. Wells, que se publicaría diecisiete años después. Como los otros relatos, la influencia de Edgar Allan Poe es manifiesta en el planteamiento de un misterio, el de un hombre que ha alcanzado la invisibilidad gracias a investigaciones científicas pero que se ve incapaz de revertir a su estado normal. Como le sucedería al personaje de Wells, el desequilibrio mental que ello supone unido al rechazo de la mujer que ama, lo precipita a la tragedia.
«El reloj que retrocedía» (1881): una máquina del tiempo, de nuevo precediendo a Wells. Un reloj construido en el siglo XVI transporta a dos jóvenes del siglo XIX a la holandesa Leyden en los últimos momentos del asedio de los españoles dándoles la oportunidad de participar en un momento clave de la historia de la ciudad.
«El árbol-globo» (1886) narra la búsqueda y encuentro en la selva de dos exploradores con una nueva especie vegetal, un árbol inteligente capaz no sólo de moverse, sino de sentir y pensar.
Estas son sólo ocho de las treinta historias con que contaba la edición original norteamericana. En ellas nos encontramos con un autor que imaginó el primer ciborg, el primer hombre invisible, la primera máquina del tiempo, la primera técnica criogénica y el primer alienígena amistoso de la historia de la literatura por mencionar sólo algunas cosas.
En otras historias no incluidas en esta selección imaginó la existencia de mutantes con poderes («Old Squids and Little Speller») o el intercambio de mentes («Exchanging Their Souls»). Algunos estudiosos opinan que no sólo se anticipó a H.G. Wells, sino que éste ‒en una época en la que los periódicos de uno y otro lado del Atlántico copiaban sin reparos historias aparecidas en la competencia y donde los derechos de autor no existían‒ tomó de Mitchell (que, no lo olvidemos, publicaba sus trabajos anónimamente) muchas de las ideas que servirían de base para sus libros más famosos y con los que alcanzaría el estatus de maestro de la ciencia-ficción.
Sea así o no, lo cierto es que sus historias son sumamente interesantes desde el punto de vista de la perspectiva histórica, al tiempo que perfectamente legibles en la actualidad. Su estilo es limpio, ágil y elegante, a menudo inteligente y con frecuentes cuñas humorísticas. Pero por encima de esas virtudes, los cuentos de Mitchell sacan a colación las profundas implicaciones filosóficas de su época, un tiempo en el que el avance científico y tecnológico abría nuevas e insospechadas posibilidades. Preguntas que casi siglo y medio después siguen sin respuesta.
Imagen superior: Frank Kelly Freas.
Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción. Reservados todos los derechos.