Las historias de viajes en el tiempo que quieren abordar el tema con cierta seriedad son terreno resbaladizo. Las paradojas temporales, los universos paralelos, las historias alternativas, los puntos dunbar… son conceptos que desafían la lógica cotidiana y que pueden dar dolor de cabeza no sólo al espectador / lector, sino también al autor que debe atar todos los cabos con una mínima coherencia, y asimismo ha de atreverse a plantear y resolver ideas desafiantes que animen a la reflexión. El final de la cuenta atrás no supo hacerlo.
El portaaviones Nimitz, comandado por el capitán Matthew Yelland (Kirk Douglas) parte de la base naval de Pearl Harbor para realizar una serie de maniobras. El navío es atrapado por una misteriosa tormenta electromagnética que aparece de la nada y que desaparece tan súbitamente como surgió. Pero sus efectos resultan sorprendentes y peligrosos.
Las comunicaciones han desparecido y los equipos del barco sólo pueden captar emisiones de radio antiguas y transmisiones militares codificadas con claves obsoletas. Un vuelo de reconocimiento sobre Pearl Harbor muestra que en la base se hallan anclados barcos que resultaron destruidos por el bombardeo japonés que inició la participación de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial. Los reactores del portaaviones divisan asimismo bombarderos Zero japoneses.
Las pruebas son irrefutables: el Nimitz se ha visto transportado por la tormenta al 5 de diciembre de 1941, la víspera del ataque a Pearl Harbor por la flota nipona. El dilema está servido: ¿deben intervenir y utilizar el avanzado armamento y tecnología del portaaviones para destruir a la flota japonesa, cumpliendo con su deber de soldados americanos? ¿O, por el contrario, es mejor permanecer al margen y no intentar alterar el curso de la historia conocida?
Esta es una de esas pocas ocasiones en las que el final de una película marca la diferencia entre lo que podría haber sido uno de los grandes títulos de ciencia-ficción de la década y el producto mediocre que resultó ser. Ni siquiera la grandeza de Blade Runner (1982) se vio alterada por su insulsa conclusión. El final de la cuenta atrás es uno de esos casos. Es triste ver cómo los cineastas dejaron escapar la oportunidad de dejar huella en el género.
La historia plantea una idea con grandes posibilidades: ¿qué pasaría si un arma moderna, un portaaviones, fuera transportado hacia atrás en el tiempo hasta la víspera de Pearl Harbor, donde podría afectar el resultado no sólo de aquel acto de guerra, sino de toda la historia del siglo XX? La película presenta bien la idea, ofreciendo conversaciones en las que se menciona la paradoja del nieto que mata al abuelo e introduciendo a un personaje de la tripulación que, muy convenientemente, resulta ser un especialista en ese periodo histórico concreto (James Farentino).
Las escenas en las que oficiales y marineros escuchan desconcertados los viejos programas de radio y la sorpresa e indignación del senador Charles Chapman (Charles Durning) por hallarse a bordo de un buque bautizado con el nombre de un almirante aún en servicio (para él), ayudan a redondear la sensación buscada de desorientación, producto del desplazamiento en el tiempo.
Por desgracia, tanto el tráiler de la película como el mismo poster arruinaban la sorpresa y el suspense antes incluso de entrar en la sala: todas las escenas en las que los tripulantes del Nimitz tratan de averiguar qué había ocurrido dejan de tener carga de misterio alguna y los espectadores se limitan a esperar a que caigan en la cuenta de lo que ellos ya saben desde el principio y que pasen a lo que realmente les interesa: ¿vencerán o no a los japoneses? ¿Podrá el armamento moderno de un solo barco superar a un enemigo menos avanzado tecnológicamente pero superior en número?
(Atención: espóiler) Desgraciadamente, esta cuestión –el debate ético acerca del derecho a intervenir en la guerra y cambiar la historia y las intrigantes posibilidades sobre realidades alternativas que se derivarían de tal intervención– se evita completamente de la manera más chapucera y decepcionante posible: justo cuando va a comenzar la batalla, aparece de nuevo la tormenta y el Nimitz es devuelto al tiempo presente.
Es un remate frustrante porque toda la película ha ido dirigida a construir un clímax que debería culminar con el choque entre el portaaviones y la flota japonesa, y cuando esto se le hurta al espectador, no sólo se siente estafado, sino que además tiene la acertada impresión de que los guionistas (David Ambrose, Gerry Davis, Thomas Hunter y Peter Powell) han pecado gravemente de cobardía intelectual. El premio de consolación final, con un guiño a la paradoja temporal que se produce (¿puede un hombre que viajó hacia atrás en el tiempo y permaneció allí, encontrarse al cabo de los años con su yo presente?) no compensa la decepción global y además no está mínimamente explicado.
En descargo –parcial– de la película, conviene recordar que hasta el momento de su estreno, aparte de episodios aislados de las series televisivas de Star Trek o el Doctor Who (una serie para la que uno de los guionistas del film, Gerry Davis, había trabajado en los sesenta), el tema de los viajes en el tiempo nunca se había abordado con valentía y rigor. El pasado y el futuro eran simplemente lugares y momentos en los que correr aventuras de la misma forma que en otras narraciones se utilizaban planetas extraterrestres; o bien fuente de origen de visitantes de esos tiempos ajenos al nuestro con los que tejer relatos de choque cultural. Si El final de la cuenta atrás se hubiera rodado cinco años después de que otras películas sobre viajes en el tiempo maduraran el tema (Terminator, 1984; o Regreso al futuro, 1985), es muy posible que hubieran conseguido una historia de ciencia-ficción más atrevida e interesante.
El director Don Taylor tenía ya cierta experiencia en el cine fantástico. Previamente a esta cinta se había encargado de Huida del planeta de los simios (1971), La isla del doctor Moreau (1977) o La maldición de Damien (1978). Ahora se enfrentaba a una historia de corte mucho más realista, pese a abordar el tema del viaje en el tiempo. En este sentido, desarrolla la historia que le ha sido encomendada de una forma discreta –poco más podía hacer–. Fue la última película que dirigió para el cine, llevando el resto de su carrera a la televisión.
El trabajo de los actores es poco destacable. A pesar de contar con gente del peso de un envejecido Kirk Douglas y el habitualmente sólido Martin Sheen, ninguno parece estar realmente integrado en su papel. Habida cuenta del problema que sus personajes tenían entre manos, todos parecen tomarse la situación de una forma demasiado relajada, incluso distanciada. No hay tensiones, disensiones, ni verdaderas discusiones, como si sus desayunos hubieran incluido una dosis de Prozac. Aún peor, el personaje de Martin Sheen, el analista de sistemas Warren Lasky, es prácticamente irrelevante. Su participación se limita a ir de un lado a otro, mirar y realizar alguna observación sobre las paradojas temporales, pero la historia se podría haber contado perfectamente sin su presencia, que sólo sirve para dotar de algo de enjundia al final.
Pero el verdadero protagonista de la película, más interesante aún incluso que el propio argumento de la misma, es el portaaviones Nimitz. Porque lo cierto es que la cinta acabó siendo un extenso anuncio publicitario de la Armada estadounidense. Peter Vincent Douglas –hijo de Kirk Douglas, que a la sazón tenía 25 años y que asumía la labor de productor por primera vez – consiguió la autorización del Departamento de Defensa para rodar a bordo del auténtico Nimitz mientras el buque efectuaba maniobras reales. Las escenas de aviones de diferentes clases apontando y despegando, de las operaciones de la tripulación de cubierta y los cazabombarderos F–14 Tomcat evolucionando en el aire al ritmo de la banda sonora de John Scott, están verdaderamente logradas (en cambio, las escenas con los Zeros japoneses fueron recicladas de Tora, Tora, Tora). Y cuando mencionaba lo de anuncio publicitario, quería decir exactamente eso. La película fue utilizada como anzuelo de enganche por parte de la marina y su cartel promocional se colocó en las oficinas de reclutamiento.
El interés de las escenas militares compensa hasta cierto punto la pobreza de los efectos especiales: la tormenta magnética/portal temporal fue diseñada por alguien del renombre de Maurice Binder (creador de las características secuencias de apertura de las películas clásicas de James Bond), pero el escaso presupuesto sólo dio para representarlo mediante una maqueta del portaaviones silueteada contra un túnel de humo iluminada con rayos láser. Esas escenas, que deberían haber supuesto uno de los momentos álgidos del film, parecen un descarte de El abismo negro (1979) de Disney.
En resumen, El final de la cuenta atrás es una suerte de episodio alargado de La Dimensión Desconocida que prometió más que dio y que probablemente gustará a los niños y a aquellos aficionados a la tecnología y parafernalia militar. Para los demás no es sino una oportunidad perdida de profundizar en los aspectos más fascinantes de los viajes en el tiempo.
Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.