A lo largo del tiempo y a lo ancho de la historia, los hombres vamos pasando sin posibilidad de volver a pasar. Esto hace a la belleza del instante como único, ese instante que Fausto quería detener, sin advertir que su belleza dependía de su mortalidad. Pero, a la vez, los hombres podemos sustraernos a la historia y lo inexorable del tiempo, creando esos instantes absolutos que sirven de morada a la presencia. Pasamos de largo pero también insistimos
Por eso, la obra de Octavio Paz resulta, por junto, circunstanciada y no circunstancial. Siempre la podemos referir a momentos puntuales de la historia, aunque su onda sea muy variable. Una circunstancia puede ser la matanza de Tlatelolco o la caída del muro de Berlín, como puede serlo la fundación de la modernidad, que podemos remontar a la Ilustración, al Renacimiento o al primer Ubi sunt? proferido en el siglo XII o a la aparición de la subjetividad del poeta en Dante y Petrarca. Hay circunstancias que duran un día y circunstancias que duran siglos.
El pensamiento octaviano se legitima en su universalidad. Por pequeño que sea el objeto que pensemos no es pensamiento lo que hacemos con él si no es universal. En Paz lo universal opera en dos tareas poéticas: la analogía y la traducción. Es como la legitimación de cualquier cultura: no llega a serlo si no es comparable y, con todas las reservas que se quiera, traducible.
La dificultad que entraña tal empresa consiste en que el universo está en todas partes pero no se ve en ninguna. El universo lo tiene todo menos evidencia. Para pensarlo nos debatimos entre dos extremos: la variedad romántica, que lleva al caos, y la unidad racionalista, que produce monotonía. Paz nos propone habitar el entre, donde es posible pensar lo universal como uno y vario: plural. El universo es una pluralidad de mundos – a contar desde cada uno de nosotros – que se chocan, se comparan y se traducen.
Estos ejercicios entrañan un doble juego respecto a la palabra, invitada principal de la fiesta, sin la cual no hay fiesta. La obra octaviana es un complejo acto de fe en la palabra porque al usarla y ser usados por ella siempre confiamos en decir algo, aunque no sepamos del todo qué. Esta confianza apela al otro y a su libertad porque liberar palabras es dirigirlas a otro, reconocerlo y admitir que, al tomar libremente nuestras palabras, se adueña de ellas y de nosotros. Gozamos de una libertad bajo palabra extendida por una carta de creencia.
Simultáneo al anterior es el ejercicio de desconfianza que atañe a la elocución. La palabra siempre dice algo, no cesa de decir ni acaba de decir. No es fiable ni por concluyente ni por significante porque dirá mucho más de lo que decimos y nos decimos en ella. Hay unos versos de Paz en que el poeta denuesta a las palabras, sus compañeras y cómplices, pero también sus venales y traidoras azafatas en el viaje de la vida.
Si hubiera que buscar un epígrafe, exergo o emblema para las imposibles obras completas de Paz, yo elegiría este endecasílabo suyo, uno de los más inquietantes versos de nuestra lengua: “El espejo que soy me deshabita”. En efecto, la tarea paciana parece un gran espejo enfrentado al mundo, que refleja una incontable cantidad de imágenes y una vez que las convierte en obra, se deshabita a favor del otro. Este juego de habitación y desalojo es asimismo una alegoría de la identidad humana: somos esa acumulación de reflejos que los demás nos proporcionan y se llevan, lo mismo que hacemos con ellos. Somos un entretejido de reflejos especulares que nunca se resuelven porque nunca dan con el verdadero Objeto de la reflexión. Ni siquiera tenemos acceso al interior del espejo. El juego es el modelo de la especulación, del pensamiento, del reconocimiento mutuo que, fantásticamente hace cada quien de los otros, reflejos brillantes y fugaces de un objeto desconocido al que atribuimos el carácter de lo real.
La llama doble se titula uno de sus libros y cabe imaginar esa duplicidad de una luz insistente en la poesía romántica, la Twilight o Zwielicht que ilumina doblemente al objeto y a la vez se disuelve en la ambigüedad del ocaso, la hora del término y el comienzo, la hora injusta, si consideramos la justicia del mediodía o de la noche. Nada es sin duplicarse, para el hombre todo se redobla, se doblega, todo es lo uno y lo otro.
El libro trata del amor y el erotismo pero como todo es su doble, duplico a mi vez: el alma y la madre. El texto reitera la división entre cuerpo y alma, eco de la dualidad paciana cuerpo y no cuerpo, pero sin definir lo que el alma sea, como el término sobrenatural que se opone a la naturalidad del cuerpo, como la sustancia de extensión incorpórea. Si el alma acepta una analogía es con la cualidad pura, algo virtual que nunca pierde su virtualidad, algo que no es mensurable, ponderable ni discreto. De ahí su facultad característica: animar todo lo extenso. Sin ella, todo queda desanimado, desalmado, peligro eminente de nuestra civilización industrial, dominada por la inercia de las estructuras, la tecnificación cuantitativa y la prognosis de las curvas de datos.
La madre no es la obvia figura de la mamá, que da la vida separando de su cuerpo un fragmento, sino el principio conformador, la matriz: el lugar del origen donde se pasa del magma a la cosa. Un principio conformador que se da desde dentro del ser, que es inmanencia e intimidad, en oposición al principio conformador paterno, que se da desde fuera, desde el ámbito social y la ley.
Los seres humanos tenemos una relación necesaria e imposible con el origen, del que estamos infinitamente lejos y sin posibilidad de reintegro. Hemos sido definitivamente expulsados de él por el parto que es partida y no podemos olvidarlo aunque en nuestra vida como sujetos jamás lo hayamos habitado. Le somos ajenos y, a la vez, lo imaginamos como nuestra realidad radical.
Según es sabido, la cultura se fundamenta en tabúes sexuales, higiénicos, verbales (las “malas” palabras) y alimenticios. Varían de contenido entre culturas según los sistemas de parentesco, las convenciones del pudor, los rituales religiosos, pero coinciden en establecer un orden normativo de la vida social a partir de una prohibición que sirve de modelo a todas las demás y, en consecuencia, diseña el ámbito de lo permitido. Se construyen así, al mismo tiempo, la subjetividad y el mundo de los objetos, deseables o indeseables. La prohibición instaura el camino del deseo y la castración es la marca inicial de la historia.
Somos, entonces, como sujetos, parte de algo que nunca fuimos, parcialidad y carencia. Lo que nos falta es un vacío fantasmal que jamás se colma de presencia, salvo que nuestra propia conformación subjetiva estalle y se produzca un fenómeno de éxtasis, fusión o comunión con el otro: visión mística, invención poética, orgasmo, música. Tal es la raíz del amor humano, una raíz cultural que determina la vida sexual como erotismo, como ansia de plenitud, lo que designa el Eros clásico: la posibilidad de llenar los vacíos del mundo, el hiato que separa las cosas. Enamorarse es un acto de fe en el otro, que consiste en creer que el otro tiene lo que me falta y podrá rellenar mis carencias y llevarme a la perfección.
“Regreso al lugar del origen, donde vida y muerte se abrazan” es, en palabras de Paz, la demanda del amante y la promesa del amado. Un más allá de la vida y un más acá de la muerte, que el otro me da y en el cual desaparecería el otro en la unidad, la alteridad en la mismidad, si ello fuera posible. Sería, pues, el imposible encuentro con nosotros mismos, la posibilidad de penetrar la intimidad del espejo.
Hay, entonces, un límite sutilísimo entre el amor y el erotismo: el erotismo se acepta pasivamente, es el amor que nos ocurre, la eventualidad que nos domina, la pasión que – según proclama la palabra – padecemos. En cambio, el amor es el reconocimiento de esta necesidad, la consciencia que la convierte en libertad. Amamos como si hubiéramos elegido amar, como si hubiéramos escogido al ser amado que se nos impone en el coup de foudre.
El amor como problema, pues, se vincula con una cultura del sujeto y el discurso. Occidente ha teorizado sobre el amor porque Occidente es la cultura del discurso, de la explicación, del dar cuenta de lo dicho y es, en otro sentido, la cultura del sujeto y de la identidad, del ser que aparece cuando decimos “yo soy”. Ser uno, ser otro, ser el mismo y no ser, plantean el amor como problemático. En otras tradiciones culturales la gente se ama, se odia, se enamora y cae en el desamor, pero no discurre sobre el amor, que actúa en el mito, el drama, la narración y el poema. Unas recaídas que pasan por Platón, el amor cortés, el romanticismo y el surrealismo muestran la preocupada constancia de Occidente por el amor y, a la vez, su carácter de cosa del alma, pura e irreductible cualidad. Misterio, si se prefiere, pero no misterio que hace callar, sino enigma que hace decir. Si en Oriente el amor es fatalidad y encaje en la ortodoxia, en Occidente es libertad y transgresión, heterodoxia, asocialidad o herejía. Al disolver la subjetividad, cuando el enamorado percibe que una parte de sí mismo está en el otro, en el amado, el amor desquicia los roles sociales, las identidades fijas y las jerarquías que las rodean. El señor se enamora de la esclava, la señora del palafrenero, cuando no el señor del esclavo y etcétera. Romeo y Julieta se enamoran por encima de las rivalidades clánicas, la amarilla Cho–Cho–San se enamora del blanco Pinkerton, el príncipe Jonatán se prenda del pastor David.
El amor enloquece a los amantes, es loco amor, pero también vuelve sabio al ignorante y listo al tonto. Arrebato de perfección, el amor es, por ello, la parte maldita de nuestra civilización del sujeto y la identidad, suerte de enfermedad de la imaginación que multiplica las imágenes del amado hasta hacernos perder de vista el mundo. Los amantes, creyendo que conforman el universo de la perfección, se apartan del mundo, que se vuelve prescindible, y se adoran en un templo secreto. Creen haber llegado al goce absoluto y todo objeto mundanal se les aparece inválido, desvalido. El amor, a diferencia del erotismo, vocado al placer, propende al gozo y al padecimiento: duelo, mal de amores, celos, toda la constelación de angustias que nacen de percibir la mitad del uno en el otro, mitad expuesta al peligro de la indefensión, la confiscación y la muerte.
En el orden existencial, Paz señala lo trágico del amor, sentimiento que nos lleva a amar a una íntegra persona, en cuerpo y alma, a reconocerla libre, pero que nos enfrenta, al mismo tiempo, con la opaca e irreductible realidad del otro, que nunca es el mismo, carece de límites precisos y posee un núcleo misterioso, al que no se accede desde fuera ni desde dentro. Sólo se anula este trágico encuentro en la mística del amor, cuando admitimos que el otro es una vía de acceso al cosmos y somos lo real, no tan sólo estamos en lo real. Sobreviene la confusión, la comunión, el uno y el otro desaparecen a favor del tercero en discordia, la concordia de los distintos. Pero entonces, al consumarse, desaparece, porque el otro ya no es otro. Extremo de generosidad, reconocimiento de la libertad del otro que me reconoce libre, el amor nos sujeta al otro como destino: es el supremo señorío y la suprema servidumbre de que habla Quevedo. La consciencia del otro no puede ser objeto de nadie, entre una consciencia y otra hay un estado de guerra que tiende a la aniquilación, como describe Hegel. El tratado de paz es el desengaño, la admisión de que el otro es alteridad pura y, por ello, extrañeza.
Insensato y trágico, el amor ha sido mirado siempre con desconfianza por los racionalismos. El intento de domesticarlo, o sea de llevarlo al ámbito doméstico, de regularlo, de racionalizarlo, conduce al matrimonio, el dúo de los amantes que es reconocido por el coro de la sociedad y custodiado, desde fuera, conforme a unas normas por todos aceptadas. “Apuesta insensata por la libertad ajena” lo define Paz. La generosidad sartreana, la caridad cristiana, que son amores encaminados a una instancia superior: la libertad, el amor a Dios a través del ser amado. El Sumo Bien que está por encima del ser amado, en el esquema platónico, y del cual el ser amado es la cifra sensible y hermosa.
Paz prefiere mantener el amor en su inmanencia secular, sin más allá, pero no deja de advertir que siempre el amor nos lleva a los confines de lo sagrado. Por ello se toca fácilmente con lo maldito, la cautela que rodea al mundo sacral, así como propende a refugiarse en lo secreto, que es otra nota de lo divino. En el amor cortés, la amada es una diosa bajo las especies de una mujer mortal y encierra una religiosidad herética. Llevarlo a la práctica desata la desdicha, el adulterio, la felonía y la locura de Tristán, embrujado por los filtros de la hechicera Isolda.
Como la religión, el amor es un intento por salirse de la historia y crear una burbuja de eternidad. Amar es querer al modo de lo eterno, lo inmutable y lo intangible, porque el contacto historiza a los amantes. Aunque se produzca el encuentro, lo que protege la perennidad del amor es, en realidad, el desencuentro, lo inalcanzable del gozo, que sólo se apacigua con la muerte.
Parte perdida e irrecuperable de nosotros mismos, el toque de la demanda del enamorado y la promesa del ser amado tienen como modelo la figura materna. Paz atribuye, en efecto, al amor como relación, las notas de exclusividad y fidelidad que corresponden a la exigencia amorosa de la madre: ser única. En el terreno de la hipóstasis: ser única como la vida, ser la unidad, la madre tierra, una y perfecta en su redondez planetaria, en la simbólica esfericidad de la plenitud.
El costado problemático del libro es la observación de que en nuestra época la indiferencia de una sociedad cuantificadora por la persona individual, única, irrepetible, la tolerancia represiva que torna imposible toda transgresión, y la descalificación del sexo, convertido en una mercancía que se anuncia por la publicidad, en nuestra época, el espacio del amor tiende a empequeñecerse y desaparecer.
El mundo moderno ha trazado una dramática paradoja: el dominio de lo individual como privado se ensancha y se rescata del control de los poderes, pero la creatividad individual se empobrece. Se ha borrado el límite que fijaron los Estados despóticos y las iglesias. El individuo se queda sin más allá y no sabe quién es porque no sabe hacia dónde va ni contra o a favor de qué va. Le cabe la eterna tarea de resacralizar el instante como si fuera absoluto, vivirlo en el modo mayor de la perennidad. Y esto, según parece, sólo es posible en un estado de luz doble, de doble fuego, de enamoramiento.
Copyright del artículo © Blas Matamoro. Este artículo forma parte de la obra Lecturas americanas. Segunda serie (1990-2004), publicada íntegramente en Cualia. La primera serie de estas lecturas abarca desde el año 1974 hasta 1989 y fue publicada originalmente por Ediciones Cultura Hispánica (Madrid, 1990). Reservados todos los derechos.